jueves, 15 de diciembre de 2011

¿Qué me recomiendas?


Tenía dieciséis años la primera vez que compré piedra con mi amico Gustavo. Esa noche estábamos sentados sobre el techo de la lechería de la cascada, chupando. En cierto momento se acercó y me dijo a bocajarro:
¬ —Párate, güey. Amos por el viaje. Necesito cortarme la peda. Ya me siento mal.
—Llevamos día y medio. No es para tanto. Bueno, si es así, duérmete entonces.
—No mames. Necesito fifí. Me hace falta una buena boteada.
—¿Y dónde piensas armarla?
—Vamos a barrio. Armamos unos cinco papeles y nos regresamos en corto.
Me lo pensé un momento. Barrionorte colinda con Capula y Jalalpa; zonas de mala fama.
Entonces escondí al tonayan debajo de la cisterna, bajé y metí los vasos desechables entre los arbustos, guardé unos tabacos dentro de un hoyo, cerca de la reja, me sacudí las nalgas polvosas, amarré las agujetas de mis tenis y metí las manos en la chamarra. Miré el rostro de Gustavo. Tenía las cejas arqueadas. Nos pusimos en marcha. Caminamos unas tres cuadras. Cuando llegamos a la calle Rosa blanca subimos. Al cruzar la avenida alta tensión, avanzamos hasta llegar a los bigos tacos. Unas calles más adelante descendimos por la nueve hasta buscar la avenida Padre Hidalgo. Debíamos topar con el famosísimo árbol.
Casi al final del trayecto me di cuenta que el camino había sido más tranquilo de lo normal: Un taxista madreó a un despachador en una gasolinera. Al parecer, le había dado litros de 750 mililitros. Una pandilla de perros se puteó entre sí, dejándose el lomo y las orejas bien peladas. Los travestis que se ponen todas las noches cerca del bazar las rosas silbaron y gritaron en cuanto nos vieron. El alboroto duró hasta que los perdimos de vista. Como dije, todo fue más tranquilo de lo normal. No hubo asaltos a mano armada, chiquillas lloriqueando a esas horas sobre la avenida porque sus jefes las habían corrido al quedar embarazas sin siquiera terminar la secundaria; ningún vejete muerto sobre la avenida por no ser precavido a la hora de cruzar; Chevis estampados en las puertas del seven; policías asustados, sin pistola y pantalones pidiendo apoyo desde un teléfono público… cosas de siempre.
Al llegar al árbol nos apostamos ahí y esperamos unos minutos. Las casas asimétricas, con fachadas viejas, pintarrajeadas y sin aplanado, le daban un aspecto siniestro a la zona. Las esquinas estaban pobladas de bolitas. Chupaban en silencio, mirando retadoramente a cualquiera que pasaba por ahí. Algo después un par de tráilers pasaron frente a nosotros. Uno de ellos se estacionó en la cuadra contigua. Apenas estacionado, el chofer y el copiloto se bajaron apresqrados y abrieron las puertas de la caja. Varios niños salieron de todos lados. Muchos de ellos andaban en bermudas a esas horas. Tenían los tobillos polvorosos y sus rostros estaban pringosos por una mezcla de tierra y caramelo. Todos se reunieron en torno al chofer. El viejo les explicó algo breve y enseguida los niños empezaron a descargar del interior de la caja televisiones, dvds, minicomponentes y otros aparatos electrónicos. Corrieron a toda prisa, perdiéndose de vista entre las calles.
—Lo hacen por el pedo legal— dijo Gustavo antes de llevarse a la boca un delicado.
—¿Lo de los niños? —pregunté.
—Es más fácil librar a un niño de cualquier problema legal. La cosa es distinta comparada con un adulto. Los niños van al tutelar unos meses. Los rucos se van enseguida al tanque. Es una buena precaución.
—¿Oye, y porqué esperamos aquí?
—Es la cuarta vez que vengo por aquí. Tenemos que esperar a un cuate que siempre viene, nunca falla. No podemos conectar solos. Saldríamos robados y bien madreados luego luego.
Esperamos alrededor de quince minutos. Algo después escuchamos a lo lejos unos pasos frenéticos. Una silueta amorfa iba cobrando nitidez a medida que se acercaba a nosotros. Era Renato, el cuate de Gustavo. Renato se detuvo a un par de metros y le hizo señas a Gus para que lo siguiéramos. Ya caminando entre esas calles angostas y terrosas, nos pidió disculpas. Dijo que se había retrasado porque unos puercos lo habían perseguido por más de una hora. Llevaba consigo varias pastillas envueltas en una bolsa del güaltmart y un paquete de medio kilo de mota dentro de un pequeño morral de hippie.
Nos detuvimos en lo que parecía una pequeña tiendita. Renato le dijo a Gustavo que lo acompañara. Yo esperé en la esquina. Sobre la fachada de la tiendita había alrededor de una docena de vatos recargados, todos alineados. Unos estaban de pie y otros hincados. Desde donde yo estaba se oia la fricción constante de los encendedores.
Pasaron quince minutos y Gustavo y Renato no `aban señas. Empecé a preocuparme. Así que decidí acercarme. Cuando me detuve cerca de la ventana, uno de los tipos reclinados en la fachada quiso alcanzarme una lata de aluminio sin decirme nada. Le hice señas de agradecimiento y me aproximé un poco más. El marco de metal estaba mu estropeado por el oxido y el descuido. Le hacía falta un vidrio. Pude ver el interior perfectamente. Dentro de ese cuarto también había vario tipos con porros y latas en las manos. Una nube de humo denso se acumulaba en su interior, impidiendo observar con claridad más al fondo. De repente un sujeto con un rostro estropeado, de gestos angustiosos, pasó a mi lado dándome un fuerte empujón. No le dije nada. Parecía como si estuviese al borde del colapso. En cuanto vio que nadie se acercaba a la ventana se metió a aquella casa por la puerta de al lado que estaba abierta. Al cabo de unos instantes dos tipos enormes y recios lo sacaron a punta de putazos. Aquel tipo rompía en llanto de una forma muy extraña. Su lloriqueo se mezclaba con pequeño tintes de risa y ansiedad. Miró cada uno de los que estaban recargados en la fachada y les pidió unas cuantas fumadas. Algunos se negaron y otros le compartieron un poco. Aún así, sus ansias tremendas no se habían apaciguado. Entonces se acercó a uno de los grandulones que se había quedado junto a la ventana y le dijo:
—Va güey, no hay pedo. La neta no tengo billete. Pero les propongo algo: dejo que me de unos putazos por dos papeles. Dejo que me acomoden una verguiza a cambio de dos papeles.
El monigote ese se quedó inmóvil tras escuchar la proposición. Algo después entró en aquella casucha y sacó dos papelillos envueltos en estraza que le alcanzó al tipo nervioso.
—Cuando te acabe los papeles te acercas —le dijo la mole—. Si te pelas te irá peor.
En ese momento Gustavo y Renato salieron de aquella casa.
—¿Nos colgamos? — me preguntó Gustavo —. Es que este güey andaba cambiando unos ajos por no sé qué mamada.
—Hi-dro-po-ni-ca —pronunció Renato—, hidropónica, pinche gus.
—Bueno, vamos a darle unos jales a esta madre —dijo Gustavo al tiempo que sacaba de su chamarra un pequeño bulto en celofán.
—Cámara —respondió Renato.
Renato sacó de su bolsillo un refresco de lata, lo abrió y desprendió el arillo. Le dio un sorbo corto y me lo alcanzó.
—Toma, chíngatelo en corto —dijo impaciente.
Me lo bebí de dos tragos. Luego he regresé la lata vacía. Entonces Renato sacó un pequeño alfiler del bolsillo de su camiseta y empezó a hacer varios orificios en el centro de la lata, simulando una pequeña coladera. Después la aplastó un poco y en la parte superior hizo dos hoyos más amplios a los costados. Tras revisar la lata encendió un tabaco, dándole tremendos jalones y al final depositó la ceniza justo en al centro de la lata, sobre los pequeños orificios. Inmediatamente sacó uno de esos papelitos de celofán. En su interior había unos pequeños puntos blancos. Parecía residuo de talco, cal o harina.
—¿Cuánto vale esa madre? —le pregunté.
—Treintaicinco varos —respondió.
No podía creerlo. Gastaba demasiado dinero por una suave brizna de polvo depositada en una pequeña envoltura de celofán. Así es el ser humano: desfallece todo el tiempo sólo por la obtención de una morona; como el amor.
Tras mirar alrededor, depositó esas pequeñas moronas blancas sobre la ceniza de la lata. Sacó el encendedor y acercó la flama a la mezcla. La lata comenzó a despedir un aroma a tabaco, aluminio y al parecer aceite. Renato tapó los orificios con el índice y el pulgar. Aspiró. Después de despedir una delgada bocanada de humo le pasó la lata a Gustavo, que hizo lo mismo. Se turnaron unas cinco veces. Después sacaron otro papel y repitieron la acción. Fumaban uno tras otro sin detenerse. Conté los papeles de su morral. Restaban dieciocho.
Justo en el décimo papel el vato frenético se acercó a nosotros pidiendo una fumada. Sus ojos saltones reflejaban autentica desesperación. Además miraba el suelo compulsivamente. Trataba de encontrar algo.
—Pobre güey —dijo Renato—. Tiene el mal del pollo.
Gustavo le aproximó la lata sin contemplaciones. Antes de que el chico le diese el primer jalón escuchamos un grito.
—Ni le vayas a fumar, culero ‐gritó el grandulón desde la puerta—. Es hora de que pagues.
—El chico nos miró resignado, puso la lata en las manos de Gustavo y se dirigió hacia el mastodonte. Nos pusimos a la expectativa.
El otro monigote que también se había encargado de sacarlo tiempo antes, salió y se unió al asunto. El primero cogió por las greñas a aquel morro nervioso y le sorrajó unos bofetones tremendos. Su rostro se sacudió frenéticamente de un lado a otro. Los labios se le hincharon al instante. Un hilo de saliva mezclado con sangre descendió de una de las comisuras de su boca. El otro monigote pidió su turno. Entonces aquel gordo grotesco cogió de las greñas al vato lánguido y le atizó unos veloces puñetazos en el rostro. Sus pómulos y mejillas se inflamaron enseguida. En ningún momento manifestó dolor. Permaneció en silencio en plena putiza. De pronto lo dejaron postrado en el suelo más o menos un minuto. Pero luego comenzaron a patearlo juntos. Los patadones sonaban demasiado seco. Parecía como si estuviesen pateando un costal de arena muy pesado. A pesar de eso, el chico no manifestó alguna expresión de dolor. Sólo balbuceaba la súplica por otro papel. Minutos después, las ballenas cesaron de patearlo y lo dejaron desparramado en el suelo. Entonces el morro hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaron y se llevó las manos a los pantalones. De modo trabajoso logró bajárselos justo a las rodillas. Regurgitó un cuajo de sangre que le impedía hablar con claridad y gritó:
—Otro papel, no sean ojetes, otro papel. Ahora dejo que me cojan por un papel. Unas metidas por un papel, venga.
Algunos de los que estaban sobre la fachada se rieron. Otros hicieron caso omiso al asunto. Gustavo y Renato continuaron con el onceavo papel. Me quedé en silencio unos cuantos segundos y luego saqué un papel del morral de Renato y me acerqué al morro, dejándoselo a un costado. Cuando regresé junto a Renato, la luz de una torreta iluminaba la fachada. Dos policías bajaron de la patrulla que se había estacionado enfrente. Los puercos tenían un aire tranquilo y arrogante. Miré un costado del vehículo y me percaté que la unidad correspondía a otra delegación. Nadie se alarmó. Todo el mundo permaneció en su sitio.
—No te saques de onda — me dijo Renato—. Los puercos también vienen para armar material.
Los puercos salieron al cabo de quince minutos. Le pedí la lata a Gustavo.
Cuando le di el primer jalón un sabor metálico envolvió mi lengua y paladar. Teres jalones más tarde le pasé el bote a Renato.
—No sentí ni madres —dije.
—Es porque debes meterme unos cuantos para comenzar con el paniqueo —dijo Gustavo.
Miré la lata una vez más. Me pareció absurdo. Recordé el pomo oculto bajo la cisterna de la lechería. Aguardé a que terminasen con lo suyo.
Algo después una chica con aspecto de rockera urbana salió de la nada y se acercó a la ventana. La mayoría comenzó a gritar Lorena.
—Esa siempre renta su culo por una piedra, ahora verás —dijo Renato.
Minutos después la chica subió a un Pacer viejo estacionado en la esquina. Dos tipos que estaban dentro de la casa la alcanzaron. El auto demostró por más de media hora que aún tenía buena suspensión.
Al acabarse todos los papeles, Gustavo y Renato entraron a la casa de nuevo por unos cuantos más. Cuando salieron nos marchamos rumbo a la lechería otra vez.
Justo al torcer la cuadra, una patrulla que sí correspondía a la zona encendió la torreta y por la radio exigió que nos detuviéramos. Ninguno lo pensó demasiado. Cada uno corrió en direcciones distintas. Atravesé varias calles en sentido contrario. Ie detuve en una iglesia del Olirar del Conde para recobrar un poco el aliento y continué a toda prisa hasta llegar a Alfonso XIII. Cerca de la iglesia del monte Carmelo me acerqué a una coladera y arrojé los papeles que me había repartido Renato. Al final de la cuadra me topé a uno cuantos amigos. Le dí un buen buche a la botella que me ofrecieron y tras despedirme, retomé el camino hacia la lechería.
De lejos noté que otros amigos ya estaban sobre el techo de la lechería. Gustavo ya había llegado.
—Se puso denso el asunto —me dijo Gustavo al tiempo que me ofrecía un delicado.
—Es mucho desmadre por esa mierda.
—Pues qué quieres güey, es el vicio.
Palpé debajo de la cisterna hasta encontrar el pomo. Efraín subió con los vasos y los tabacos. Serví unos seis vasos. Justo antas de dar el primer sorbo mi amico Edgar se acercó y me preguntó:
—¿Oye güey, qué me recomiendas?
—¿Para qué?
—Para alivianarme de esta peda. Me siento bien malito.
Miré a Gustavo. Tenía el rostro reseco, con el semblante más estropeado que había visto mi vida, con los ojos inyectados de sangre, inquieto, tembloroso. Recordé lo de hacía un rato. Me lo pensé un momento y luego respondí:
—Ve a dormir.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Como un día cualquiera.



Como un día cualquiera.
Ediciones El Under. 2012.

sábado, 26 de noviembre de 2011

101 cosas estupendas.


Son las 11 am; me levanté tarde de nuevo (1). Todo por desvelarme al hablar por teléfono varias horas (2). Aún no puedo acostumbrarme al chat (3).El clima es extraño, hace mucho frío (4); la noche anterior fue bien calurosa. Me tallo los ojos y busco el control de la tele debajo de la cama. Sólo encuentro un pinche libro (5). Me rasco los huevos (6) mientras lo ojeo un poco. Ya casi lo termino.
Los vidrios de mi ventana están bien empañados (7). Mientras yo sigo entusado en las cobijas, millones de personas andan como locas por las calles rumbo a su trabajo (8). Me levanto y voy en calzones hacia la cocina (9). Probablemente encuentre algo en el refri. Los tacos (10) de anoche aún me saben en el paladar.
Abro la puerta y veo que sólo hay jugos, queso y jamón. Tendré que hacerme unos molletes (11) o unas sincronizadas (12).
Mi reloj biológico es preciso (13). Todos los días, a las 10:30 entro al baño a cagar. Después de lavarme las manos enciendo el estéreo y conecto el ipod. Mis vecinos no soportan que ponga música a todo volumen desde temprano (14). De cualquier forma, nunca hago caso a sus reclamos. En general, no presto mucha importancia a cosas así (15).
Vuelvo a la cocina y me decido por las sincronizadas. Me doy cuenta que aún sigo con la pinga bien alzada (16). Lo malo es que eso no sucede en los momentos adecuados. Apago la estufa y me voy a la mesa. Múm (17) sigue sonando a todo volumen (18). El gato baja de la Azotea, juega con mi agujeta unos instantes y se larga corriendo como desquiciado (19). Recuerdo que veces las personas también son tan espontaneas como los animales (20). De pronto suena la corneta del camión de la basura. En la fila me encuentro a la mayoría de mis vecinos. Todos sienten pena por salir despeinados y fodongos (21). Al regresar apago el estéreo y enciendo la tele. Le pongo a las caricaturas (22). Ya casi llego a los treinta y aún hay cosas que siguen atrayéndome como si aún tuviese once (23). Una hora más tarde enciendo el estéreo de nuevo y me acerco al librero (24). Tomo un libro al azar (25) y me pongo a ojearlo. Cada vez que identifico un personaje, lo relaciono con alguien de mi vida cotidiana (26). Por razones extrañas (27) casi siempre elijo alguno de John Fante (28). Ese viejo carita de dogo escribió muy sencillo; sin pretensiones, sin estética absurda. Aún existen libros que son escritos para que cualquiera pueda leerlos (29).
Después de un rato dejo el libro y pongo una película (30). He visto bastantes, sin embargo, cuando me preguntan respondo que casi no lo hago (31). De hecho, siempre me hago el loco y digo que no tengo idea respecto a muchas cosas (32). Pero en cuanto me preguntan si tengo tal libro, disco o peli, termino dándoselos sin remordimiento (33). Siempre presto mis cosas (34). Respecto a la peli, Wong Kar Wai (35) es un director muy peculiar. La fotografía (36) de sus filmes hace ver todo impresionante. Por algunos artistas el mundo parece más vivo (37). «In the mood for love» (38) es su peli más conmovedora.
Al terminar la peli salgo a la tienda. Últimamente compro todos los días una paleta tupsi (39). A veces me permito endulzar la vida de una u otra forma (40). Cuando regreso, cojo un sueter y salgo a la calle (41). Mientras miro el camino por la ventanilla del pesero (42), escucho la mayoría de las conversaciones entre las personas que me rodean (43). Muchas son extraordinarias.
Casi siempre miro sin disimulo a las mujeres en el trasporte (44). Algunas te lanzan miradas coquetas aunque van acompañadas (45). Otras ni te pelan. Y algunas hasta te reclaman (46). A veces me pongo a pensar lo que piensan en ese momento (47). Durante otras tantas me imagino lo que yo quisiera que pensaran o dijesen en ese instante (48). En el trayecto se sube un amigo. Siempre me encuentro a personas conocidas en los sitios más insospechados (49). A veces pienso que mi estilo de vida anterior no sólo dejó consecuencias negativas (50). Hablamos de los viejos tiempos y de los viejos amores (51). Siempre que lo hago me invade una suave nostalgia (52). Luego mi amigo se pone a hablar en voz alta bastantes guarradas (53). La gente se escandaliza (54). Algunas chicas sonríen por la forma tan graciosa en que las cuenta (55). Me doy cuenta de que las lecturas extensas no logran modificar del todo los hábitos faltosos (56). Al llegar al metro nos despedimos. Cada uno toma rumbos distintos (57). Entonces me pongo a observar a la gente en el metro. Hay muchas personas fuera de sus casas (58). Todavía quedan personas que casi no usan el internet (59). Después me froto la barba (60) mientras pienso lo que haré más tarde (61). Cuando logro salir del metro me pongo a caminar por el eje central. Al llegar a la torre latino me detengo. Me la paso mirando a las chicas que pasan en bicicleta un buen rato (62). Poco después me descuelgo a los libros de viejo (63). Más tarde camino por madero y me cotorreo a alguna que otra morrilla que pasa por ahí (64). Algunas chicas sonríen (65). A otras ni las pelo aunque estén al punto. Me gusta mostrarme indiferente a las mamonas (66). Con los güeyes es distinto. Soy intolerante con los intolerables y pretencioso con los pretenciosos (66). Siempre intento desenmascarar la arrogancia ilusa (67).
Luego retorno al eje y me entuzo en la librería del fondo. Mientras reviso el estante de sociología, cacho a una morra viéndome. Algunas mujeres no logran engañarte aunque disimulen muy bien (68). De repente me dan ganas de mear; voy al samborns de Madero. Jamás he comprado algo en sitios así (69). Sigo pensando que lugares de ese estilo sólo sirven para orinar gratis (70).
De regreso al metro me brinco los torniquetes (71). El poli andaba pendejeando. Me sentí como en la película de los guerreros (72). Si te las ingenias, el transporte público te sale gratis en cualquier parte (73). En el vagón escucho el disco que va ofreciendo el vendedor y me pongo a recordar el artista y el título de las canciones (74). A la salida del metro me encuentro a otra vieja amiga. Enseguida me da un abrazo intenso; de esos que aunque te peguen todo el cuerpo nunca son sexosos (75). La observo y defino que es de esas viejas que se ponen re nalgonas con el tiempo (76). Después de despedirnos me pongo a caminar debajo de la banqueta (77). Me despierta mucha adrenalina sentir a los coches rozándome el costado (78). Algunos borrachos que se encuentran en los parques que atravieso, me saludan bien contentos (79). Al igual que otras personas, seguramente siguen pensando que soy uno de ellos (80). O más bien, finjo que ya no lo soy (81).
Al llegar a casa me quito los zapatos y ando en calcetines (82). Al cabo de un rato enciendo la compu y enseguida comienzan a escribirme unos amigos. La mayoría de las chicas con las que charlo me cuentan con detalle sus intimidades (83). De pronto suena el timbre. Me pongo los tenis y salgo a abrir. Algunos amigos aún vienen a buscarme (84). Me invitan al billar. Nunca me ha gustado, pero al final accedo. El chiste en el asunto es estar con los amigos (85). Entonces no pienso tanto como siempre (82) y salgo vuelto madres. Aunque no sepa ni madres de eso, voy entusiasmado. Soy de esa clase de personas que aprende las cosas muy rápido (86). Durante la segunda ronda me preguntan que a quién ando manejándome recientemente (87). La mayoría de las personas que conozco, piensan que ando con ruca, pegada como lapa todo el tiempo (88). Les digo que con nadie y no me lo creen (89). Aún hay gente que en verdad intenta llevar una vida convencional hoy en día (90).
La noche se acerca. Mis amigos parecen contentos (91). Enciendo el ipod y me ensimismo por la música un rato (92). De repente, me doy cuenta que a las afueras del billar hay unos chavillos con patineta (93). Recuerdo las corretizas de los puercos, los ligues inesperados, y las travesías con esa madre por toda la ciudad. Entonces entiendo que si fuese niño de nuevo, volvería desperdiciar mi vida exactamente como lo hice (94). Luego, uno de mis amigos conecta unas morrillas de la mesa del fondo. Iban borrachas. Las chicas hablaban muy cerca, con aliento a chupe (95).

Un par de horas más tarde, me acuesto en el suelo (96) de la sala a ver unos videos musicales (97). Al cabo de una hora vuelvo a encender la compu y me pongo a escribir sin intentar hacerlo excelente, sólo digerible (98). Entonces le doy gracias a John Waters (99) por la inspiración para este relato y le miento su madre a la estrafalaria de Alejandra Maldonado por haberse adelantado a hacer uno parecido.
Al final, mientras escribo, recuerdo lo único rescatable del viejo Borges. Fue durante una entrevista con Serrano. En ella declaró que cuando el escritor joven no tiene nada qué decir, lo oculta en un lenguaje barroco. Dijo que las palabras que pertenecen al idioma oral son las que tienen mayor eficacia (100). También recordé que hay que vivir para contar algo. No hay otra manera.
Por eso cuento lo que vivo, de forma sencilla. Tal vez por eso ustedes están de morbosos en este instante, en silencio, leyendo esto, clandestinamente, poniéndolos a pensar; quizás cumpliendo su cometido (101).

sábado, 19 de noviembre de 2011

Jipsters.



Jipsters.

Estaba a punto de dar el último mordisco a un taco cuando sonó el timbre y salí. Mi amigo Emiliano venía acompañado por dos tipos que yo no conocía. Uno tenía barba abundante pero liñada; gafas con montura de pasta y llevaba encima de la cabeza un sombrero como de pachuco. El otro vestía camisa a cuadros, tejanos estrechos y unas botas inglesas de un morado demasiado vistoso. Extraños, bastante extraños.
—Cierra tu casa —me dijo Emiliano—, vamos a dar el rol.
Miré desconcertado a los dos tipos. Me lo pensé un momento. Pregunté a Emiliano a dónde.
—A una buena cantina.
Regresé, metí el resto de los tacos al refrigerador, me puse una sudadera y cerré la puerta.
Justo antes de hacer la parada a un pesero sobre la avenida, Emiliano me enseñó un auto reciente estacionado en la esquina. El tipo de las botas chillonas abrió las puertas con un pequeño control y se puso al volante. Yo pedí sentarme junto a una ventana.
Durante el camino escuché que hablaban sobre literatura. No presté demasiada atención. Me concentré en sólo mirar el panorama. La ciudad es bastante caótica por las tardes. Observé bastantes franeleros, mensajeros apurados, señoras viejas y obesas con las bolsas del mandado, conductores neuróticos, teporochos junto a vinaterías y adolescentes con el uniforme de la secundaria. Nunca despegué el rostro de la ventanilla.

Caímos en un lugar demasiado extravagante. Su interior era minimalista pero con cierta elegancia.
Estaba repleto de gente estrafalaria. Su aspecto era aparentemente descuidado. Pero en cuanto te acercabas, no tabas las etiquetas de esa ropa cara adquirida en tiendas departamentales.
Pedí un jugo de manzana. El sujeto del sombrero me preguntó desconcertado por qué no pedía cerveza. Respondí que ya no podía. Los demás pidieron cerveza. Hablaron un par de horas sobre el mismo tema del coche. Citaban escritores en apariencia escandalosos o poco conocidos en estos lares. Se jactaban continuamente de poseer ejemplares de todos ellos prácticamente inconseguibles. Parloteaban sobre lo bueno del escándalo en la literatura. Era lo mismo de siempre. Como otros tantos, ellos habían caído en el más grande embuste. Creían que escribir cosas decadentes suponía gran placer. Nunca lo habían contemplado como una forma de denuncia. Estaban absurdamente convencidos de que se escribe por placer y no por necesidad.
Pedí otro jugo y seguí escuchando. No daban tregua a nada. Eran arremetedores, críticos, cínicos; tanto como el saldo disponible en sus tarjetas de crédito. Se suponían desvergonzados, provocadores.
El de barba prominente se acercó un poco y me preguntó si me atraía la literatura. Repondí que un poco. Siguieron dando rienda suelta a su lengua. Después se la pasaron despotricando contra los clásicos. Lo más seguro es que aún los disfrutan durante lecturas nocturnas, pensé. Pedí un jugo más. El de las botas chillonas me ofreció un tabaco y yo lo rechacé. Me miró un poco resentido. Emiliano no podía suprimir la risa.
A mitad de la discusión pregunté el nombre del sitio. “El vulgar”, respondió el tipo de la barba tupida. Fue repugnante escucharlo. Entendí que ahora lo popular es visto con gracia. La pobreza y la desdicha ahora son contempladas como una especie de atracciones de zoológico. Todo el mundo quiere estar cerca pero no dentro de ellas. Han encontrado un nuevo entretenimiento, pensé.
Eché otro vistazo al sitio. Había mujeres tan hermosas y altas, tan altas ...; mucho más que mis propias aspiraciones personales hacia ellas. Nadie parecía del barrio. Emiliano y los otros continuaron con la conversación acalorada. Más tarde volvieron a citar a esos escritoras sucios. Yo pensé que leer cosas sucias no implicaba poder escribir cosas sucias. Todo debía comenzar por distinguir qué es sucio en realidad. Poco más tarde aseguraban conocer las calles. Yo miraba esas lindas mesas con sombrillas enormes y encantadoras; a la gente excesivamente agraciada que pasaba por el andador de esa calle procurada; las lindas terrazas de los departamentos en los edificos aledaños, a los niños saludables y engreídos que paseaban por ahí a sus perros de razas muy extrañas, y me pregunté: ¿De qué demonios hablan? Noté que por su forma de hablar causaban sensación en algunas chicas de las mesas contiguas. Ambos fingían que no lo notaban.
—Ya nadie quiere contar historias —pensé—, sólo desean un poco de atención.
De pronto el tipo de la barba sacó de un folder unas cuantas hojas y las deslizó sobre la mesa hacia su amigo. Lo miró y las señaló muy emocionado. Su amigo las cogió y las ordenó. Comenzó a leerlas en voz alta. A medida que escuchaba, no encontraba nada de escandaloso en el relato. Contaba la historia del desamor de un vendedor de bienes raíces desempleado. No entendí qué tendría de escandaloso un personaje qe sería una persona de prestigio para otras personas en otros sitios. Para Pedro el de la verdulería, o para Nacho, el del puesto de periódicos, no sería un personaje desdichado. Entendí que la trama planteaba una indiferencia ante todo. Terminaron la lectura sonriendo. Volví la vista a esos dos que prosiguieron alardeando. Pidieron una botella de ginebra que pagaron con el plástico del banco. Sus vidas diferían bastante de aquel texto. Poco más tarde contaron que pertenecían a una editorial presuntamente independiente. Recordé esas veces en las que el amigo del amigo publica al amigo. No dije nada. Pedí otro jugo de manzana y fui al baño.
Cuando regresé, escuché que se declaraban molestos y distantes de la política en el país. Desaprobaban la rapiña de los políticos pero la asumían como algo irremediable. Estaban a la moda: ser políticamente incorrectos. Pregonaban que aborrecían el mundo de la política. Después escuché que el padre de uno de ellos dirigía una secretaría de cultura. De ella había obtenido su beca de creación literaria. Llevaban un estilo de vida tan excesivo y complaciente como el de esos políticos; gracias a la estructura de poder montada por esos políticos.
El tipo de los lentes volvió a insistir que pidiese una cerveza. Alzaban sus enormes tarros que valían el doble que en una tienda cualquiera. Recordé cuando por las noches chupaba un reyes por menos de la mitad de la cantidad que estaban pagando. Siempre lo hacía fuera de la casa de Miguel. Dejábamos la puerta abierta por si caía la patrulla. Rechacé la cerveza. Una gastritis tratada en el Doctor Simi te obliga a cambiar los hábitos. Pedí otro jugo de manzana. Cierto tiempo después volvieron a su actitud esnobista. Poco más tarde declararon de nuevo que las calles eran asombrosas. Eran como ese tipo de personas que admiran la foto de un indígena en la Nashonal Geografic. Admiraban la miseria y la violencia como si fuese algo sorprendente. Lo único sorprendente en esos casos es la sobrevivencia. Luego volvieron a leer otro relato. Había demasiadas partes sobre sexo. Habían hecho pornografía excesiva. Parecía que el sexo en la trama era un pleno jugueteo masoquista. No lo consideraban como una reacción desesperada. Bebí medio vaso de jugo de un tirón. Comprendí que el relato se desarrollaba en otro país. Ninguno de mis amigos había viajado a otro sitio. Ni siquiera yo. Era crítico. Para algunos la pobreza equivale a tener un auto que no circule una vez a la semana. Algunos nos sentimos menos miserables por brincarnos el torniquete del metro para ahorrarnos un viaje. Lo que escribían no correspondía en nada con los personajes, escenarios o tramas de esos escritores que ellos habían tomado en apariencia como influencias directas.
Más tarde algunas chicas se acercaron a la mesa y pegaron sus caderas a esos tipos bien parecidos. Ellos empezaron a hablar con mayor seguridad y énfasis. Su cháchara era insulsa y disparatada. Parecía que ambos sólo habían leido un centenar de libros. Leyeron un último relato. Su trama era aún más sosa que las anteriores. En ella se mezclaban drogas de diseño carísimas, excesos sexuales dentro de apartamentos en colonias opulentas o viajes aburridos a otros países. Fue detestable. Las chicas escuchaban expectantes. Entonces el barbón comenzó a dar la perspectiva de su propia vida. Se enorgullecía de ser vegetariano y portar unas botas carentes de cualquier corte vacuno. Recordé lo caro que resulta comer vegetales hoy en día; mucho más que la carne. Les contaban a las chicas que practicaban una vida muy austera. Yo salí del sitio un momento y miré hacia la esquina. Su auto flamante aún seguía estacionado. Cuando tomé mi lugar de nuevo, todos tomaban una segunda botella de ginebra. El de las botas contaba cómo se había hecho vegetariano. Pensé que algunas personas tienen como dilema existencial comer ternera o alcachofas y otras sencillamente lograr comer o colgarse en el baño con las medias roídas de mamá. Otro rato más tarde declararon ser agnósticos. Presumiblemente eran acérrimos anti-religiosos. No se daban cuenta de su Dios consumismo y su Dios vanidad. Estaban perdidos. Me harté. Media hora más tarde me despedí de todos y regresé a casa en metro.
Al llegar saqué los tacos restantes del refrigerador, los calenté en un sartén, me los comí y salí a la calle.
Encontré a Zurama y Yonatan. Estaban en la esquina, junto a la tiendita; pero no tenían chelas.
—¿Y ahora? ¿Porqué tan agüitados? —pregunté.
Pues andamos sacados de onda —dijo Yonatan —. Su tío de Zurama quiso tocarle las piernas hace rato. Lo intentó a la fuerza. Le contó a su mamá y ella le dijo que eso le pasaba por buscona. Y respecto a mí, mejor ni te cuento, me va a ir como en feria. Vi los resultados en el periódico. No pude ingresar de nuevo a la universidad. Voy a tener que ponerme a chambear de ruletero. Lo bueno es que tú ya terminaste tu carrera, Ale.
—Ni te creas —respondí —, eso no garantiza nada. ¿Y tú, Zu, cómo te sientes? Es la tercera vez que lo intenta el güey.
—Pues ya mejor. Pero la neta no quiero llegar a mi casa. Lo bueno es puedo quedarme en casa de Adriana cuando yo quiera.
Bueno —respondí—. Y por cierto, ¿no han visto a Sergio?
—Uy, ni preguntes —dijo Yonatan—, anda bien siscado en su casa. Le pasó algo bien cagado. Mejor que él te cuente. De todas formas sé que tarde o temprano lo vas a contar en un relato.
—Puede que sí —respondí.
—Bueno, ya nos vamos —dijo Yonatan—, voy a acompañar a Zu, a casa de Adriana. A ver si nos encontramos al rato. Yo también quiero contarte unas madres. Últimamente han pasado unas cosas bien gachas en el barrio. Te las has perdido. Todo por andar en otros lados.
—Órale —respondí.
Después regresé a mi casa, me fui a la mesa y encendí el radio. Los gritos de mis vecinos se escuchaban más alto que la música. También se escuchaba cómo se estrellaban varias cosas en los muros. Seguramente cada uno me contaría su versión más tarde. El gato ya no tenía croquetas. Sonó el teléfono. Contesté.
—¿Bueno?
—¿Qué pedo, pendejo? Soy Emiliano. Estuvo cagado el asunto de hoy, ¿no lo crees? Esos güeyes eran la pura pose. Lo más ogete es que se fueron con las morras. Ni pedo, regresamos en ceros.
—Eso es lo único que les interesaba en realidad. Últimamente he visto a muchos chiquillos con ese estilo y actitudes.
—Jipsters, güey, se les dice Jipsters.
—¿Ah sí? Ahora sé qué otro tipo de personas debo evitar. Supongo que debo agradecértelo.
—Pues sí we, para eso sirven los amigos. Para poner al tanto a las pinches momias como tú. Será mejor que ya salgas de nuevo. Aunque sea a que te dé el aire.
—Lo sé. Ya cambiaré de nuevo.
—Bueno, ya me voy. Te paso a buscar después. Cuídate, carnal.
—Sobres, nos topamos luego.
Colgué.
Pensé en Surama y Yonatan. También en Sergio. Había muchas cosas cerca, para contar aún. No tenía porqué buscarlas en otros sitios. Todo estaba ahí, junto a mí, listo para contarse; sin producir placer.
Sólo porque debe hacerse.

martes, 25 de octubre de 2011

Un heroe

El tío Fede bebía normalmente todo el día. Cuando no lo hacía, veía la lucha libre o el futbol soccer. Tenía un pequeño televisor en blanco y negro con un audio insoportable. Por el barrio corría el rumor de que era un jugador excepcional. Tanto como para aspirar a un nivel profesional. Jamás lo vi jugar un partido sobrio. Tampoco tener un empleo. Siempre se metía en constantes líos. A pesar de eso, era muy estimado por las personas. No conoció a su madre. Sin embargo, siempre era muy dulce en los momentos oportunos. Era compartido con lo poco que tenía. Solidario. También poseía una determinación y paciencia en las pocas cosas que le interesaban de verdad. Eso se observa en pocas personas. Recuerdo muy bien la primera vez que encontré a al tio con una mujer. Hacía dos años que su hermano Jorge había muerto desangrado mientras cagaba en el baño de un anexo para alcohólicos. A partir de entonces, el cuarto de su hermano fue destinado al tío Fede. Por un tiempo cesaron las visitas de los amigos que también se embriagaban en ese cuarto. Desafortunadamente todo volvió a ser como antes. Yo aún cursaba la prepa . Un viernes por la noche tardé más de la cuenta en regresar a casa. Tenía la costumbre de juntarme con unos amigos a la salida. A veces nos dirigíamos a las gorditas del mercado de Mixcoac, a un costado del metro y el paradero de autobuses. Me gustaba estar a esas horas sobre avenida revolución. A esas horas se tornaba muy ruidosa y repleta de automóviles. Las personas salían y entraban al metro en grandes contingentes, y otras tantas subían y bajaban del colectivo. Nunca me gastaba todo el dinero, siempre guardaba algo para la noche. Por lo regular compraba un par acompañadas con una incipiente agua de horchata. Siempre consumía despacio para que todo durase el trayecto de regreso. Esa noche permanecimos más de lo acostumbrado. Justo antes de abrir la puerta de mi casa me encontré a los amigos del barrio. Hablamos un poco, saqué la llave y nos fuimos al parque. Dejé mi mochila debajo de un columpio y le pedí a Enrique un delicado. Le dí las respectivas tres caladas y después sorbí un trago de cerveza que Esteban tenía escondida entre los arbustos. Entre cháchara y cháchara dieron las doce. Entonces me despedí, bajé la cuadra y abrí la puerta. Mi cuarto estaba al fondo, así que tenía que cruzar un pasillo de cuartos desolados. No veía absolutamente nada. Siempre se apagaban las luces antes de las doce. El pasillo lucía macabro. A mitad del pasillo escuché un tenue gemido. Me detuve y escuché otro. Al parecer provenía del cuarto del tío. Me acerqué con cautela y observé por debajo de la puerta. Una delgada línea amarillenta constataba la luz encendida. Sin hacer demasiado ruido me incorporé y torcí en la esquina del cuarto. Del otro lado había una ventana con desperfecto. Nunca cerraba bien. Entonces me alcé de puntas y me coloqué despacio en el alfeizar. La ventana estaba ligeramente abierta. Incliné un poco mi cabeza de modo que mi oído derecho quedó presionado justo en el marco. De ese modo pude ver sólo con el ojo izquierdo. Después de ver un par de sombras miré cómo una de las manos del tío masajeaba en movimientos circulares las tetas de una chica. Me esforcé un poco y logré ver sus rostros. Era una drogadicta que yo conocía. Vivía en Plateros. Había demasiadas en esa unidad. Tal vez rozaba los veinticinco. Su pinta era aterradora, Para ser mujer, tenía los dientes muy carcomidos, poco cabello bastante estropeado y un rostro como si estuviese envejeciendo a máxima velocidad. El tio era un auténtico guerrero. Siempre estaba rodeado de mujeres que todos despreciaban. Casi siempre terminaba en los brazos de los más estremecedores esperpentos. Obtenía calor a como dé lugar. Seguí empeñándome por ver mejor el panorama. Entonces me di un tope con la ventana al tratar de acomodarme. Retrocedí instantáneamente y me fui a esconder al baño con la luz apagada. Escuché pasos cada vez más cerca. El tío sabía de quién se había tratado. Oí algunos murmullos y entonces cerré los ojos. La puerta del baño se abrió lentamente. Yo estaba en cuclillas cuando el tío Fede entró. —¿Qué chingados haces despierto? —me preguntó. Noté que andaba medio curda (para variar). —Apenas llegué a la casa —le respondí. — ¿Apenas vienes de la escuela? —Sí. —Ya vete a dormir y no sigas de metiche. —¿Qué le hacías a la muchacha? —El papanicolao. —¿Qué es eso? —Mañana le preguntas a tu madre. Por supuesto que le pregunté a mi mamá. Lo hice cuando estábamos a la mesa, en la comida. Sólo recibí un revés tremendo en el cachete. Mi padre comenzó a reprenderme como siempre. Al día siguiente mi primo Edgar fue a buscarme para salir a jugar maquinitas. Cuando salí de la casa miré una bola de weyes justo en la esquina. El tio Fede tenía en el suelo a uno de los adictos con los que a menudo bebía por las noches. Le estaba atizando el codo en su rostro varias veces con una velocidad impresionante. El tipo intentaba librarse, pero el tío lo tenía prensado como uno de esos perros de pelea. Cuando me acerqué el tio me miró y lo soltó enseguida. —¿Porqué le pegaste?— le pregunté. —Se chingó el pomo solito. —No entiendo. —Eso no se hace, ale. Todo menos eso. Aquí no puedes beber solo. —No entiendo. —Córrele, te doy cinco pesos, vete a jugar. Mientras el otro tipo seguía encorvado, yo miraba las pantorrillas del tío. En general era un tipo flaco pero tenía unas pantorrillas demasiado musculosas. En verdad lucían como unas pantorrillas de auténtico futbolista. Tenía el chamorro dividido exactamente por la mitad. Después de unos segundos le dijo al borrachín aporreado que se levantase enseguida y que fuese por el otro “viaje” sin abrirlo en el camino. Volví a mirar sus piernas. Reparé en que tenía muchos piquetes. Pensé que los mosquitos lo habían atacado. Tiempo después supe cómo se aplicaba la Heroína. Permanecí en las maquinitas el resto de la tarde. No me di cuenta cuándo había oscurecido. Al salir de local fui en busca de Julio y Miguel, dos amigos que vivían en la cuadra de enfrente. Julio era cinco años mayor que yo, vestía siempre de negro, era moreno y se hacía con su cabello una larga coleta que llegaba justo a mitad de su espalda. Miguel era pequeño, escuálido, de rostro enjuto, usaba gafas y unas botas de minero muy graciosas. Justo a un costado de la fachada de su casa habían amontonado unas piedras planas que figuraban una especie de banco. Toqué el timbre y me senté en esa banca a esperar. De inmediato salió Miguel y me hizo señas para que esperase. Segundos más tarde salió en compañía de Julio. Ambos me dijeron que fuésemos a la vinatería. Aquella noche acabamos con cartón y medio de caguamas en plena avenida. Los polis rondaban pero se hacían de la vista gorda. Daban por sentado que éramos tranquilos. Normalmente bebíamos a la vista de todos. A veces alguno que otro hacía parada improvisada con nosotros. Inflamos la barriga hasta las dos de la mañana. Aún no probaba bocado desde la tarde. Entonces me despedí de todos encaminándome a casa. El tránsito de los autos no había disminuido tanto. Cuando me alejé de la avenida comencé a escuchar a los grillos ocultos entre algunas zonas verdes que aún subsistían. Tambaleé un poco antes de meter la llave. Cuando la logré meter me fui dando leves traspiés por el pasillo. De nuevo observé que había luz en el cuarto del tío. Pero esta vez la distinguí más blanca. El pendejo se durmió y dejó la tele prendida, pensé. Después de ir al baño sin bajar la palanca decidí entrar a su cuarto. Tenía ganas de un tabaco. Si está dormido le vuelo unos tabacos, me dije. Cuando atravesé la puerta distinguí los contornos de una mujer obesa recostada de lado en la cama. En cuanto me vio, se puso nerviosa y comenzó a tentar con la mano los alrededores de la cama. Buscaba algo para cubrirse. Al final se dio por vencida y se quedó al descubierto. Toda la ropa y las cobijas estaban esparcidas por el suelo. Escuché una risa levemente sofocada. El tio se estaba divirtiendo de lo lindo. Observé a la chica. Su cuerpo estaba repleto de estrías, le colgaba ligeramente la papada y aunque sus pechos eran enormes, la gravedad inclemente había hecho su efecto. —Ven hijo — me dijo el tío, desnudo, recostado casi al borde de su cama. Me puse un poco ruboroso pero no le tomé importancia y me senté en el borde de la cama. —Regálame un tabaco — le dije sin mirarlo. —Vienes medio pedo ¿Verdad? —Sí. —Pásale un tabaco a mi sobrino— le dijo a la mujer mientras buscaba con su mano un frasco de Uruapan que había colocado debajo de su cama. La ruca se estiró un poco para alcanzarme los tabacos. Sus inmensas y fláccidas tetas se balancearon demasiado. Tomé el paquete y saqué un par de baratos pitillos. Miré el televisor. Pasaban un capítulo de la retransmisión de los viejos “Intocables”. Quise salir al baño pero enseguida el tío me lo impidió. —Espérate, cabrón —dijo. Me estaba jugando una broma pesada. —Ahora qué —respondí. —Vas a tener que darme las tres —dijo con una sonrisa maliciosa. Seguí el juego y me senté de nuevo. Encendí el tabaco y le di un par de caladas. Luego se lo pasé y aguardé a que le diese las tres fumadas. La mujer se mostraba despreocupada. Dejaba que el televisor le iluminase su grande y peluda chocha. El tío estaba dando cada fumada en lapsos de medio minuto. Después le alcanzó el cigarro a la mujer. Ella demoró lo mismo. Al final se consumió el tabaco y me dió otro nuevo. —Pórtate bien —me dijo sonriendo de nuevo. Sonreí y salí pies por delante. Intenté no reírme escandalosamente. El tío era bromista y desvergonzado. Fue la última vez que lo vi con una mujer. A la mañana siguiente me enteré que esa chica había hablado con mis padres. Tenía pensado llevarse al tío con ella. Nadie se opuso. Comenzaron a vivir juntos por casi un año. Durante ese tiempo nos veíamos a menudo, es decir, yo lo veía, aunque fuese en las viejas camionetas deshuesadas donde yo a veces también dormía, o sencillamente deambulando durante la madrugada cuando nos cruzábamos con nuestros respectivos frascos. Un miércoles por la tarde, unos amigos y yo comenzamos a pistear después de patinar. —No mames, para mí Batman es el héroe favorito —dijo Adrian. —Claro, es guapo, con dinero y listo. La pura fantasía —respondí. —Para mí es el pinche Bill Gueits— dijo Fernando—. Eso de las computadoras y de que ya podamos copiar discos está mamón. Ese wey va a revolucionar el mundo. —Seguro. De aquí al dos mil cinco a lo mejor ya tienes una de esas chingaderas —respondí—. Con lo que valen esas madres seguro que todo el mundo deja de tragar para armar una. Mira nomás lo que resulta ser tu héroe, un pinche estafador. —Bueno, bueno —añadió Joaquín—, para mí es Stiv Bei. No hay nadie que toque la guitarra de una forma tan cabrona como él. —Guitarras grandes, pito chico —respondí. Ustedes admiran a puros pinches farsantes. Adoran a pura pose. —Y tú de seguro tienes otro tipo de héroes ¿No es así? — me preguntó Adrián. —Sí —respondí. Todos guardamos silencio unos minutos. De pronto vi a Carlos que se dirigió a mi cuadra. Media hora más tarde iba rumbo a la tienda cuando me reconoció y se acercó. —Ale, ya le avisé a tus papás — me dijo en voz baja. —¿El qué? —El tio fede murió hoy por la mañana. —¿De qué? —Le dio un ataque epiléptico. Seguro fue por tanto pinche alcohol. Mis ojos se humedecieron enseguida. Una sensación extraña se concentró en la boca de mi estómago. —Gracias Carlitos — dije mientras le pegaba otro sorbo a la cheve. Cuando se fue Carlos, todos guardaron silencio. Entonces me pegué una chela al pecho y dije: —Salud. —¿Porqué? —preguntó Adrian. —Porque los héroes también mueren. —No entiendo —dijo Fernando. —Yo tampoco —dijo Joaquín. —Yo menos —agregó Adrián. —No lo entenderían —respondí. Pocas personas lo entienden.

viernes, 30 de septiembre de 2011

¿Enserio, tú no has pensado qué es el amor?


¿Enserio, tú no has pensado qué es el amor? No, no, espérate, Viridiana. No me vayas a colgar el puto teléfono de nuevo. Te conozco. Espérate. La neta sí me exalto. Pero debes entender que no es contigo. Eso ya lo sabes. Comprende que es por lo que ocurre. Lo que pasa es que me conflictúa demasiado que no razones ante esta situación. ¿Qué yo tampoco sé qué es el amor? Por favor, Viridiana. Ese tema ya la tocamos. No se trata de lo que te enseñan los putos libros de la escuela. No es una cuestión estrictamente de semiótica o algo por el estilo. Eso es insuficiente para explicarlo. Espérate, espérate, déjame hablar. Ya sé que eso de que es una construcción y no un sentimiento es un argumento redundante. Pero, ¿de dónde más podrías partir para explicarlo? Por supuesto que tiene que ver con otras cuestiones no menos importantes. Aunque por algo debemos comenzar a comprenderlo ¿No lo crees? No, no, tranquilízate ¿Mande? ¿Eh? Y dale que con la literatura puedes darte una idea. Yo también concuerdo con eso, pero no del todo. ¿Qué los poetas son los más sensibles a eso? Podría ser. Pero eso no equivale a decir que tengan la perspectiva correcta ¡SHHH! Oh, chingá. Alzas demasiado la voz cuando te alteras. A ver, dime. ¿Eh? ¿Ya vas a comenzar a meter a Shakespeare en esto? Eso ya lo habíamos hablado también. Ese hombre le hizo mucho daño a la sociedad. El amor no tiene por qué acabar en algo trágico. Ya sé que cuando hablan de amor piensan en Romeo y Julieta. Vaya lio el de esos dos. Tuvieron que afrontar una situación trágica y al final el resultado fue catastrófico. Sí, sí, no te alteres. No niego que es una reconocida novela. Pero de cualquier forma esa historia es un asco. Eso de los amores lejanos o trágicos se ve muy seguido en las novelas y en las películas. Ajá,ajá, Oye… no, no estoy diciendo que no debamos amar a personas que desafortunadamente se encuentran lejos de nosotros. Pero debes comprender que no ocurre de esa forma todo el tiempo. No es un requisito que deban pasar esas cosas para someter a prueba un amor auténtico. A veces me desconcierta saber que todo el mundo cree que en el amor se sufre siempre. Esa es una suposición completamente equivocada. El dolor es dolor y el amor es amor. Punto. Jamás se obtiene placer al sufrir. Quien piensa eso es porque tiene problemas graves de percepción. ¿Qué?, ¿que todos atravesamos momentos difíciles durante él? Pues claro. Pero eso no equivale a decir que sea una ley absoluta atravesar tanta dificultad continuamente. No, no. Ahí vas de nuevo. Comprende, no te estoy dando la razón. Sencillamente digo que si ocurren cosas desfavorables durante situaciones así, es porque hay fallas que no tienen nada que ver con esa “trágica ley” que tu supones que existe. ¿Bueno?, ¿bueno? Ya, ya se escucha. Quién sabe qué le pasa a esta madre. Ha de ser el cable. ¿Sí? ¿Díme? ¡Ah, sí! Pero por supuesto. A veces las fallas son ocasionadas por mal entendidos. Aunque eso es un problema que surge porque cada uno se empeña en entender al amor de su propia manera. ¿Que de qué estoy hablando? No manches, es obvio. Muchas veces creen que salir de vez en cuando, obsequiar chocolates, llevar serenata, festejar el aniversario, salir a comidas, o cuanta madre así, son formas genuinas de representar el amor. Pero ¿Sabes qué? Precisamente ese tipo de cosas son las que menos se acercan al amor. Mas bien eso refleja puras rutinas adoptadas ¿Ah? Baja la voz chingao, me lastima el auricular. Hasta mi hermana puede escuchar bien clarito tus gritotes. ¿En qué chingados estábamos? Ah, sí. Resulta que esas formas de representar al amor no son mas que meros símbolos ¿Que qué chingados son los símbolos? Ahora resulta que no te acuerdas que son formas de actuar interiorizadas y reproducidas por las personas. No, no, aguanta. Te me pones re loca. Ya sé que no estamos en la escuela. Otra vez me sacas eso. Pero es la verdad. Todo el mundo repite y repite lo que ve que hacen sus amigos, sus padres, sus abuelos, los actores principales de la comedia de las siete, en fin. Es todo teatro. Se ven como actores que imitan actores. Bueno, no, no es tan simple. También intervienen otras cosas. ¿Cómo cuales? Pues la cultura, la economía en sí, cosas así. ¿Cómo de que no lo crees? Sólo mira a tu alrededor. Todo se representa en números, en cosas, en apariencia. A ver. ¿Acaso sientes lo mismo cuando comemos chicharrones en la banqueta que cuando salimos de farra los fines de semana? No, ni madres, nada de que las dos cosas te gustan por igual. He visto tu carita cuando vamos a esos pinches lugares pedorros con toda esa bola de histéricos que nomás buscan hacer acto de presencia para ser vistos. Se te ponen los ojos como búho nomás de pisar esas madres. En cambio, nomás te veo bien achicopalada cuando estás tranquilita haciendo cosas supuestamente aburridas. ¿Qué no son aburridas? Pero si tu me lo has dicho más de un par de veces. Es un poco triste. La gente sólo ha aprendido a valorar las cosas que sólo se pueden tocar y acumular en casa. A ver, otro ejemplo. ¿Porqué no le hiciste caso al chaparrito que te invitaba a salir la semana pasada? Nada nada, ni te alteres. Ya sabemos que no te gustan los zotacos. Pero no fuese garrochón y de ojo claro porque hasta le pagas la peda, ¿verdad? Ja, ándele, por andar de braucona se le cayó el discurso. ¿Qué? Sí, sí mujer. Mañana entrego el libro en la biblio para que no te cobren multa. Pero bueno, ¿Qué te decía? Ah, sí. Por ejemplo, eso de salir a caminar ya no es bueno para nadie. Y hablar ni se diga. Todo el mundo piensa que quien habla mucho es porque tiene problemas mentales o algo así. Ya no se puede tener comunicación con nadie. ¿MMM? Ya habíamos hablado de eso, Viri. No sólo se trata de cruzar palabras. Eso de la comunicación se trata de reconocer de verdad al otro. Consiste en aprender del otro y para el otro. Espera, ya me está sudando la oreja con esta madre. Listo, nomás me cambié de oido el auricular, ahora sí. Se me va el pedo. ¿En qué estabamos? Ah, sí. También te iba a decir que los abrazos fuertes, los comentarios alentadores, las compañías relajadas y las caricias discretas ya no son suficientes. Es más, te puedo asegurar que mucha gente ya ni se acuerda de cómo hacer ese tipo de cosas. Ahora todo el mundo quiere algo que se pueda amontonar en su cuarto. ¿Qué? Sí, por supuesto. Un peluche, un disco… ¿qué pasó? Andale, tienes razón. O hasta el cuerpo del otro ahí arrinconado nomás. ¿Eh? ¿Pero cómo que eso de desear el otro cuerpo es normal? Por supuesto que es normal. Pero sólo cuando no se busca todo el tiempo. Hay gente que se enajena con eso. A veces me da la impresión de que hay personas que no evolucionaron. ¿Qué dices? ¿Que es muy normal el sexo? Pero claro que entiendo que es normal. A lo que me refiero es que para algunas personas eso es una afición incontrolable. ¿Acaso no te ha pasado que ese deseo pasa a segundo plano cuando alguien te gusta de verdad? ¿Cómo de que no? Si las ansias sexuales se desvanecen cuando alguien te incita a brindarle mucho afecto. Cuando menos a mí me ha pasado. ¿Qué? No manches, deja de decir que yo soy corazón de hielo.

¿Bueno? Ah, ya. Va pues, pregúnta. Ajá, sí, ¿eh? ¿Cómo que qué ocurre cuando la gente viaja a otro lado para dejar su pasado y construir una nueva vida juntos? Pues te lo resumiré un poco: aunque los cuerpos se muevan a cualquier sitio, las mentes siempre permanecen donde en realidad quieren estar. Sí, ya se que es lamentable. Pero bueno… ¿ Cómo que donde quedan las palabras? Uy, ni las menciones. Eso es lo último en lo que se van a volver a fijar. Ese dicho de que verbo mata carita y cartera es de cuando yo seguía usando calzón entrenador. Sí, sí, yo también entiendo que no sólo se trata de palabras. Tambien conlleva acciones precisas. Pero, ¿acaso no empezamos por decir te quiero, me gustas, te siento, o cosas por ese estilo? ¿Acaso las palabras no son el medio inicial para hacerle saber al otro lo que deseamos, lo que estamos dispuestos a ofrecer, lo que sentimos, lo que pretendemos provocar en ellos? No me vengas con chorradas. Si hasta tú echas mano de los pinches «te extraño» cuando intentas hacer sentir bien a alguien. ¿Eh? Ah, por supuesto. Ya sé que a veces basta sólo un apretón de mano, un jugueteo con su pelo o un leve roce en la mejilla con los dedos para trasmitir algo. ¿Pero a poco el hombre no se empeña en trasmitir las cosas con claridad? Y qué, ¿hay más claridad inicial en otras formas que en la propia palabra? Sea como sea. El amor no comienza por la vista ni mucho menos por el estómago, sino por el hocico. ¿Mande? Nel, ni empieces con lo del amor a primera vista. Una cosa es el enamoramiento y otra muy distinta el amor.

Bueno, pero regresando al punto, te digo que esto es más grave de lo que supones. Cuesta un huevo tratar de sacarle unas cuantas palabras a las personas. La mayoría tiene bastante miedo. ¿Que por qué miedo? Pues porque cada vez es más difícil que las personas se abran unas con otras. Nos hemos vuelto tan egoístas e inseguros… ¿Que por qué egoístas? Ay, Viri, pues porque siempre idealizamos las cosas conforme las suponemos. Jamás aceptamos las cosas a medida que se van suscitando. Siempre queremos que se presenten como lo deseamos. Nadie se pone a pensar en el otro. Más bien se ponen a pensar «por» el otro. Ay no, ahora sí que te la mamaste. ¿Cómo está eso de que de todas formas el amor no dura? Chale, ¿tú también consideras que el amor es temporal? Ay, no me chingues. Ahora resulta que también eres de esas personas que afirman que el amor se acaba. En eso no estoy de acuerdo. El amor no se acaba, ni mucho menos se desgasta. Lo que ocurre es que a veces uno se empeña en irse desencantando de él. O lo que pasa también es que uno no propicia que surja verdaderamente. O que tan solo se mantenga con mucha pasión y energía. Espérate, ya, ya sé que no es tan fácil de comprender. Pero deberías detenerte un poco y meditarlo. ¿Acaso tus viejos amores son en realidad viejos amores? ¿Ya ves? Sólo aprendes a reprimir cosas que durante algún tiempo fueron muy gratas para ti. Pero sucede que como ya no se presentan con la misma frecuencia o intensidad, pues te mortifican y simplemente aprendes a bloquearlas. A veces pasa que también olvidas esas buenas cosas principalmente porque suelen ocurrir pequeños tropiezos en la relación. La gente le concede mayor valor de lo que debería a esos resbalones. Las cosas malas siempre predominan sobre la mente de las personas. Aunque hayan sido pocas las cosas ingratas, siempre les otorgan mayor importancia. Espérame tantito, no cuelgues, me estoy meando. Ahorita regreso, no te vayas.

Ya retorné. Hasta se me bajó la presión, neta. Prosigamos. ¿En qué me quedé? Ah sí. Parece que lo lastimero o lo desagradable tiene mayor peso en la balanza. Aparte, se me olvidaba mencionar que esto es cosa de DOS, siempre de dos. Eso es algo que también pasan por alto. Ese asunto no puede recaer en una persona. ¿Mande? Sí, sí, no te pongas bronca. Ya sé que por alguna razón a veces unos deciden por otros o toman siempre la iniciativa sobre otros. Pero eso no es amor. Eso es una especie de dominación. ¿Eh? No, no, piénsalo. Eso que me estás diciendo es diferente. Cuando alguien decide someterse a otro voluntariamente es otra cosa. Eso es una dependencia. Y es más grave de lo que parece ¿Cómo que por qué? Pues porque las personas dejan de ser lo que son para convertirse en lo que no quieren ser ¿Gacho? Es más que gacho, Viri. Eso es atroz. ¿Por qué creo que suceda eso? Pues por soledad. Por el miedo a la soledad. ¿Mande? Ah, sí, yo también lo sé: a nadie le gusta estar solo. Además, creo que eso no es posible. Pero da la casualidad que estar con quien no deseas (conocer realmente) es una forma de estar a solas ¿Qué? No, relájate, no estoy filosofando ¿Que si yo estaría dispuesto a cambiar por alguien? Pues sí, sabes que modificaría ciertas cosas de mí mismo. Al final, comprendemos que hay ciertas cosas de nosotros que afectan de manera negativa al otro. Pero que quede aclarado: una cosa es cambiar ciertas actitudes para el bienestar de ambos y otra muy distinta es dejar de ser quien eres por completo a raíz de una presión proveniente del otro. Cuando pasa lo segundo las consecuencias son mayores ¿Cómo que cuáles? Pues enloqueces. ¿Eh? Pues sí, es lógico. Es como si todo el tiempo te vieses forzado a ser un actor. Haces cosas que no van contigo. Sólo te remites a complacer al otro a costa de tu propia estabilidad. Ya te había dicho eso antes. Cometes un suicidio individual para no cometer un suicidio social. ¿Qué? No, no es un aforismo, Viri. Ni que todo el tiempo intentase escribir. Si nada más estoy en el arguende contigo. Oye, por cierto, el no decir lo que sentimos también tiene ciertas consecuencias. ¿Ah? No, no te hagas pendeja. Eso te pasó hace poco. No sólo pasa eso de que el otro no se entera. También ocurre eso de que le das una impresión distinta. ¿Cómo que qué tiene de malo disimular? Pues eso complica las cosas y además resulta contraproducente. Cuando ocurren las cosas de ese modo no hay honestidad contigo mismo, ni mucho menos con el otro. De esa forma el otro jamás percibe lo que realmente sientes. Puede que logre descubrirlo, puede que no. Desafortunadamente es más frecuente eso de que no consigan descubrirlo. ¿Que tal vez no sea el momento? ¿Ya vas a empezar con esos dichos del populacho? Eso de que no busques al amor porque va a llegar por sí solo es una tomada de pelo, Viri. A veces el amor a pasado frente a nosotros. Lo malo es que por distraídos o temerosos no nos atrevemos a hacerle las señas correctas para que se detenga y nos mire. El hombre cambia la historia, afecta su historia, es capaz de mover su propia historia. Eso de que estamos condicionados por el destino es una charada. No, no, no es un diálogo sacado de una película joligudense. En verdad que uno puede darle otro rumbo a las cosas ¿Qué? Ahí vas de nuevo. ¿Para qué quieres saber cómo sé cuando amo a alguien? ¿Curiosidad? Nada de eso, lo tuyo es puro morbo. Pero bueno… te lo voy a decir. ¿Nunca has sentido la necesidad de hacer sentir bien a alguien en especial? Ah, mira nomás. ¿Ya vez cómo sí? O incluso, ¿nunca has intentado que alguien se sienta a sí mismo a través de ti? ¿Nunca has sentido esa necesidad de sentirte provechoso para alguien? ¿A poco no? ¿En serio? ¿Jamás te ha surcado por la mente esa idea que te obliga a hacer sentir bien a alguien de forma desinteresada y comprometida? ¿Neta? Me sabe mal, es una pena. Ya, no me vengas con esas cosas. ¿En verdad no lo has intentado? A mi parecer, creo que esto se trata de ofrecer todo de manera icondicional. ¿Cómo que entonces dónde quedas tú? Pues es simple: la gente aún no está preparada para entender que cuando das, recibes simultaneamente. ¿Mande? Sí, esa es la clave del asunto, creo. ¿Eh? Pero por supuesto, chiquilla. Sólo voy a saber si estoy en lo correcto practicándolo. Pensar no es suficiente. Pero bueno, ya me voy. Me está gruñendo la panza ¿Qué? Sí. No he cenado. Y hay unos tacos al pastor que quieren que les dé amor. ¿Mande? No te escucho claro. ¿Que qué voy a hacer mañana? Pues es lo que estoy pensando en este momento. Sería bueno decirle esto a ella. ¿Eh? Sí, a la que te dije. Perdón, se me fue la onda. Tú eres mi mejor amiga y lo sabes todo. Bueno, casi todo. Pero como te lo dije: pensar no es suficiente. En lugar de hablarlo contigo debería hablarlo con ella. Debo buscarla y escupirle todo esto. Por ahí comienza el asunto. ¿No lo crees?

sábado, 17 de septiembre de 2011

Como otro día cualquiera.


Alexis se despertó muy temprano esa mañana. No fue por voluntad propia. Tuvo insomnio la noche anterior. También se sintió ansioso. Después de leer un par de horas encendió la radio y se puso a asear su habitación. Más tarde sonó el timbre de la puerta y salió.
—¿Quién?
—Abre, culero. Soy Ramón.
—No tengo colchones viejos, venga después.
—No seas mamón. Abre.
Alexis abrió la puerta y lo dejó entrar. Llevó a Ramón al sillón de la sala y encendió el televisor. Fue al baño. Regresó enseguida.
—¿Cómo has estado pinche Alexis?
—Estoy, es ganancia.
—¿Ya no vas a la universidad?
—¿Qué es eso?
—Qué gracioso. En serio. ¿Ya no le caes a tu chamba?
—A veces.
—¿Entonces qué chingados es lo que haces todo el día?
—Me dedico a doblar calcetines.
—¿Y además?
—Tiro la basura y veo videos de zumba.
— Leer demasiado te está haciendo daño. Te hace pensar todo el tiempo.
—No lo hagas.
—¿Qué, leer o pensar?
—Lo segundo.
—¿Por qué o qué?
—Te harás daño.
—Deja de pendejear. Mejor búscate una mujer. Al menos pasa el tiempo con una chica. He visto cómo te siguen algunas. No seas marica y despáchalas un rato por lo menos.
—Quieres jugo o chesco.
—Chesco.
Alexis se incorporó y se metió a la cocina. Regresó con un refresco de lata y un jugo de litro en tetrapac. Ramón estaba pasmado viendo un programa matutino de televisión.
—Esas del balet de venga la alegría están precisas.
—Sí.
—Por cierto, Marisol me dijo que te vio caminando por el centro el otro día y que te hiciste pendejo.
—Seguro estaba en los libros de viejo.
— También Mariana me dijo que no contestas tu teléfono. Ha tratado de localizarte muchas veces. Y de paso Susana dice que al parecer la borraste del Mensajero.
—Ya no uso el mensajero.
—Estás demente. No entiendo porqué desperdicias tanta carne.
—No he desayunado ¿Quieres una torta de milanesa?
—No, gracias. Así estoy a toda madre. Además ya me voy. Sólo pasaba a visitarte. Debo ir a la escuela. Deberías animarte a la maestría. Tienes mucho potencial.
—Lo pensaré.
Alexis acompañó a Ramón a la puerta. Regresó a la cocina. Luego se fue a la mesa con una torta de milanesa. Sonó el teléfono.
—¿Bueno?
—¿Se encontrará Alexis?
—¿Quién lo busca?
—Erika.
—No se encuentra. Fue por el pollo.
—¿Sabe a qué hora regresa?
No tengo la menor idea.
—Bueno, gracias.
—Por nada.
Colgó. Después se dirigió a su cuarto, encendió el dvd y continuó viendo una película que había dejado a medias la noche anterior. Volvió a sonar el telefono.
—¿Dime?
— ¿Cómo que dime? Contesta bien, culero. Soy Iván. ¿Cómo has estado, rey? Hace mucho que no te veo. Seguramente te sigues apestando en tu cuarto.
—Bien carnal. ¿Y tú?
—Igual.
—¿Qué se te ofrece?
—Nada. Sólo quería saludarte. ¿Cuándo nos vemos?
—La próxima semana, seguro.
—Está bien. Entonces quedamos después. Me voy. Deberías salir al mundo de nuevo. Suerte, cabrón.
—Para ti también, carnal.
Presionó end a al teléfono inalámbrico. Luego volvió a la mesa y se puso a revisar unas notas. Subió el volumen del estéreo. Sintió una presencia. Cuando miró hacia la puerta vio al gato sentado justo en el umbral. Lo contempló unos segundos y sonrió. Sus ojos se centraron en las notas de nuevo. Estuvo organizándolas un buen rato.
Luego fue al baño, tiró una meada, se lavó las manos y se fue a recostar sobre la base del librero. Tenía un librero modesto que abarcaba media pared. Había en él obras muy extrañas o difíciles de encontrar recientemente. Cogió algunos libros y les pasó revista con detenimiento. Luego volvió a ponerlos en su sitio y se recostó de nuevo. Después alargó su mano y cogió otro libro desde el suelo. Lo leyó boca arriba unos segundos y casi enseguida lo posó sobre su pecho. Estuvo tamborileando con los dedos sobre la cubierta del libro. Era de Famanelli. Educar a las mofetas era un título que le hacía reír. Desafortunadamente el título era lo único que valía la pena leer.
Antes de colocar en su lugar el libro sonó el timbre de la puerta otra vez. Alexis se puso de pie y salió con el libro en la mano.
—¿Quién?
—¿Se encontrará Alexis?
—¿Quién lo busca?
—David.
David era de esa clase de personas que buscan a otras cuando en realidad no tienen nada qué hacer.
Alexis abrió la puerta y le hizo señas para que pasara. Después lo llevó al sillón y volvió a encender la televisión. Fue otra vez a la cocina y mordió un bistek directo del sartén. A continuación regresó a la mesa y puso a un lado el libro.
—Enséñame ese libro que traías en la mano.
Alexis le lanzó el libro desde la mesa.
—Pinche Alexis. ¿A poco te gusta Famanelli?
—Sólo sus aforismos.
—¿Entonces por qué tienes varias de sus novelas?
—Para confirmar por qué no me agrada.
—Pero es bueno. Escribe sucio.
—Es demasiado fantasioso. No conoce la calle.
—Pero sus novelas y relatos tratan de gente común y corriente.
—Gente snobista común y corriente.
—Sus personajes son sucios.
—No creo que un ladrón de vecindad hable como si hubiese cursado un doctorado. Eso es muy chiflado.
—Él es muy ñero.
—Aparenta.
—Y su chiquillo Rizano también es bueno.
—Es exactamente lo mismo.
—Le gusta el box.
—Eso dice como locutor en la estación de radio de una universidad pirrura. Te aseguro que si le cantan un tiro se arruga enseguida. Gente como esa sólo observa las aceras desde un cómodo palco.
— Dicen que escribe prosa puerca y que frecuenta congales.
—¿Le llamas congal a su propio bar en aquella colonia de alcurnia? La gente tiende a engrandecer las cosas que en realidad desconoce. Tal vez le guste la prosa sucia. Pero no creo que haya tenido una vida así.
—¿Y necesitas llevar una vida de ese estilo para escribir así?
—De ahí es donde surge.
—Como sea. Deberías escribir algo. Tal vez hasta publicar algo.
—No lo conseguiría. No soy amigo de ninguno de esos pequeños caprichosos.
—Tienes razón. Esto de la escritura actual sólo se trata de buenas relaciones. Bueno, me voy. Sólo pasaba a saludarte. Intenta divertirte de nuevo.
—Lo hago. Sólo que de distinta forma.
—Extraño esos viejos tiempos, amigo. Eras más desenfrenado.
—Necesito un año sabático. Creo que estoy cansado de eso.
David se dirigió solo hacia la puerta. Alexis retomó la revisión de notas. Después se frotó los ojos y encendió la computadora. Revisó su correo, leyó el periódico y se conectó al feis. Algunas ventanas de mensajes se desplegaron. No les hizo caso y siguió leyendo. Su celular timbró un par de veces. Lo cogió de encima del librero y revisó el mensaje. «Estaría chido que fuéramos por un café, dime si puedes en estos días, Sandra.» Sostuvo en su mano el celular unos segundos y luego lo apagó. Pensó lo que le había dicho Iván. Entonces sacó sus llaves que estaban debajo de la cama, cerró la puerta y se dirigió al deportivo.
Cuando llegó, la mayoría de los cuates ya estaban jalando. Siempre estaban ahí, a la misma hora. Aunque ya habían pasado los años sus cuerpos no demostraban progreso en el ejercicio.
—Qué pasó, muerto. Hace tiempo que no venías.
—No está muerto, cris. Sólo desahuciado.
—No es cierto, Felipe. Se escapó del refrigerador. Lo tenían con Gual disnei y Lenin.
El resto se rió. Seguían haciendo su rutina con dificultad. Algunos olían a alcohol y otros mostraban en sus rostros cansancio o desvelo. Alexis entendía perfectamente por qué no dejaban el deportivo. Demasiada inestabilidad en casa te obliga a permanecer fuera mucho tiempo.
Entonces Alexis se sentó en una plancha metálica y se puso a observarlos. Al poco rato Bruno se acercó con unas mancuernas en la mano.
— ¿Cómo has estado mi Alexis?
—Chido mi Bruno. ¿Y tú?
—Ya sabes, la escuela, el ejercicio, el coto… Se te extraña wey. Nos haces reir muchísimo.
—A eso vengo.
Bromeó con ellos bastante tiempo. Una hora más tarde todos comenzaron a despedirse. Alexis regresó a casa y se puso a leer durante otras dos horas. Encendió su celular otra vez para ver qué hora era. El reloj marcaba las tres de la tarde y había dos mensajes nuevos. «Te invito a un reven el viernes, me llamas, Anabel.» Revisó el otro mensaje. «Te estuve esperando, ¿Aún puedes ayudarme con mi tarea? Di que sí. Te llamo al ratito, Caro». Lo apagó de nuevo y volvió a encender el radio. Conectó el aipod y puso el estéreo en auxiliar. Luego terminó de acomodar los folios dispersos y se puso a leer una vez más. De pronto dieron unos toquidos muy fuertes a la puerta. Salió a abrir.
—Sabía que estabas en tu casa, cabrón.
—Pinche Esteban, ¿Por qué no tocas el timbre?
—No mames, me dio toques.
—Pasa.
Alexis también lo llevó al sillón pero esta vez no encendió el televisor.
—Vine por ti para ir a jugar maquinitas.
—Espérame, nomás termino esto y nos lanzamos.
Ambos habían sido aficionados a los videojuegos desde niños. Esteban tenía veintinueve años pero parecía que no quería que el tiempo avanzase. Sus facciones se habían hecho más gruesas y su atuendo seguía siendo el mismo. Pero su comportamiento seguía siendo infantil aunque un poco más huraño. Sin embargo, Alexis sentía una profunda ternura por Esteban. Su amigo seguía siendo tranquilo y noble con las personas a pesar de su estado tan irritable. Esteban nunca había tenido un empleo duradero. Mucho menos había dejado de ser neurótico. Pero siempre que Alexis necesitaba ayuda, él se la ofrecía sin que se lo pidiese. Mientras estaba sentado sobre la mesa, Alexis miró a Esteban y se puso a pensar en eso. Luego cerraron las ventanas y se encaminaron a los videojuegos.
Una hora más tarde hubo un apagón en el local de maquinitas. Ambos se despidieron y tomaron rumbos opuestos. Mientras regresaba a casa, Alexis se encontró a una vieja amiga. Daniela tenía apenas treinta años y tres hijos de padres distintos. Cuando eran niños salían juntos a menudo.
—¡Aletzis! Já ¿Cómo has estado?
—Bien. ¿Y tú y tus chiquillos?
—Todos dando lata.
—Me parece perfecto.
—Debemos salir de nuevo.
—Tienes tres hijos, Daniela. Aún son pequeños. No puedes dejarlos solos.
—Ese no es problema. Mi madre los cuida cuando salgo los fines de semana. Me puedo poner borracha sin pedos. Eso te conviene.
—Entiendo.
—Entonces, ¿Qué me dices?
—No puedo. Debo estar temprano en casa siempre.
— ¿Por qué?
—Tengo que echarle el jabón de baja espuma a la lavadora.
—No se te quita lo ridículo. Ándale, salgamos mañana.
—Mejor nos vemos otro día.
—Cuando quieras.
Siguieron charlando unos minutos y al final Daniela cogió a Alexis por el cuello para despedirse. Le dijo al oído que seguía gustándole mucho. Alexis hizo una mueca y la dejó atrás. Caminó un par de cuadras y de pronto decidió comprar galletas en una tienda. Cuando salió, miró hacia el parque y se acercó. Recordó esos días cuando pasaba de la media noche y se reunía con los amigos en ese parque. Se sentó en el quiosco y observó unos minutos a los niños que jugaban futbol. Entonces una mano lo cogió por el hombro. Alexis torció la cabeza para cerciorarse. Era Arturo que regresaba del trabajo.
—Te vi desde que me bajé del pesero, cabrón. Hacía un chingo que no te topaba. Uno nunca sabe dónde te metes ¿Qué andas haciendo en el parque?
—Vine a arrojarle galletas a las palomas. No había maíz en la tienda.
—Ja, me parece bien. Sigues siendo burlón.
De repente un par de sujetos se acercaron. Antes de que se detuviesen, Alexis los reconoció. Eran Alan y Martín. Recordó esos días en los que los cuatro permanecían toda la noche bebiendo y haciendo escándalo en el parque.
—Ay wey, ¿quién le abrió la tumba de nuevo a Lázaro?
—Pinche Martín. Todavía no saludas a Alexis y ya lo estás chingando.
—Tú no digas nada, pinche Alan. Si tú me dijiste eso.
—No mames, Alexis. Hacía mucho que no te vicenteaba. El otro día le pregunté por ti a Martín y me dijo que vivías para la universidad.
—Eso fue hace tiempo.
—No chingues. Te aseguro que ni acabó la prepa el condenado.
—Sí, no concluí la prepa.
Al cabo de un rato, mientras conversaban, un borrachín se acercó a pedir un tabaco. Martín fue el primero en ser taloneado. El viejo continuó con Alan y Arturo. Cuando llegó con Alexis, el borracho lo miró muy serio. Luego le cogió la mano y fingió tomarle el pulso.
—Mejor a ti te doy un tabaco.
Todos rieron.
—No gracias. No fumo.
—¡Ay wey! Está canija la cosa entonces.
Se desataron más risotadas. El borracho se alejó y al poco rato todos se dijeron adiós acordando frecuentarse de nuevo.
Cuando llegó a casa, Alexis volvió a coger un libro y se sentó justo debajo del marco de la puerta. El teléfono sonó nuevamente. Contestó.
—Oye wey, ése libro que me recomendaste es de lo mejor.
—¿Quién habla?
—Oscar.
—¿Por qué lo dices?
—Jamás pensé que el estudio de América Latina fuera tan interesante.
—Ya pues. Todo tipo de formación social está determinada por ciertos factores. Las grandes civilizaciones mesoamericanas fueron excepcionales. Su estructura societal era bastante peculiar a comparación de otras. Su visión de totalidad con el mundo las hacía desarrollar un modo de vida estrictamente equilibrado con el entorno. Además también fue interesante lo del proceso de dominación ¿No lo crees? Quién iba a pensar que algunas facciones de indígenas fuesen las encargadas de llevar a la derrota a su propio pueblo. Con eso queda descartado el poder absoluto que se les atribuía a los españoles. A esos cerdos insalubres. Además, quien iba a pensar que esas bestias quedaron asombradas ante la extrema limpieza, la organización, las actividades laborales y demás características de nuestros pueblos milenarios. ¿Ahora entiendes porqué repudio a esas figuras intelectuales que emigran hacia Europa para encontrar la inspiración? Esa es gente sin memoria, sin raíces. Son sujetos que han sido afectados por una lobotomía histórica. Quién iba a pensar que uno de los lugares que hoy es un receptáculo cultural, antes haya sido la sede de más asesinatos en la historia. La gente se perturba por los crímenes perpetrados por los nazis en contra de los judíos. Pocos recuerdan el derramamiento de sangre diez veces mayor que cometieron los reyes católicos sobre los judíos y sobre nuestros pueblos.
—No mames. Jamás pensé que pudieses explicar las cosas de ese modo. Hablas muy distinto cuando te pones serio.
—Siempre soy serio. Lo que pasa es que simplemente decir las cosas de forma graciosa es decir cosas serias de forma amable.
—Ya entiendo. Deberías escribir acerca de todo eso que muchos de tus amigos desconocemos.
—Eso ya no le interesa a nadie. Pero tal vez lo haga.
— ¿Puedo ir a visitarte? Seguramente podrías explicarme otras cosas.
—Desde luego.
—Bueno, te hablo después para confirmar qué día.
—Bien.
Alexis arrojó el teléfono sobre el sillón. Regresó a la computadora. Abrió Word y comenzó a escribir. Apenas llevaba un par de líneas cuando el sonido de una ventana emergente lo detuvo. Leyó lo escrito en ella.
—¿Por qué no has respondido los mensajes que te envío?
—Mariana, sabes que mi teléfono nunca tiene crédito. Además nunca lo llevo conmigo.
—Eres un desconsiderado.
—Lo siento.
—¿Sigues acongojado por lo de esa chica?
—Un poco.
—¿Pero qué es lo que te entristece ¿Qué ahora trate de evadirte?
—No. Es solo que me entristece el hecho de que algunas personas no se dejen querer.
—Eso es muy extraño. Normalmente las personas se afligen porque no las quieren. Pero en cambio, tú te entristeces porque no se dejan querer. Eso no es común.
—Lo sé. Las cosas saludables ya son demasiado extrañas para una sociedad tan egoísta y corrompida.
—Eso es cierto. Oye ¿Pero nos veremos la semana entrante? Necesito contarte unas cosas.
—Claro, es seguro.
—No deberías pasar tanto tiempo encerrado.
—No te preocupes. Ya me lo han recomendado.
—Me voy.
—Está bien.
Alexis miró el reloj del monitor. Eran cerca de las nueve de la noche. Dejó la maquina encendida y regresó a su cuarto para terminar la película. En cuanto aparecieron los créditos, retornó a la mesa y siguió escribiendo. Cuando se levantó, miró un reloj de pared que marcaba las dos de la mañana. Apagó la computadora, apagó el estéreo, apagó las luces de la cocina, de la sala y de su cuarto. Se metió debajo de las cobijas, vestido, con un libro en la mano. Encendió una pequeña lámpara que siempre guardaba debajo de su cama. Siguió leyendo otro rato. No podía dormir. Tenía insomnio nuevamente. Sabía que despertaría muy temprano por la mañana, sintiéndose ansioso. Como otro día cualquiera.

martes, 30 de agosto de 2011

Despacio


Creo que no tuve un día del niño más espectacular que el concierto de Metálica en el Noventa y nueve. Recuerdo que me enteré un sábado por la tarde al ver algunos cartelones pegados cerca de mi casa. La propaganda anunciaba que la banda iba a presentarse en el autódromo de los hermanos Rodriguez. Por aquel entonces ese lugar ya estaba dando las últimas en cuanto a buenas carreras se refiere. Y además comenzaba a ser considerado como buen espacio para conciertos de mayor cobertura. memo ―un viejo amigo que tenía un taller mecánico a dos cuadras de mi casa― había armado los boletos en secreto desde hacía un mes. Recuerdo que el día previo al concierto me invitó. La verdad es que el boleto que había destinado para mí era inicialmente para Nacho, otro cuate. Pero desafortunadamente habían clavado a Nacho en un anexo de alcohólicos en Xochimilco dos días antes. Ese tipo de cosas suelen suceder por estos rumbos.
Esa tarde Memo me dio la noticia mientras yo estaba en el retrete. En cuanto escuché que uno de los boletos era para mí, me desentendí del mundo y me salpiqué las manos y los tenis. Simplemente me quedé pasmado mientras me salpicaba de meados dentro de ese estrecho baño del taller. Al terminar de empaparme, sólo dejé mi barbilla pegada al pecho, cerré los ojos, me apoyé en un costado y en mis adentros comencé a imaginarme el concierto. Nunca había asistido a un concierto de ese estilo. Metálica era una de mis bandas favoritas de adolescente. La mayoría de sus rolas me parecían potentes y rápidas. A mí me gustaba lo rápido. En la música, en las caminatas, en la comida, en las mujeres… siempre prefería lo veloz e intenso.

Después de asimilar la grata noticia salí hecho la madre sin despedirme. Fui directo a casa, me cambié la ropa húmeda y saqué mi Harold master. Tiempo atrás le cambié a Jonás unos tenis de medio uso por esa patineta. Yo había visto a Jeims jifiel en un video dar unas cuantas vueltas en el escenario con una de esas tablas.
Patiné sin descanso hasta entrada la noche. Cuando regresé a casa encendí la tele y la videocasetera y me puse a ver un rato algunos VHS con clips de la banda. Después cené muy ligero. De alguna forma intentaba cansarme para dormir bien. De ese modo podría levantarme bien repuesto para el día siguiente.
Pero esa noche no conseguí pegar el ojo ni un instante. Estaba bastante eufórico. Iba a tener la suerte de presenciar un concierto que anhelaba.
A la mañana siguiente me desperté muy temprano y seguí con los videos. Luego mi madre me envió por las tortillas y otros cuantos mandados. Cerca de las dos de la tarde le dije que iba con unos amigos y que regresaría tarde. Sólo se limitó a mirarme y a menear la cabeza hacia ambos lados mientras mordía su labio inferior.
―Tú no entiendes ―dijo.
En menos de lo que canta un gallo llegué al taller. Goyo y Memo ya estaban un tanto briagos. Y además se mostraban demasiado calmados. No entendí por qué no aparentaban mayor emoción por el asunto. Supuse que a medida que uno se va haciendo adulto es mucho más difícil conseguir emocionarse. Entonces busqué un espacio libre entre tanta herramienta, coloqué una tapa de cartón sobre el suelo grasoso, me senté y encendí el pequeño televisor blanco y negro que tenían sobre uno de los bancos de trabajo. Esperé por más de una hora. Alrededor de las cuatro memo salió a la tienda por un par de caguamas. Supuse que tal vez ya se habían retractado. Pero en cuanto Goyo dio el último sorbo de ese par de chelas nos subimos al bocho.
Llegamos casi a las cinco de la tarde. Todo rincón estaba repleto de personas y automóviles. Veía por todos lados muchas matas largas, tenis rotos y playeras negras. Casi todos los tipos tenían la barba demasiado crecida. Algunos cubrían sus tremendas cabelleras con gorras deslavadas o pañuelos de colores oscuros. Otros usaban chalecos de piel muy delgados sobre sus playeras negras con estampados bastante grotescos. La mayoría prefería la mezclilla o el cuero en los pantalones. Algunos portaban botas de un estilo militar y usaban lentes obscuros. Se saludaban a menudo sólo con el pulgar, el índice y el meñique alzados.
Si mirabas a lo lejos el panorama era fascinante. Observé una mancha negra que descendía de las salidas del metro. Grandes contingentes de melenudos caminaban impacientes hacia el área de acceso del autódromo. El tráfico andaba a vuelta de rueda. Memo y yo nos bajamos para buscar un lugar dónde estacionar la nave. Por más que intentases evadir a tanta gente siempre te estrellabas con alguien. Tuvimos que volver al bocho y estacionarlo cerca del metro Puebla. Antes de acercarnos a la puerta principal, memo me llevó a comprar una playera. Dijo que debía ponerme en onda. Así que recorrimos algunos puestos. Le dije que yo quería una playera blanca. Yo prefería una de ese color puesto que nunca me ha gustado el negro en mi ropa. Cuando menos en el blanco nunca se puede ocultar la suciedad. Por eso lo prefería. Los colores obscuros me parecían elegantes. Yo nunca e intentado andar elegante. El negro es para disimular la mugre. Yo no tenía nada qué disimular.
De pronto nos detuvimos con uno de los vendedores de camisetas esparcidos en la acera. Entre tantos modelos de playeras que tenía noté una blanca. De lejos parecía serigrafiada con la portada del An yustis for ol. Cuando la cogí observé que era idéntica. El nombre de la banda, la estatua de la justicia con los ojos vendados que cargaba la espada y la balanza. Todo en negro. Miré al vendedor a la cara. Me sorprendió que fuese tan viejo. A pesar de su edad seguía vistiéndose como un adolescente. Me imaginé a mi mismo a esa edad con ese atuendo. Sentí calosfríos. El ruco tenía puestos unos pantalones bastante desgastados, unos converse rotos de la suela y una camisa de franela con cuadros negros y verdes. Sus arrugas eran profundas. Esos tristes pliegues se notaban aunque la densa y enmarañada greña le cubría parte del rostro. Miré sus manos. Eran muy magras y el dorso de ambas estaba repleto de venas gruesas y manchas de color marrón. Algunas personas se obstinan a conservar la juventud en su imaginación. Yo no quería llegar a ese grado.
Memo le preguntó a ese vendedor de mata larga y encanecida que si tenía una playera como esa de talla chica. El viejo rebuscó dentro de una petaca con estilo militar y momentos después me alcanzó hecha un bulto.
―Esta te va a quedar al tiro, güero ―me dijo.
Me quité la que traía puesta, sacudí y alisé entre mis muslos la playera nueva y me la enfundé. Me quedaba al punto.
Memo parló un poco con el anciano y después le extendió el billete de cincuenta. Luego nos dirigimos al acceso.
La gente no cesaba de llegar. Nos convencimos de que tardaríamos en entrar. Así que fuimos a recargarnos en una barda. Después nos pusimos en cuclillas por mas o menos una hora. Desde afuera se escuchaba con claridad la música reproducida en las consolas. En el cartel se anunciaba que tocarían dos bandas previo a metálica. De repente todo el mundo se apelotonó cerca de donde estábamos. Algo los había alborotado demasiado. Al parecer la banda había llegado inesperadamente por aquel sitio. Reporteros y fans escandalosos corrieron en dirección opuesta hacia donde nosotros estábamos. Entonces nos pusimos de pie y tratamos de acercarnos. Pero fue imposible echar un lente ante la masa alborotada que se había aglomerado en pocos segundos. De pronto un grupo de tal vez ocho o nueve gorilones vestidos de negro y con gafetes abrieron un espacio entre la multitud. Intentaban dejar un espacio libre que sirviese como camino despejado. Apenas conseguí mirar a a Lars que bajaba de una lujosa camioneta. En cuanto puso el primer pie en el suelo unos camarógrafos de televisión lo acosaron de la manera más obstinada que había visto en mi vida. Sus facciones eran duras pero mostraba un gesto relajado. Sonrió y miró alrededor enviando breves saludos hacia todos lados. Enseguida la gente comenzó a amontonarse mucho más y quedé atrapado entre unos lomos gigantes y sudorosos. Ya no pude observar por más que intenté alzarme de puntas. Pasado el alboroto regresamos a la barda y aguardamos media hora más. Luego Memo repartió al fin los boletos a cada uno y nos dirigimos al acceso. Recorrimos en zig zag un camino hecho por unos cercos desmontables. Cuando llegué al final un tipo gordo con la cabeza afeitada me dijo que alzase mis manos y me tanteó por todos lados. Esperé un poco más adelante a Goyo y a Memo. Eran las 6 de la tarde y apenas oscurecía. Ya estábamos dentro.
―Estas son mamadas ―dijo Goyo al ver que había sillas numeradas frente al escenario.
―Cómo se les ocurre montar sillas en algo así ―secundó Memo.
La mayoría de las personas hacía a un lado las sillas. Al parecer todos estaban de acuerdo con memo y Goyo.
―Cuando empiece a tocar metálica ponte abusado y mira hacia arriba de vez en cuando ―me advirtió Goyo―, no quiero llevarte a tu casa descalabrado.
No entendí el porqué de esa advertencia. Seguí mirando.
Una banda desconocida abrió el concierto. Recuerdo que era Monster Magnet. Ni siquiera le puse la más minima atención. En lugar de eso sólo me dediqué a mirar a la gente. Me resultó impresionante observar a muchas mujeres en ese concierto. Había desde adolescentes desastrosas con pendientes en el rostro hasta treintañeras buenisimas y alteradas con mezclilla ajustada y botas de minero. La mayoría de esas chicas iban acompañadas por tipos de complexión tosca o de aspecto muy podrido. No entendía por qué mujeres como esas buscaban compañías como esos sujetos con apariencia de un toro o de un vikingo. Seguramente esos sujetos de brazos amplios y pene pequeño les recordaban a sus padres corpulentos, fláccidos y malhumorados. A ratos me acercaba a unos cuantos para escucharlos. No cabía la menor duda de que muchos de ellos no eran más que adolescentes demasiado desarrollados con apariencia de cavernícolas. Se comportaban como chicos de mi edad. Hacían chistes sosos y daban opiniones muy absurdas de cualquier asunto. Gruñían y sacudían en círculos sus largas y horzuelosas melenas. Así anduve entre tanto animal durante un rato. En esos momentos recordé un concierto de det metal al que me habían invitado en el circo volador. El comportamiento era similar. Aunque debo confesar que la gente del concierto de metálica tenía cierto carácter reposado.
Era abrumador. Cada vez que veía sus gesticulaciones en apariencia rudas, recordaba a mis vecinos. Ellos hacían lo mismo, siempre y cuando no los sorprendiesen sus papás. Supuse que la mayoría de esos sujetos profesaba una vida muy rasposa a sus sólo cuando estaba en público. Pero la verdad es que tipos como esos siempre son reprendidos severamente por la familia simplemente por cosas como no tender las camas o no tirar la basura. Pensaba en cuántos de elos eran obligados a menudo a cargar las bolsas del mandado todos los fines de semana aun con esos atuendos atemorizantes. Entendí que esas actitudes rudas sólo eran la expresión de una frustración, una represión personal o un acomplejamiento evidente. Me puse a pensar que la mayoría de ellos tal vez soportaron durante mucho tiempo mofas por ser los más gordos de la banda, los más introvertidos, los más inseguros. Seguramente escuchaban música demencial y escandalosa para ocultar simplemente su corazón suave y vulnerable. Tipos como esos en realidad son cobardes y sumisos. La gente usa más que nunca las apariencias para salvarse de sí mismos. Los ñoños querían se duros y los duros cuerdos.
Una hora más tarde llegó el turno a escena de Pantera e inició con Dom-jalou. En lo personal su ruido tampoco me agradaba. La especie de guturación del vocalista se asemejaba al sonido de un marrano reprendido o un hombre con problemas de estreñimiento. Yo prefería la clase de gritos que proyectan furia. Algo así como los del viejo Hard Core. Dos rolas más tarde Goyo se acercó y me contó que Anselmo era gay. Jamás me pasó por la mente que ese hombre corpulento y temperamental fuese marica. Lo imaginé besando a uno de sus compañeros de la banda. Miré a Memo y a Goyo y pensé cómo se vería besándose entre ellos. Me dio un ataque de risa. Seguramente sería muy gracioso contemplarlos, pensé.
Me fui abriendo paso entre la multitud hasta que terminó Pantera. Por una razón estúpida la todos empezaron a a corear el himno nacional. La gente siempre se la pasaba adoptando costumbres de otros sitios. Pero en momentos así experimentaba un innecesario sentido nacionalista. Absurdo. Totalmente absurdo. No cabe duda que el entusiasmo a veces opaca a la razón.
Después de que Pantera bajó del escenario hubo una breve pausa. Justo cuando intentaba pasar a través de una bola de barbudos mi cara se aplasto contra algo muy rígido pero al mismo tiempo muy suave. Cuando despegué mi rostro y alcé la vista me di cuenta que una marca de sudor y saliva había quedado impregnada justo entre los pechos de la camiseta roja de una chica muy alta y hermosa. Tenía el cabello negro muy largo y brillante. Su rostro estaba cubierto por una plasta de maquillaje que lo hacía ver muy blanco y opaco. Sus labios eran carnosos y estaban delineados con un tono de labial carmesí que los hacía ver sanguinolentos. Sus pechos eran tremendos. Tanto que estiraban la camiseta demasiado hacia el frente. Cuando se dio la vuelta para decirle algo al tipo que estaba a su lado noté que su culo era a la par de enorme. No era ancho del todo pero muy grande en sí. Incluso se notaba un poco desproporcionado con aquella cintura demasiado angosta. Vista desde esa perspectiva, la chica asemejaba a un enorme caballo contemplado desde atrás.
Entonces la chica volvió a mirarme, encendió un tabaco, le dio una calada, expulsó el humo, inclinó un poco su rostro y me preguntó:
― ¿Te gustó?
No respondí. Sólo observé muy atónito su jeta. De cerca mostraba algunas arrugas a los costados de los ojos. Sus pómulos prominentes la hacían ver más delgada de lo que en realidad parecía. Por su cuello atravesaban un par de líneas que demostraban que la chica seguramente era mayor de lo que parecía. Seguí mirándola de lleno. Me entraron unas ganas incontenibles por manosearla. Ya había tenido experiencia con mujeres mayores. Quería seguir aumentando el record.
Entonces el tipo cejón y con la barba teñida de rojo que la acompañaba se acercó y me dijo:
―Oye, responde. Te preguntó que si te gustó.
Tampoco contesté. También lo observé. Un manojo de pelos que parecían alambres retorcidos salía de su nariz. Incluso esos vellos eran más largos que los de su propio bigote. Fue espeluznante.
―Míralo ―dijo la chica―, se quedó apendejado por el choque.
―Con los pelos de esa nariz se puede hacer una trenza ―dije mirando al tipo.
―Pinche chamaco gracioso ―respondió.
―Y además creo que a ti te queda grande esa tremenda yegua ―añadí viendo a la chica.
Fue entonces cuando el tipo intentó cogerme de la playera sin conseguirlo.
Retrocedí un poco y me apuré a perderme entre la multitud. Me fui al frente a más de quince cabezas cuando el escenario principal se apagó por completo. Luego se encendieron tres reflectores circulares paulatinamente.
Uno de los reflectores se posicionó en la batería solitaria donde apareció Lars con unos cortos negros muy ceñidos y una camiseta blanca. Cogió su banco y tomó su puesto. Luego otro reflector iluminó el camino que iba trazando Kirk hasta llegar a mitad del escenario. Se veía muy concentrado en lo que iba a hacer. A su vez empezó a sonar extasi of gold, la pista de Enrio Morricone que había tomado prestada la banda. Fue entonces cuando el capitán arribó el barco. Tenía su cabello pulcro y acomodado, su atuendo sobrio y avejentado. Su barba era abundante sólo a mitad del rostro. Sus argollas estaban bien disimuladas en las orejas. Su gesto duro y su actitud amable y con energía eran inconfundibles. Todo eso hacía que su presencia fuese inolvidable. Jeims al fin estaba al mando. Justo cuando sonaba el clímax de la Rola de Enrio empezó a tocar con vehemencia. Sólo pasaron unos segundos cuando reconocí que la rola con la que iniciaron era Bredfan. La gente se sobresaltó, los silbidos fueron apagados inmediatamente por el estruendo delirante de la banda. La gente había cobrado un segundo aire pese a lo desgastante y aburrido de la tarde. Las mujeres proferían aullidos que de ser trasmitidos por una bocina las hubiesen volado. Jeims rasgueaba su guitarra y cantaba con una fuerza contagiosa. Todo el mundo se puso a dar saltos. Las sillas se esfumaron en un tris. Algunas ya estaban hechas pedazos. Los tubos esparcidos parecían parte de cadáveres molidos. El regocijo que mostraban los asistentes al sacudirse era inminente. Busqué a Memo y a Goyo. Jamás los encontraría en un momento así.
Continuaron con Master of pupets. La gente coreaba las canciones. Todo el mundo las sabía perfectamente. Por un momento la voz del vocalista quedó disuelta entre los gritos de ese mar de voces. Ejecutaron otras cuantas rolas Ful enloqueció aún más a todos los espectadores. El cover de los misfits tampoco permitió que decayesen los ánimos. Se efectuó la tradicional introducción de guon. Hubo ensordecedoras explosiones. La banda quiso retirarse por más de tres intentos. Pero la presión y el entusiasmo del público los llevó al escenario una y otra vez. Al final tocaron Enter sadman y Bateri. El concierto concluyó con una densa nube de vapor en el aire y con una euforia al parecer permanente.
A la salida esperé a memo y a Goyo. No daban señas. Después de media hora fui a buscar el bocho. No estaba. Entonces decidí caminar hacia la estación siguiente. Quizás tendría suerte para tomar el metro. Habían cerrado la estación cerca del autódromo. Me fui a paso lento. Pasé a cenar a unos tacos de pastor y luego jugué en unas chipas que aún estaban abiertas. Casi era media noche y yo aún no abordaba el metro. De repente me invadió una sensación de vacío mientras estaba tomando una cerveza al lado de la tienda. Hice el recuento del día pero no encontré nada sobresaliente. Aunque desgasté gran parte de mis energías aún me sentía ansioso. No comprendí porqué me asaltaba una sensación de ese tipo. Supuse que debía estar tranquilo para entonces. Pero no lo estaba. Pedí otra cerveza, me la acabé lo más pronto que pude, dejé el envase a un costado y seguí caminando hasta llegar al metro. Antes de acercarme a la entrada del metro una chica que estaba en compañía de otras tres y un par de metaleros me interceptó y dijo:
―Me gusta tu playera.
Era muy bonita. Su piel blanca y sus facciones demasiado finas me afirmaron que no era del rumbo. Siempre tuve suerte con las malditas güeras.
―A mi también ―respondí mientras sacaba el cambio de mi pantalón.
―Ya pasa de la media noche, el último metro acaba de salir.
―Voy a tener que buscar un taxi.
―Nosotros vamos a una peda. Si quieres acompáñanos un rato y luego te pasamos a dejar.
―Vivo algo lejos.
― ¿Por dónde?
―Cerca del metro Mixcoac.
―No te preocupes, yo vivo por la avenida división del Norte. Al menos te dejaríamos más cerca.
―Está bien.
Subimos a un topaz con buena pinta.
Al parecer la chica iba con su hermano y con el novio de una amiga. Eran dos años mayores. De todas formas nos veíamos a la par.
Caímos en una casa bastante lujosa. Como lo deduje, la chica estaba bien acomodada. Su hermano nos encaminó hacia una sala enorme. Encendieron un estéreo muy potente y pusieron algunas rolas de la banda. Bebimos muy apresurado. Cerca de las tres una de las chicas cayó fulminada por la ginebra. Como yo no estaba acostumbrado a consumir cosas tan decentes, mi paladar no resintió el chupe. Me mantenía al cien.
Poco después cayó la otra chica y quien al parecer era su novio. Sólo quedábamos tumbados en la alfombra los chicos de la casa y yo. Los tres comentamos nuestras impresiones del concierto y seguímos dándole al frasco de ginebra. Luego compartimos algunas anécdotas personales. La chica me dijo que se llamaba Alondra y que tampoco había asistido a un concierto de ese estilo. Yo le dije que sólo había estado en toquines de urbano y de Hard core. Ambos se mostraban más concentrados a medida que les contaba algunas experiencias durante esas tocadas callejeras. A la hora siguiente el se levantó, me dio una palmada en el hombro y me dijo que por la mañana me haría el favor de llevarme hasta mi casa. Le dije que no había problema. Que en cuanto amaneciera yo cogería el metro o algún pesero. De todas formas ya estaba relativamente cerca. Alrededor de las cuatro Alondra se incorporó y fue un momento a su cuarto. Poco después trajo consigo un cobertor y una almohada. Me los alcanzó y me dijo que nos veíamos temprano. Luego apagó la luz de la sala y desapareció.
Aún seguía con esa sensación de ansias. A pesar de haber bebido bastante no podía conciliar el sueño. Dejé el cobertor a un lado y me puse boca arriba sobre el sillón. Me desconcertó de sobremanera seguir sintiéndome de ese modo. Entonces una silueta oscura se posó sobre mí y me sacó un susto tremendo. Cuando conseguí enfocar un poco entre las sombras me di cuenta que era Alondra. Estaba observándome. Inmediatamente tocó con un solo dedo mis rodillas y me hizo una seña con la mano para que la siguiese. Caminamos por un pasillo largo hasta llegar a una puerta. Me dijo al oído que me metiera, que no encendiera la luz y que no tardaría. Me senté en el borde de la cama y esperé un poco. Luego por acto reflejo me recosté de lado. Una fragancia dulce se desprendía del edredón. Al cabo de media hora Alondra regresó metida en un pijama muy guango y delgado. Me miró sonriendo y me dijo que me recorriese hacia la pared que quedaba a mis espaldas. También se recostó de lado y me fue empujando hacia atrás poco a poco con sus nalgas. Podía sentir por encima de su pijama que no llevaba calzones. Una sensación de hormigueo invadió mi rostro. Sabía que me lo tenía colorado. Pero al menos en plena obscuridad la chica no lo notaría. Así permanecimos un rato hasta que de pronto se volvió hacia mi y comenzó a besar mi rostro. Por más que intentaba buscar sus labios, ella se las ingeniaba para evadirlos. Sin embargo no frenaba de besarme en otros lados. No entendía su comportamiento. ¿Porqué no se desnudaba de una buena vez? ¿Por qué no le daba rienda suelta a su deseo? Su actitud demasiado apaciguada comenzó a producirme algo muy extraño. Sentí una mezcla entre el deseo y la calma. La sensación que me asaltaba horas antes extrañamente estaba disminuyendo. A medida que me toqueteaba mi malestar se desvanecía. Lo hacía con mucha confianza pero con paciencia y moderación. Nunca había pasado por algo así. Sus manos se sentían deseosas y gentiles. Cuando me envolvió la cintura con sus muslos sentí un persistente cosquilleo que descendía por mi columna hasta asentarse en pleno ano. Sus manos se dedicaban a explorarme con ternura y deseo. El tacto no era delicado. Quiero decir que era fuerte, intenso, pero nunca acelerado.
Entonces comencé a imitarla. Empecé a juguetear con el cordón que ajustaba su pijama. Lo enrollaba y desenrollaba entre mis dedos. Luego metí mis manos por debajo de su blusa y froté mis dedos sobre su espalda. Me sentía muy bien al hacerlo de ese modo. Me satisfacía aprender a tocar a una mujer de esa manera. Durante un rato también estuve peinando su linda cabellera sólo con mis dedos. Luego alcé sus brazos y les di unos masajes eventuales. Luego froté mis dedos sobre el costado de ambos muslos. De pronto me ruboricé de nuevo. Después de todo entendí que la chica me estaba enseñando cómo hacerlo. Entonces comenzó deslizar con suavidad sus labios sobre los míos. Siempre que estaba a punto de separarse me daba un mordisco casi imperceptible sobre el labio inferior. Después tomó mis manos y se las llevó hasta sus pechos. Empezó a dibujar círculos en medio de los pechos y luego en cada uno de ellos. Después las dirigió hacia sus nalgas. Colocó las suyas sobre las mías y apretó de tal forma que yo estuviese al tanto de la presión que ella quería que yo ejerciese. Observé su rostro. Reflejaba una paciencia y cordura inconcebible. Ella sabía perfectamente lo que hacía y lo que quería. Mi cuerpo al fin comenzaba a sentirse cansado.
Así estuvimos otro rato hasta que por sí sola se despojó de ese pijama y me quitó los pantalones.
―Déjate esa playera ―me dijo ―. Te dije que me gustaba.
Sólo afirme moviendo la cabeza.
Al final me cogió la verga con el pulgar, el anular y el índice de una mano y me dijo que cuando estuviese listo lo hiciera.
Y lo hice, despacio.
Cuando desperté eran alrededor de las doce. Habían recorrido las cortinas de una ventana bastante grande por la que se filtraba la luz de lleno. Me incorporé , busqué mis calzones, me puse los calcetines, el pantalón y los tenis. Y esperé a que alguien entrase al cuarto.
Al poco rato Alondra entró con un jugo de guayaba. Llevaba puesto el pijama de la madrugada anterior.
― ¿Cómo te sientes? ―me dijo mientras se apartaba un mechón de cabello que le estaba cubriendo un ojo.
―Pues bien, nomás con mucha sed.
Ambos reímos.
―Estaría chido que un día me invitases a una de esas tocadas como las que mencionaste anoche.
―Cuando salga alguna, seguro te invito.
―Mi hermano va para revolución. Si quieres ve con él para que te dé un aventón.
―Sí, está chido.
―Váyanse con cuidado.
―Él es el que maneja, no yo.
―A ver si nos vemos después.
―Me gustaría.
―A mí también.
Nos despedimos con un abrazo prolongado y un beso bastante apacible.

Al llegar a mi casa desayuné, me eché un baño y sali de nuevo rumbo al taller.
Cuando llegué Memo estaba revisando el motor de un taxi y Goyo le iba a cambiar los frenos a una Cheroqui que pertenecía al dueño de una taquería que estaba cerca.
En cuanto me vieron los dos torcieron el hocico.
― ¿Dónde te quedaste hijo de la chingada? ― me cuestionó memo mientras le daba unos brochazos con gasolina al motor desarmado del bocho.
―Ustedes fueron los que me dejaron, culeros ―dije.
―No mames, si te estuvimos buscando como putos locos― dijo Goyo que intentaba desmontar una llanta delantera.
―No sean guaguarones ―les dije―, Ni siquiera había pasado media hora después del concierto cuando fui a buscar el bocho y ya no estaba.
―No mames ―replicó Memo―, no te íbamos a esperar toda la pinche noche. Pero bueno, ¿Te la pasaste chido?
―Pues sí.
Volví a mirara a Goyo. Estaba sudando, las venas de su frente sobresalían. Intentaba sacar el último birlo de la llanta que al parecer estaba atascado.
―Esta chingadera no afloja ―dijo Goyo bastante enardecido―. Hay que ponerle usar más fuerza y velocidad.
Volvió a colocar la llave de cruz. Le dio unos empujones muy precipitados. Luego pateó la llave, se enjugó la frente y se sentó en la banqueta.
―Aguanta Goyo ―le dije―. Quieres resolver todo en chinga. Parece que siempre se te acaba el tiempo.
―Todo se hace de volada― respondió. Si no, ¿Para qué?
―No chingues ―respondí ―. Las cosas se hacen mejor despacio.
¿Despacio?
―Sí, despacio. Con calma.
Recordé la noche anterior y sonreí.
― ¿Por qué te ríes como pendejo? ―respondió Goyo―. Mejor ayúdame para que se te quite esa cara de pendejo.
―A ver güey ―dijo Memo―, ahí te va. Mejor hazle caso al pinche Alejandro.
Entonces Memo cogió la llave de cruz. La colocó en el birlo con sumo cuidado. Hizo una breve palanca. El birlo cedió enseguida.
―¿Ya ves pendejo? ―le dije a Goyo―, acabo de aprender que todo lo que hagas, si lo haces despacio, resulta mejor.
―Sí, ya vi ―respondió Goyo un poco pensativo.