martes, 17 de mayo de 2011

¿Acaso a ti no te ha sucedido?



―Si mal no recuerdo, comenzamos haciendo el amor como eso de las nueve. No estábamos tan ebrios como para excusarnos después. Siempre estuvimos al cien, conscientes a plenitud. Recuerdo vagamente que habías roto en llanto por algo. Eso sí que no lo supe en absoluto. Por eso te envolví en mis brazos a toda prisa y a base de leves recargues de labios en las mejillas fui enjugando tus lágrimas. Francamente sentí miedo. Me dio pavor que tú pensaras que me estaba propasando. Sin embargo, proseguí. Tenías los brazos completamente helados. Al frotarlos un poco con mis manos se crisparon de inmediato. Saltaron a la vista eso pequeños bellos casi transparentes. Tu piel se erizó un poco. Eso me agradó demasiado. Luego, posaste tus labios en mi cuello. Dejaste escapar un pequeño jadeo. Entonces empezaste a tapizar a besos mi cuello y mi rostro. Apenas dejabas caer los labios sobre mi cuerpo. Lograste humedecer un poco algunas zonas. Te aparataste un poco, me miraste y sonreíste. Me entusiasmó entender que estabas un poco complacida. Dejé atrás las reservas y yo también empecé a darte una buena tanda de besos. Tus labios estaban suaves y frescos. Parecía que no se habían usado en mucho tiempo. O quizás el uso frecuente los había ablandado. De cualquier forma eso venía a menos, esa noche eran míos. Más tarde cobraste valor y comenzaste a juguetear con tu lengua. Recuerdo a esa lengua traviesa intentando explorar mi boca, intentando abrirse paso entre esa vaporosa oscuridad y buscar anudarse con la mía. Fue bueno. Al fin habíamos acumulado suficiente valor para hacerlo. Después la cosa se puso intensa. Comenzaste a toquetearme por debajo de la playera. Tus manos frías hicieron que mi pecho se contrajera un poco. Deslizaste tus dedos por enfrente y por detrás. Luego se aferraron un poco a mi espalda. Apenas incrustaste tus uñas en mi espalda. Después alzaste el rostro de nuevo y succionaste mi barbilla con tus labios. Luego hincaste levemente tus dientes en mi hombro. Fue fascinante. Mordiste con una presión dulzona. Sonreíste. Me preguntaste a cuantas mujeres me había cogido en esa cama. Te dije solamente que no eras la primera. Me dijiste que yo tampoco era el primero. Fue estupendo. Ambos respondimos que a pesar de eso, tal vez fuésemos lo mejor que le ocurriese a ambos esa noche. Me puse manos a la obra. Intenté meter la mano por debajo de tu blusa. Te pusiste tensa. Inconscientemente intentaste bloquearme. Tus brazos presionaron mis manos a los costados y por un momento impidieron que continuasen subiendo. Me di cuenta que tú también tenías miedo. A pesar de numerosas experiencias, ambos en aquella ocasión teníamos miedo. Me gustabas tanto que me reinventé esa noche. Me sentía desorientado. Tú también te mostraste extraviada. Parecíamos dos ingenuos. Más bien nos habíamos convertido en dos ingenuos. Después de todo, cediste un poco. Despegaste los brazos y permitiste que siguiera explorándote. Toqué tus pechos. Eran pequeños pero muy macizos. Enseguida tus pezones se endurecieron bastante. Sentí la rigidez que mostraban las puntas de tus pechos. Luego te agitaste un poco más. Tu respiración fue más profunda, más arrítmica. Descendí un poco las palmas. Toqué tu panza. Tenías el vientre tibio. Te resultó difícil, lo contraías instantáneamente ante cualquier contacto. Te miraba y sonreías. Era buena señal. Yo seguía entonces. Al cabo de un rato usé las manos. Tomé tu blusa por los bordes y la fui levantando. Cooperaste y tú también alzaste los brazos y sin dificultades te despojé de esa delgada prenda. Permaneciste en puro sostén. Era un sostén pequeño color perla. Tenía el broche en el frente. Tomé el seguro con los dedos de una sola mano. Con el pulgar y el índice boté el seguro inmediatamente. Sabías que ya estorbaba. Te descolocaste los tirantes de los hombros y dejaste que por sí solo fuese descendiendo sobre tu espalda. Apenas quedaste al descubierto. Mire tus pechos. Eran de un marrón ligero. Sonreíste. Por un instante quisiste cubrirte. Sentiste un poco de pudor. Te dije que no había problema. Te dije que te quería y que dejases contemplarte. Luego extendiste los brazos hacia mi y me pediste al oído que te acariciara. Pasé mis dedos sobre tus pechos. Noté que algunos lunares y algunas pecas salpicaban tu pecho. Así como en tu rostro. Luego intentaste desabotonar mi camisa con mucho nerviosismo. También deseabas desvestirme paso a paso. Lograste despojarme de la camisa. Yo también quedé parcialmente desvestido. Cerraste un poco los ojos. Frotaste tus palmas sobre mi pecho flacucho. Entonces me invadió una sensación inusual. Me sentí muy torpe. Por un momento tuve la pesada impresión de no haber estado nunca con una mujer. Mi cuerpo se olvidó de cómo hacerlo. El cuerpo de una mujer simplemente me fue irreconocible. Después de mucho tiempo me convencí que en realidad te quería en serio. Estaba nervioso porque me encontraba con quien yo quería estar desde hacía mucho. Ante mi desconcierto te acercaste aún más. Frotaste tus pechos sobre el mío. Luego los pasaste por mis rodillas, por mi cadera, por mis ojos, por mi nariz, por mi frente y después por mis manos. Dejaste de moverte un poco y luego comenzaste a frotar tu pubis sobre uno de mis brazos. Me senté en el borde de la cama. Después dirigiste tu esplendido pubis hacia uno de mis muslos y te frotaste presionando demasiado. Gradualmente fuiste perdiendo pudor. Sin embargo, todo iba ocurriendo mesuradamente. No era un fuego rabioso. Tal vez fue un ardor intenso pero demasiado apacible. Tus dedos volvieron a trepar por mi espalda. Escalaron temerosos hasta llegar al cuello y después ambos nos pusimos en pie cuando esos dedos optaron por descender hasta el botón del pantalón. Ahí te detuviste un momento. No querías mirarme. Yo buscaba tu mirada con la mía. Rehuiste un poco. Mirabas hacía un costado. Te avergonzó desvelarme tu deseo. Tal vez te sentiste vulnerable al ser presa de unas ansias inconmensurables. Cuando quieres a alguien en verdad, estos asuntos se vuelven completamente problemáticos. Más tarde te rendiste al fin. No pudiste mantenerte dominada y desabotonaste mi pantalón. No resultó difícil despojarme de él. Por sí solo cayó al suelo justo cuando lo desabrochaste. Así quedé en calzones. Magro, fláccido y profundamente encantado. Me observaste con ternura, como si contemplases a un animal viejo y cansado; desganado pero con la fuerza suficiente para seguir andando. Te figuraste a un niño inquieto y entusiasmado detrás de esa fachada de viejo desinteresado y marchito. Ante la parcial desnudez de ambos al fin logramos reconocernos. El pudor y el miedo se alejaron. Te tomé del talle y te aproxime hacia mí una vez más. Seguías de pie. Yo ya me había sentado otra vez. Me sujeté del borde de tus pantalones y sin problemas aflojé el botón y bajé la cremallera. Los intenté retirar a tirones. Se atoraron en tus caderas. A pesar de ser muy delgada tenías unas caderas bastante acusadas. A pesar de todo lo conseguí. Te sentaste sobre mí de nuevo. Alcé tu rostro con una mano y relamí tu mentón, tu cuello y ambos pechos. Hacía espirales con la lengua en tus pechos. Sólo dejaba deslizar la punta por donde fuese. Luego te incorporaste una vez más, yo bajé y remarqué con saliva la circunferencia de tu ombligo. Decías que lo repitiese una y otra vez. Al fin habías descubierto con otro cuerpo lo que le gustaba que le hiciesen al tuyo. Por fin habías dejado el candor de una niña. Ahí dejaste asomar a esa intensa mujer que yo suponía encerrada dentro de ti misma. Luego dejaste que te tomase de nuevo entre mis brazos y observaste con asombro cómo enseguida fui agachándome, quitándote las bragas calmadamente. Enseguida tú hiciste exactamente lo mismo conmigo. Al fin estábamos al descubierto. Por primera vez quedamos de frente, desnudos. Me pediste que te tocara a discreción y te besara. Tus dedos largos y delgados aprendieron a identificarme. Tus nalgas pícaras dejaron de tensarse ante mi cuidadoso tacto. Te tomé de ellas mientras volvía a sentarme y te coloqué justo encima de mí otra vez. Con mis dedos le di una friega amorosa a tu espalda. Respondiste al estímulo estrujando mi brazo hasta querer hacerle un torniquete. Estabas muy exaltada. Me reprochabas porqué había tardado demasiado tiempo. Me recriminaste en susurros porqué había fingido ser un imbécil y no había decidido tocarte cuando tú te insinuabas. Yo te respondí que así sucede cuando en verdad quieres a alguien: el deseo sexual sucumbe ante el auténtico DESEO por el otro. Te reíste entonces y respondiste que sólo era miedo. Te dije que tal vez era cierto. Me pediste que me hundiera en ti y así fue; nos hicimos uno. Nos hicimos humo.
― ¿Y eso fue lo que sucedió?
― No hay razón para engañarte.
― Ya veo.
―Sí, eso soñé contigo.
― ¿Crees que a todo el mundo le ocurra?
― ¿Acaso a ti no te ha sucedido?
―La verdad es que a mí también me ha sucedido lo mismo.
―Claro, normalmente sueñas de esa forma a quien extrañas, a quien deseas o a quien amas en verdad.
― ¿Lo crees?
―Te lo garantizo.
―Oh.
―Ven,acércate.