martes, 20 de noviembre de 2012

La mente más brillante de mi generación.

Lo conocía desde los quince. Hacía un par de años que no sabía nada de él. Le pedí a mi amigo Arturo que me acompañara a visitarlo. Daniel, mi amigo, el que tenía 160 puntos de cociente intelectual. Recordaba que resolvía problemas matemáticos complejos, memorizaba párrafos enteros, hacía chistes sofisticados. Vivía a tres manzanas de la mía. Le caímos al llegar la noche. Toqué a su puerta. En menos de un minuto abrió y nos dejó pasar mientras él iba al baño.
Recorrí la cortina de la entrada y una brisa de aire caliente salió disparada. Di unas zancadillas entre las revistas esparcidas sobre el suelo, buscando dónde sentarme. Apenas me recargué en el borde del posabrazos del sillón grande y destartalado. A lo largo del respaldo había muchas cajas con series animadas japonesas. Arturo se tumbó de lleno en el sillón individual sin apartar los cojines roídos. Había montones de tarjetas de Yu Gi Oh por todos los rincones. La carcasa de la computadora había adquirido un tono amarillento. El minicomponente viejo estaba cubierto por pequeñas costras de fruta reseca. La película de polvo de la mesita del centro se había mezclado con grasas de comida y ceniza de tabaco, formando pequeños montículos de sarro. El olor a comida descompuesta se combinaba con el de la montaña de ropa sucia sobre la cama.
—¿Adonde fue el gordo? —preguntó Arturo evitando respirar hondo.
—Dijo que al baño —barajé un montoncito de tarjetas.
Cuando Daniel entró, escuché unos débiles chillidos que provenían de la montaña de ropa.
—Es una rata —respondió Daniel sonriendo y apartó del sillón a Arturo—. No se preocupen. Esa es nueva, pero se va a ir pronto.
Arturo cogió por los hombros una playera de algodón percudida, simulando probársela y preguntó: «¿Cómo sabes, gordo?»
Daniel nos mostró un cedé que puso en la computadora enseguida y dijo con una voz nasal bastante ridícula: «No se preocupen. Tengo el remedio eficaz.»
Al instante unos sonidos muy agudos comenzaron a emitirse desde las bocinas voladas.
—Quita esa pendejada, Daniel —dije cubriendo mis oídos con los dedos.
—Aguanta. Te produce un poco de migraña pero las ratas se largan de volada.
Arturo se levantó y presionó el botón de expulsar en la unidad de cedé.
— ¿Cómo has estado, Daniel? —intenté coger otro montón de tarjetas.
—¡Bien, pero no toques eso! ¡Me la pasé muchos días organizando mi estrategia perfecta con esos decks!
Arturo hizo un gesto angustioso. Le pregunté a Daniel sobre lo que hacía en la computadora.
—Estoy chateando con mi chica.
—¿Ah, sí? ¿Y de dónde es?
—De Sudamérica.
—Es una relación difícil.
—Lo sé.
—¿Y lo de la otra ventanilla?
—Ah, eso. Se llaman loquendos. Es como una ficha bibliográfica del monstruo de cada tarjeta. Después de escribir cada detalle le agrego una voz virtual y lo subo a youtube. Aún no soy bueno para hacer reseñas, pero creo que voy mejorando.
—Daniel, tienes treinta y dos años. ¿No se te hace que ya estás muy grande para esas cosas? —expresó Arturo sin soltar una revista de trucos para videojuegos que había cogido del suelo.
—Tú no entiendes de estas cosas —contestó Daniel sonriendo—. Esto es considerado como material didáctico hasta en las universidades. Lo han certificado.
—Pero si tú ni siquiera acabaste la prepa —respondió Arturo.
—La escuela no explotaba mi verdadero potencial —Daniel cogió un pan de encima del CPU que se veía bastante correoso y le dio una mordida—. Aparte, me he vuelto un poco hábil en las computadoras. Esto de la tecnología es más sorprendente de lo que yo suponía.
—Pero si tienes una computadora de hace diez años, Daniel. No creo que te sirva de mucho en estos días —añadió Arturo sin dejar hojear revistas—. Deberías salir un poco.
—¿Para qué salgo? ¿Qué hay allá afuera? Me aburro —Daniel limpió con su camisa un disco manchado con pasta de dientes—. Aquí tengo todo lo que necesito.
—Hasta las plantas necesitan sol de vez en cuando —dijo Arturo.
—Bueno ya —intervine—. ¿Y ahora dónde estás trabajando, dani?
—En un Walmart. Tengo el horario nocturno —Daniel se pasó los dedos por su cabellera sebosa sin dejar de dibujar una sonrisa. Un puñado de caspa cayó sobre su hombro.
—Te vas a acabar muy pronto —le dije intentando ignorar los chillidos cerca de la cama.
—Me pagan un poco más en las noches. Con eso me alcanza para pagar el internet.
—Sí, pero tú eres el que va a pagar más a la larga —Arturo encogió las piernas por algo que había visto cruzar el suelo.
—Pues ya veremos —Daniel sacudió los restos de pan sobre su regazo, sonriendo.
Examiné el cuarto con mayor atención. Las láminas del techo tenían muchas cuarteaduras y los polines ya estaban muy apolillados. Las telarañas que colgaban eran como viejas serpentinas. Una especie de lama que descendía a partir de los huecos en las láminas cubría la mitad de los muros.
Recogí algunas revistas del suelo y las apilé junto al sillón. Arturo se envolvió las manos con las mangas de su chamarra y llevó la ropa de la cama a una tina metálica en el patio.
—Los genios también tienden su cama —le dije a Daniel echando las cenizas de tabaco en un frasco vacío de Gerber.
—Necesito que vengas un día de estos, don ale —Daniel intentaba desatascar una tecla con un mondadientes—. También eres bueno para los juegos. Quiero retarte para confirmar si mi nivel ha disminuido.
—Sí, dani —hice a un lado del sillón una sábana con una mancha amarilla.
Arturo dijo que iba a al baño y en menos de un minuto regresó con el rostro pálido.
—Mejor hago en mi casa —externó intentando soplar los restos de aserrín húmedo sobre una caja que contenía un árbol de navidad estropeado.
—No se le vaya a olvidar, caballero —rió Daniel con la voz nasal del principio—. Sirve que de paso le corro una nueva serie animada que está buenísima. Trata sobre…
—Está bien, dani. Luego vengo —metí el último par de zapatos debajo de la cama.
Daniel apagó solamente el monitor de la computadora y dijo:
—Bueno, ya me voy a dormir un rato. Hoy entro a la media noche y salgo a las nueve y media.
—Nos vemos después —dije al tiempo que Arturo salía corriendo con el antebrazo sobre la nariz.
—Me saludan a los demás ―Daniel permaneció en el sillón individual.
—Sí —grité antes de cerrar la puerta de su entrada grafiteada.
—¿Por qué habrá acabado tan mal el gordo? —Arturo enfiló hacia la tienda de abarrotes.
—Su papá murió de diabetes hace un año. Acaba de enterarse que la más morrita de sus hermanas está embarazada. La ruca que le gusta lo rechazó. Su mamá sigue trabajando en uno de esos Vips asquerosos.
—Vamos a la esquina. Nada más voy a comprar jamón y queso.
—Te acompaño. De ahí me voy a mi casa.
Antes de pedir en la tienda, Arturo se plantó en el puesto ambulante de carnitas y pidió seis tacos de tripa. El aceite recalentado y el olor de las vísceras aún crudas hizo que pensara en el cuarto que acabábamos de escombrar.
—¿Oye, vas a ir este sábado con nosotros? —Arturo se limpió las manos con varios trozos de papel estraza.
—¿Adónde? —recibí el jamón y el queso a través de la reja de la vinatería.
—Edgar dijo que a lo mejor nos lanzábamos a Garibaldi. No seas puto. Vamos.
—A lo mejor. De todas formas pasas a mi casa a buscarme antes de que se vayan.
—Va.
El tendero tenía sintonizado un programa de chistes en la televisión. De pronto se escucharon unas risas grabadas. De camino a mi casa imaginé que las risas de Daniel también habían sido grabadas

domingo, 14 de octubre de 2012

¡Somos revolucionarios!

Faltaban quince minutos para las seis de la tarde. Debíamos llegar antes de las seis treinta. La cita era en Coyoacán. La reunión con la amiga de Andrea comenzaba a esa hora. Su amiga vivía muy cerca del centro. Andrea todavía seguía involucrada en cuestiones universitarias. Era activista. Yo iba en el asiento del copiloto. En menos de quince minutos llegamos a los viveros.
―Algunas de estas calles empedradas siguen siendo muy bonitas ―dijo Andrea.
―Cuando tienes dinero para reparar la suspensión del coche, pues sí ―respondí.
Dimos dos vueltas a las inmediaciones y nos aparcamos cerca de la famosa parroquia, a dos cuadras. Unas calles adelante, Andrea me jaló del brazo y nos detuvimos justo frente a un amplio portón de madera. Enseguida del segundo timbrazo una chica majestuosa salió a recibirnos. Su nariz excesivamente afilada y sus ojos grandes y rasgados le daban un aire atractivo y arrogante a la vez. El ridículo sombrero de ala ancha le sentaba bien y el vestido floreado bastante fino era amplio y ligero. Pero a pesar de eso no conseguía disimular sus exquisitas caderas. Ambas chicas se abrazaron de una forma extremadamente cuidadosa. Entramos.
La estancia de la casa era inmensa. Supuse que mi casa cabía un par de veces en ese espacio. Algunos decorados eran viejos pero conservaban buen aspecto. Mientras Andrea y su amiga chismorreaban cogí un libro de la pequeña mesita de centro para pasarle revista. Se titulaba “Cambiar el mundo sin tomar el poder”, de un tal Holloway. Me remonté a mis años de universidad. En ese entonces la mayoría elogiaba esos disparates de moda. También existía el tonto jipismo intelectual. Tras la tercera página lo coloqué de nuevo sobre la mesita.
―Si quieres más, hay muchos otros en el cuarto de al lado ―me sugirió la esplendorosa amiga de Andrea.
Sin mencionar nada, fui directo a ese cuarto. No había hueco alguno entre tanto libro. El olor a papel y cuero era muy intenso. Me acerqué a una columna y me entretuve con algunos libros viejos de teoría. Había muchas ediciones bastante escasas por estos lares. Había muchos manuales comunistas y mucho pensamiento crítico. Parecía que demasiados de esos libros no habían sido abiertos en años. Incluso algunos aún conservaban el plástico amarillento bien sellado. De pronto sujeté entre mis manos una edición rusa de "Imperialismo: fase superior del capitalismo" y lo revisé un poco. Me gustaba la impresión de letras en otro idioma. Lo volví a colocar en su sitio.
―¿También te interesa la teoría? ―preguntó la del vestido ampón colocada a mis espaldas.
―Un poco.
―Mi abuelo fue parte del partido comunista mexicano.
―Oh.
―ÉL fue uno de los que presenció el asesinato de Trotsky.
―Si vivía aquí, seguro que lo facilitó ―me dije en voz baja.
―¿Cómo?
―Que si también hay literatura por aquí.
―¡Pero claro!
Al cabo de media hora el timbre comenzó a sonar a intervalos. Casi a las ocho había más o menos unos quince chiquillos reunidos en la estancia. Andrea me llevó a rastras con ellos.
Enseguida noté que todos sin excepción tenían una tez muy blanca. Seguramente muchos de ellos no habían asistido siquiera a su cuarta marcha, o incluso ni siquiera transitaban por las calles a pie de cuando en cuando.
―Es impresionante ―dijo Andrea con discreción―. Mi amiga acaba de contarme que durante muchos años, esta casa perteneció a un famoso escritor posrevolucionario.
―El sastre cagó en mi casa ayer.
―¿Y eso qué tiene que ver?
―Olvídalo.
De pronto una rubia de aspecto fofo se sentó a mi lado. Llevaba entre sus manos una servilleta y estambre de colores.
―¿Te gusta bordar? ―le preguntó Andrea.
―Tengo que cumplir con una cuota ―respondió la güera―. Pertenezco a una asociación que está en contra de la guerra antinarco. Cada servilleta representa una de las muertes por esa guerra. Es una forma de protesta.
―Entonces has de bordar muchas durante la semana ―replicó Andrea.
―¡Cómo crees! Lo hago a ratos. Me tardo una o dos semanas por servilleta.
―Seguramente esas servilletas conmueven a los narcos ―dije, y enseguida Andrea me propinó un codazo.
Por lo que logré escuchar después entre tanto alboroto, entendí que la reunión se realizaba ese día porque muchos de ellos regresaban de unas buenas vacaciones sin haberse puesto al tanto.
―¿Y ellos quienes son? ―le pregunté a Andrea sin quitar la vista de los dedos de los pies de la chica de la casa.
―Son parte del comité del #YoSoy182.
―Ah.
La mayor parte del tiempo se centraron en sus viajes y eventos culturales a los que habían asistido recientemente. Cuando se aburrieron de esos temas pretenciosos abordaron el tema de la reunión.
―Tenemos pensado una acampada nocturna frente a la televisora ―dijo una chica trigueña sin soltar su iphone.
―Yo no tengo tienda de campaña ―añadió otra chica hermosa―. Aún así le voy a pedir la tarjeta a mi papá. Ayer vi una en Martí lo suficientemente grande.
―Tenemos que pugnar a como dé lugar por la democratización de los medios ―inquirió una chica que sostenía un frapé de Starbucks.
―También necesitamos unas cápsulas informativas ―añadió un chiquillo con camisa a cuadros, sujetando un libro de Habbermass.
―No hay falla. Tadeo estudia cine. En algo puede ayudarnos.
―A ti te gusta el cine, ale ―dijo Andrea en voz baja―. Tú debiste estudiar cine.
―Para estudiar algo así tendría que empeñar mi culo unas doscientas veces.
―Lo más conveniente en estos momentos sería convocar a una nueva mega marcha ―dijo otra chica que sostenía una revista Vice entre sus manos.
―¿Para cuándo? ―añadió un chico limpiando un jiter de obsidiana―. Es que la próxima semana salgo de viaje otra vez. Voy a real de catorce.
Volvieron a retomar sus cuestiones personales durante otro rato y luego sacaron un par de botellas de ginebra. Una de las tantas chicas que parecían diosas se acomodó junto a mi.
―¿Y tú qué estudias? ―me preguntó.
―Computación en un CECATI, ¿y tú?
―Publicidad.
―Ya veo.
―No queremos a Peña.
―Muchos no quieren a nadie.
Otra lindura se aproximó a nosotros y empezó a refunfuñar.
―¡Malditos Chacas! Me asaltaron ayer por el metro Hidalgo. Sabía que no debía bajarme del coche. Son una puta escoria. Debería encarcelarlos a todos. Malditos nacos. No ayudan en nada. Sólo perjudican a los que en verdad queremos un cambio.
―Te entiendo ―dijo la chica a mi lado―. Son de esas personas indeseables.
―Ellos son el resultado más vistoso de este mal gobierno ―dije―. Y también son pobres.
―Sí, ¡PERO TAMBIÉN HAY CLASES DE POBRES!
―¿Entonces también hay clases de pobres?
―La chica de mi lado se levantó enseguida y fingió desentenderse de la pregunta. La otra chica se puso a revisar su nuevo celular.
Un chico que sostenía una botella de Buchannan´s dijo:
―Vamos a ponernos las pilas. Al rato armo un grupo en el face y un hashtag en twitter.
Conforme trascurría el tiempo, iban conformándose grupillos de tres o cuatro personas. Yo permanecía quieto en el sillón. En cierto momento, una chica y un chico trabaron conversación conmigo.
―¿Ya estás participando? ―me preguntó el chico.
―No.
―¡Cómo crees! ―Añadió fingidamente sorprendida la chica―. Esto es por el bien de todos.
De pronto otra espectacular chica se acercó a la chica que me increpaba.
―Hola, Valeria. Me contó Tadeo que fuiste a Canadá. ¿Qué tal? A mí me encantó Toronto.
―Yo estuve en Vancouver. Estuvo bien.
―¿Y cómo sigue tu mamá con su tobillo? El esquí no es tan bueno después de todo.
―Ya mejor.
―¿Y tu hermano?
―Supongo que en la Roma. Ya sabes que no sale de allí.
―¿Y tu padre?
―Ya sabes, en la oficina.
―¿Entonces quién está al pendiente de tu madre?
―La chica del aseo.
―¿No deberías estar con ella?
―Hay cosas más importantes. Por ahorita eso no es asunto mío. Es más importante ver lo de la mayoría.
Me escapé de esas dos y regresé a la habitación de los libros.
De pronto, un chico que entró al cuarto dijo:
―Lo que nos hace falta es gente más comprometida. Deberíamos cerrar las instalaciones de los periódicos. Yo sé que muchos desaprueban eso, pero hay que tomar otras medidas. Se necesita gente con “acción”. ¡SOMOS REVOLUCIONARIOS!
Me volví hacia él y miré sus manos pálidas. Parecían bastante reblandecidas. Ese chico siempre había tenido buenas horas de sueño y de confortables lecturas. Seguramente no sabía cambiar siquiera un tanque de gas o reparar un fusible. Lo cierto es que eran manos que tampoco habían cambiado una bujía o habían desatascado el lavabo de la cocina.
―¿Y si los someten? ―le pregunté sin mirarlo al rostro. Pero ese chico de manos pulcras no dijo nada y regresó a la sala. Continué inspeccionando los libros.
Desde allí podía escuchar todo su alboroto. Manifestaban un entusiasmo carente de seriedad. Era como si por un momento sintiesen que discutían acerca de la organización de un carnaval. Era como si el mero impulso de montar al toro los llevase a cometer semejante imprudencia. Era como entender que ellos no comprendían nada al respecto, y sin embargo, se obstinaran en ello. Entendí que se encontraban muy atemorizados, y muy disgustados consigo mismos. Les apenaba haber llevado una vida fortuita, e intentaban redimir esa situación. Claro, de la forma menos conveniente.
De pronto un olor a marihuana se propagó por todos lados. Regresé a la estancia. Algunos se turnaban el jiter de obsidiana muy cerca del ventanal abierto de un pequeño balcón. Un rubio con una camisa de Manu Chao quiso alcanzarme el jiter.
―Dale un tanque ―dijo―, se ve que le pones. Está buena, es de Oaxaca, te pone en corto.
―No, gracias, hace mucho que pasó mi adolescencia. Aún quiero hablar rápido.
Me asomé por el balcón. La noche era muy apacible y el aire me envolvía con el aroma de las cafeterías cercanas. Otro chico se acercó al del jiter y le preguntó:
―¿Entonces no vas a poder asistir a la otra mega marcha?
―No creo. Tengo que ver a mi chica.
Cerca de las nueve y media me despedí de Andrea haciéndole señas y salí sin ser visto. Caminé un par de cuadras. Quería visitar el centro. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había visto por la noche la fuente de los coyotes. Me llevé una sorpresa al enterarme que los viejos puestos ya estaban reunidos en un solo predio. Noté la zona muy vacía. Los viejos organilleros ya no estaban. Miré un puesto de churros muy descuidado. Enfilé por una calle estrecha hasta llegar al eje ocho y cogí un pesero que me dejó en Mixcoac. Al llegar a mi casa me puse a escombrar mi librero. Encontré un viejo libro que daba por perdido. Revisé sus páginas durante un par de minutos y luego me puse a leer con detenimiento. En un capítulo se citaba un fragmento de una carta enviada por Engels. Trataba sobre la falsa conciencia. Decía así:

La ideología es un proceso que se opera por el llamado pensador conscientemente, en efecto, pero bajo una conciencia falsa. Las verdaderas fuerzas que lo propulsan, permanecen ignoradas por él…
Trabaja exclusivamente con material discursivo, que acepta sin mirarlo, como creación del pensamiento, sin someterlo a otro proceso de investigación, sin buscar otra fuente más alejada e independiente del pensamiento; para él, esto es la evidencia misma.

viernes, 11 de mayo de 2012

Haciendo cosas indebidas (Parte II y última)

II.
Rosario lucía estupendamente candente. Su cabello largo y castaño tenía una pinta sedosa. Sus ojos eran negros, de mirada imponente. Su boca angosta y de labios delgados le daba un aire de niña haciendo un leve puchero. Calzaba un traje sastre sencillo y entallado que escandalizaba de inmediato. Tenía una figura con las perfectas proporciones. Eso le hacía tener un aire elegante y no de callejera. Las proporciones moderadas siempre les dan un talante lindo. Cualquier tipo jodido que se haya cruzado en el camino de una lindura como esa, seguro sabrá de lo que hablo.
Era de esperarse. Por mi parte yo iba siendo cada día más decrepito y por su parte, parecía que cada día se ponía más entera, deliciosa. Tanto como si fuese un cuerpo constantemente remozado por el tiempo. Miró a todos y los saludó con gentileza. Cuando una linda chica se muestra amable te embauca de inmediato a sus encantos. Tu subconsciente lo entiende como un “vamos, no soy inaccesible como lo piensas”. Te da el empujón preciso para caer en el barranco. Cuando entornó hacia mí me dijo:
—Hola, Ale. Veo que sigues tan guapo como siempre. ¿Sabes?, tenía muchas ganas de verte desde hace mucho tiempo.
Ese comentario arrasó de inmediato con la poca soberbia que yo tenía. Me había vencido. Como buen lurio que quiere hacer literatura con su vida, sólo bastaron unas cuantas palabras precisas para recomenzar ese estado de completo enculamiento. Así son las cosas con alguien como yo. Pudo enseñarme las tetas, pudo friccionarme el culo en el hombro al levantarse en ese lugar repleto de palurdos, o pudo hablar conmigo de cerquita durante la noche. Pero tuvo la brillante idea de “EXPRESAR LO QUE EN REALIDAD PENSABA. A veces las mujeres no tienen la menor idea de los percances que pueden desatar con acciones triviales como esa. Lo que piensas y dices al otro no debe tomarse a la ligera.
El tiempo avanzó un buen tramo y hubo charlas diversas. Se hablaron muchos tópicos. Desde comida hasta remembranzas de esos fétidos años tocamos. Como de costumbre, muchas de esas charlas se mezclan con la pedéz de la gente y suelen desembocar en la política. Todos opinaban demasiado y poco acertado. Tenían concepciones demasiado torpes sobre lo que es la política. Como siempre ocurre, achacaban todos los males a las figuras públicas desconociendo que ese asunto implica muchas más cuestiones. Se perdían del contexto internacional hasta el tipo de actores sociales que intervienen. Por un momento pensé en tomar el timón de la conversación. Quizás habría protagonizado el resto de la charla y así haber generado en Rosario una nueva impresión muy grata. Sin embargo desistí antes de intentarlo. De nada serviría dispararles la adrenalina a cinco borrachos que a la mañana siguiente olvidarían todo. Además, Rosario pudo desconcertarse con un cambio tan impensable sobre mí.
Por todos lados siguieron sonando botellas. El choque del cristal resonaba en todo el lugar, en todo momento. Vero sabía que yo podía amenizar la estancia. También sabía que yo intentaba de ese modo amenizar el momento, haciéndome el ingenuo desde luego. Rosario se divertía de lo lindo. Me miraba discreto, a interludios. Más tarde rotamos los lugares. La conversación fue dividiéndose poco a poco en parejas y Rosario le había pedido a Vero que la dejase sentar a mi lado.
Estaba nervioso por completo. Jamás he podido controlar esa sensación. Siempre que una mujer encantadora se encuentra a mi lado me siento acorralado. Aunque ambos mostremos las mismas pretensiones, aunque ya la conociese o a pesar de saberla a mi merced. Sea como sea, las mujeres lindas me acaban.
En realidad hablamos poco. Ambos nos mirábamos proyectando lo difícil que era contener las ansias. Después de unas horas Vero decidió salir de ese lugar y llevar a toda la comitiva a casa. Cuando salimos rumbo a la nave, Rosario me contaba que desde ese entonces había estado sola. Me tomó de la mano. Volvió a perturbarme en serio. Pudo ceñirme de la cintura, pudo haber dicho guarradas a mi oído o tal vez pudo hundir su lengua de súbito hasta mi tráquea. Pero volvió a cometer una acción indebida: tomarme de la mano. Traté de no proyectar lo tan perturbado que estaba y dejé que hablara. Me contó que durante mucho tiempo ha mantenido distancia de los hombres. Enseguida le pregunté porqué
—No sé cómo explicarlo —dijo.
—Todas saben pero no lo intentan —le dije bajo un tono abrumado.
—Bueno… es que... mis últimas relaciones han sido una pesadilla.
—¿Por qué lo dices?
—Es muy difícil toparse con el hombre ideal.
—Por ser ideal no existe ni existirá. Debes sólo buscar un buen hombre.
—¿Y para ti que es un buen hombre?
—Dímelo tú. Ustedes lo saben muy en el fondo.
—Es muy complicado.
—Y les aterra.
—Son muy escasos.
—Y les son tan aburridos…
Cuando llegamos al auto esperamos un poco a que la botarga y una de las insoportables linduras nos dieran alcance. Guardamos silencio y decidimos remontar la charla al llegar a casa de Vero. Cuando por fin subimos todos al coche y dimos marcha, me puse a observar el paisaje del camino con la ventanilla abajo. Avenida revolución y sus inmediaciones siguen siendo el mismo vórtice de la calamidad. El ex cine Jalisco siempre parece que caerá de súbito. Veia caminar por la acera a un sinfín de borrachines ante el desamparo, retozando, tratando de pegarse a las cortinas de hierro y así poder tener un sueño normal. Algunos travestis al pie del semáforo insinúaban los recientes atributos que quirúrgicamente les habían concedido. Algunos sólo esperan darte una mamada o una sobada de escroto. Tacubaya siempre tendrá esa linda fama por seguir siendo un nido de zarigüeyas.
Recordé cuando entrabamos de contrabando al cine Marilyn. Ese cine tan porno como el Teresa pero más grotesco por su audiencia. A lo largo de sus pasillos siempre encontrabas cosas “inusuales”: Cepillos para dientes, calcetines, pantalones, zapatos, envolturas de comida, jeringas, cascaras de fruta en abundancia, envases de medicamentos y otras tantas excentricidades. Todos los asientos parecían almidonados. Estaban tiesos y raidos. Lo más normal era acudir en palomilla. De lo contrario, ir a una función del Marilyn a solas sería una misión kamikaze. Los acosos y las malas costumbres se dejaban caer sobre ti sin contemplaciones. También estaba la prepa 4. Siempre acudía a embriagarme entre semana con los del CGH. Los cubos eran las mejores tabernas por aquel entonces.
Después pasamos por San Pedro de los pinos. No estaba tan mal. Aunque ha sido siempre una colonia semipudiente siempre ha tenido sus atractivos. Recordé que la entrada del metro servía de buen spot para una intensa patinada, o como un buen fumodrómo de mierda. Los polis del metro casi nunca subían para imponer el orden, y cuando lo hacían, sólo sugerían que nos esfumáramos un par de horas mientras los sometían a revisión de rutina. También estaba la secundaria ocho, donde sólo había mujercitas. Fue de mis primeros lupanares. Fue donde con otros vatos comencé a forjarme para el club de los mamantes de lolas.
Luego pasamos por San Antonio. Tampoco se quedaba atrás con sus canchas de frontón. En ellas se armaban los mejores torneos y las mayores putizas entre equipos de barrionorte , Jalalpa, Capúla y demás colonias mal vistas; el Pirúl, la garci, Nonoalco, Minas, Butacas, y demás zonas de miedo capitalinas. Recuerdo que en ese lugar conectábamos la mejor mota y las piedras más baratas.
Cruzando el periférico a esa altura se encuentra el G-3, un centro deportivo que a decir verdad siempre ha jugado una suerte de centro adictivo. En ese lugar conocí la magia del skateboard y por supuesto a los patinadores más retorcidos, más conflictivos y más decadentes de la zona.
Pero no hay como mi querido Mixcoac, con su pulquería el gorjeo, que después se llamó el George para otorgarle más categoría. Molinos y Alfonso XIII con sus calles infestadas de gatitas lindas y accesibles, y adictos perversos y amigables. Lugares donde en sus parques armábamos las mejores pedas al aire libre, donde asistí a mis mejores toquínes de hardcore y a las más graves madrizas que me atizaron. No podía dejar de mencionar su pulcata la copa de oro. Vieja en tradición donde podía ver a todos mis vecinos durante todos los días, desahuciados, desmoralizados. Completamente acabados. Donde todo tipo de piltrafas se reunían. Donde un robo a transeúntes o la aparición de un auto desvalijado a las afueras de ese sitio es lo de siempre. Donde todo tipo de personajes se adentra en ella, desde preparatorianas adolescentes e histéricas hasta viejos panzones, cocainómanos y rabo verdes. Toda fauna encuentra su lugar. Y ese fue el mío.
Eso de hablar del centro de la ciudad, de Tlapan sur y demás zonas cosmopolítas de la ciudad, que están de moda para retratarse como escenarios rasposos, lo dejo para los falsos realistas sucios. Para los que aprenden a relatar la suciedad pero siempre con los zapatos boleados.
Todo eso recordé y pensé en el interior del auto mientras acortábamos distancia. La casa de Vero estaba en Barranca del muerto. Al cabo de un rato llegamos. Mientras el resto bajaba del coche, yo me adelanté para abrir la puerta al tiempo que Vero iba la vinata por más chupe. Las rajas y el choncho decidieron esperar un poco en la calle. Rosario atravesó el umbral de la puerta. Mi reloj marcaba las dos treinta de la madrugada.
De regreso, Vero puso todo el material en la mesa, sacó unos cuantos vasos de la cocina y se dispuso a servirle a todos. Estábamos en la sala. Hacía un ambiente soporífero. Así que Vero abrió las ventanas y encendió la radio a volumen quedo. Metió un disco, le puso play. Era el Finally we are no one. Ella sabía que en momentos de entusiasmo me venía bien escuchar cosas así. Esa mujer sí que sabía ser amiga. No recuerdo muy bien lo que seguí charlando con Rosario. Al parecer hablábamos de los empleos que ella había obtenido como edecán mediante varias agencias. En algún momento de la conversación me preguntó a qué me dedicaba.
—Y bien —dijo—, ¿me vas a decir qué haces hoy en día?
—Soy un holgazán
—No me mientas, seguro tienes un buen empleo
—Empleo mi tiempo de buena manera en lo que quiero. Así que no quiero tiempo para un buen empleo.
—¿En verdad?
—Sólo leo
—Vaya.
—Lo siento.
—¿Por qué?
—Pues… tal vez creíste que era un hombre exitoso.
—Para ser honesta… nunca te he vislumbrado así.
—¿Por qué?
—Digamos que un hombre que sabe muchas cosas es porque tiene mucho tiempo para sí. Cuando eres un hombre común tienes éxito pero poco espíritu. Además eres soltero y un hombre soltero tiene mucho tiempo.
—¿Y cómo sabes que presuntamente yo sé muchas cosas y que sigo siendo soltero?
—Pues digamos que nunca he perdido contacto con Vero.
—Esa pinche Vero —pensé en mis adentros.
Luego me observó y pregunté:
—Pero ¿por qué nos distanciamos? —apreté el gatillo justo en el momento preciso.
—Esperaba que no lo mencionaras, Ale
—¿Qué quieres decir?
—En ese entonces yo me sentía segura. Muchos hombres me codiciaban y eso tú lo sabes.
—Por supuesto.
—Pero ¿Sabes? Te atravesaste en un momento indebido.
—¿Por qué?
—Me hiciste tambalear
—¿Por qué razón?
—Jamás reflejaste prisa por conocernos. Siempre buscabas que las cosas sucedieran sin presiones, con empeño y con tacto.
—Nunca he sido un caballero, Chayo.
—No quise decir eso. Jamás me engalanaste con ridiculeces de ese estilo. Jamás expresaste elogios melosos. Me refiero a que en verdad te entusiasmaba que yo pasara un momento grato. Siempre me mostraste el lado bueno de algunas cosas que suelen considerarse malas. También me mostraste el lado malo de las cosas que suelen considerarse buenas. En verdad descubriste cómo enamorarme.
—¿Y entonces, que ocurrió?
—Sentí mucho miedo.
—Ya veo. Entonces estuve haciendo cosas indebidas.
Vero me llamaba desde la cocina.
—Comprende, Ale, me sentí vulnerable, acorralada. Me sentía desnuda y temerosa contigo.
—No tengas reparo, siempre me ocurre lo mismo.
—En verdad lo siento.
—Yo más.
—¿Por qué?
—Pues por ser un cretino y pensar y no ser un cretino dejando de pensar.
Vero insistía tanto que me incorporé y fui hacia la cocina. Cuando llegué me miraba demasiado seria.
—Te voy a decir algo, cabrón —dijo un poco enardecida.
—Dime pues.
—No quiero que en el trascurso de la noche hagas demasiado ruido. Te voy a dejar mi cuarto. Puedes dormir con Chayo. Pero no quiero jimoteos, ni azotes contra la pared ni mucho menos rechinidos intensos. Bien sabes que cuando escucho esos sonidos y yo no participo me pongo bien caliente y me atormento.
—Esta bien —sonreí— , veré qué puedo hacer.
Ambos nos miramos unos segundos y quizá fue por el alcohol o por la ocasión, pero sentí en ese momento un profundo cariño por Vero como no lo había sentido antes. Por personas como Vero creo que la amistad no se ha perdido aún del todo. Entonces regresé junto a Rosario.
Pasaron dos horas y las lindas incómodas al fin se fueron. Media hora más tarde el gordo las siguió haciendo ademán de despedida. Enseguida de eso Vero fue a dormirse. Así quedamos, Rosario y yo, solos, en la sala.
Seguimos conversando el resto de la madrugada. El sol despuntó y aún seguíamos hablando. Por momentos tenía ganas de bajarle los calzones estrepitosamente y metérsela despacio. En otros sólo tenía ganas de besarla y sentir su cálido cuerpo cobijando el mío. Decidí no recriminarle su abandono de aquel entonces. Finalmente dormimos entrelazados, vestidos y satisfechos.
Despertamos al atardecer. Lo primero que hicimos fue comernos una sopa instantánea y algunos tacos que mi vieja amiga tenía dentro del refrigerador. Después de un rato, Vero revivió de la modorra y se fue a bañar. Una hora más tarde estaba lista para salir de nuevo. Me sentía agotado. Miré mi rostro en un espejo y contemplé cómo se había tornado completamente ajado. Después Rosario y yo volvimos a sentarnos en la sala un rato. Sonó un móvil. Era el de Rosario. Luego de colgar dijo que tenía que marcharse. Le dio un fuerte abrazo de despedida a Vero y cuando se acercó hacía mí me masculló algo al oído.
—No esperes un día preciso, pero en cuanto esté lista, seguro te llamaré.
—Está bien —respondí con un deje resignado.
Después, puse de nuevo en el estéreo el disco de la noche anterior y me senté a rememorar lo sucedido. Vero fue a la cocina y preparó dos micheladas para la cruda. Regresó y puso todo en la mesa de centro de la sala y al final dijo:
—¿Y bien?, ¿Qué ocurrió?
La mire por el rabillo del ojo. Froté mis rodillas un poco. Aspiré profundo el aire del atardecer naranjado de la ciudad desde la ventana y le dije vacilando:
—Puta madre, después de todo, hoy en día es más fácil ofrecer el culo que el propio corazón.
—Eso sí —respondió Vero acabándose su michelada.
Después de rascarme la cabeza me fui al sillón y puse un disco de Sigur Ros. Era un disco relativamente viejo. Con el tiempo me iba gustando más y más. Tal vez nunca dejase de gustarme. Eso pensé acabándome la michelada y apretando sobre mi cara un cojín del sillón. Cuando respiré sobre su tela me dí cuenta que aún conservaba el olor de ella.

Haciendo cosas indebidas (Parte I)

En cuanto salí del baño, Verónica se levantó del sofá, cogió las llaves del coche que estaban sobre la mesa y nos fuimos directo al estacionamiento. Habíamos estado bebiendo en su departamento desde la tarde. Ya era de noche y apenas yo andaba medio pedo. Eso era mala señal. No hay cosa más tormentosa que estar “medio” alcoholizado. Un hombre es capaz de soportar una vida medio afligido, medio enfermo, medio atormentado, medio desesperado, medio miserable y medio enloquecido, pero jamás medio jumo. Cuando subimos a su auto y nos pusimos en marcha me dijo que no me preocupara, que la peda seguiría toda la noche. Me soltó que había quedado con unos viejos amigos en un lugar al que no puse atención. El caso es que como siempre, yo no desembucharía ningún quinto. Vero era una buena chica.
No era tan agraciada pero tenía un humor genial, unas nalgas nada despreciables y además tenía un trato gentil con las personas que le hacía relucir formidable en todo aspecto. Nos conocíamos desde la preparatoria. Por aquel entonces ella decía estar tremendamente enamorada de mí. Decía que yo tenía una mirada atractiva. En realidad casi todas las mujeres me han dicho lo mismo. Eso me vino bien ya que durante todo ese tiempo pude disuadirla para hacer todas mis tareas y para solventar muchas de mis borracheras esos años. Todo eso a costa de unas cuantas horas de mi compañía. Cuando una mujer no sabe distinguir entre el amor y la obsesión, el hombre tiene asegurados buenos momentos para el futuro.
Desde entonces nos frecuentábamos de cuando en cuando. Por eso empecé a creer que iba a tener un patrocinio esporádico de alcohol por siempre.
Vero condujo en línea recta varias cuadras hasta que torció en una y se incorporó a la avenida patriotismo.
—¿Ahora adonde me vas a llevar? —pregunté pensativo.
—A un lugar que no te va a gustar —replicó dibujando una sonrisa jocosa.
—Ya sabes que ningún lugar me agrada tanto.
—Cascarrabias. ¿Siempre tienes que ser tan razonable?
—No tengo otra manera para entretenerme.
—Iremos a pata negra
—¿Es una pulquería?
—No, es un lugar agradable que está en la Condesa
— Vaya, de vuelta en la Condena.
—Lo siento, te chingas, yo soy la que pago. Así que no tienes alternativa.
Era verdad. Me tenía de los huevos. Amenudo ocurría lo mismo. Aunque solía protestar por esos entretenimientos absurdos, ridículos e incómodos, siempre mandaba por la borda mis prejuicios con tal de seguir mamando de la botella. Cuando te encuentras borracho, desarrollas una aguda capacidad para hacerte el pendejo, el desentendido. Omites todo y finges armonizar con cualquiera, y el peor muladar se vuelve un lindo palacio. Cambias de perspectiva como de calzón. Te vuelves un cretino íntegro por unas cuantas horas.
Después de un rato llegamos y estacionamos el auto a unas cuadras. Mientras caminábamos ella no dejaba de mirarme con un aire atónito.
—Te juro que no puedo creerlo —dijo.
—¿El qué?
—Contigo, un buen baño es suficiente para darte un aspecto muy distinto.
—¿En verdad?
—Lo juro. Luces más blanco, más lindo, más respetable. Parece que el baño te da vitalidad
—Ya vienes muy briaga.
—No, no, para nada. En verdad pareces otra persona
—Eso es un problema. Por eso no lo hago seguido.
Vero me estaba arruinando la noche con tantas confesiones. Decía la verdad de nuevo. Siempre he tenido un aspecto endeble y un tanto “dudoso”. Eso me ha ocasionado un sin fin de problemas. A veces piensan que soy puto o demasiado delicado. Por eso, cuando niño, los chicos nunca me invitaban a los deportes de contacto o me incitaban en acciones temerarias. Una vez, cuando mi padre quiso que entrenara box, fui a un gimnasio para inscribirme. Pero en cuanto el entrenador me vio dijo a mi tío (él me había llevado) que esa no era una actividad para “alguien como yo”. En el soccer y el americano pasó lo mismo. Mi complexión delgada y ese rostro medio afeminado no me favorecían en absoluto. Mi apariencia siempre ha complicado mi vida. Por eso decidí esmerarme por un aspecto más destruido. Sabía que una fachada desmejorada sería mi remedio temporal.
Cuando llegamos a las puertas de ese bodrio dos lindas mujeres y un regordete saludaron horrorosamente efusivos a Vero. Tenía la ligera impresión de haberlos visto antes. Enseguida, una de las chicas se acercó a mí intentando abrazarme. Entonces por una reacción instintiva retrocedí un poco y dije:
—¿Te sientes mal?
—¿ A poco no me recuerdas?
—Tengo pésima memoria —mentí.
—Soy Violeta, también de la prepa.
Lo dijo como si hubiese sido la protagonista principal de varias anécdotas por esos años. Y en verdad lo era. Aunque de esas demasiado desagradables que para mi mala fortuna aún no he logrado olvidar.
—Ah sí, ya recuerdo. Si, si. Seguro que te recuerdo.
—¿Lo ves? —dijo entre risas—, soy inolvidable.
—Para mi puta suerte —susurré.
—¿Qué?
—Creo que ya vamos a entrar.
El estilo del lugar era repugnante. Tenía dos pisos. En el primero tocaban música en vivo, pero para mí buena fortuna, ese día no cometieron semejante estropicio. Uno comienza a desquiciarse al escuchar a bandas interpretando covers de caifanes o de un sinfín de bandas ochenteras-noventeras igual de culeras. El segundo piso resultaba ser la zona de baile con su DJ y demás. Al parecer, la gente jamás aprenderá la distinción entre un excelente Dijing y un simple junta retazos musicales. Esos pululan como las moscas alrededor de un gato agusanado.
El acceso se puso un poco complicado. Aunque no para mí. Siempre he tenido la fortuna de que cualquier lugar me abre sus puertas sin complicaciones. Permanecimos un rato frente a las puertas del lugar. Lo sentí muy estúpido. No entendía por qué debíamos esperar para entrar a un lugar menos divertido y más caro que un congal. Un putero siempre será más digno y guapachoso que un lugar de ese estilo.
Cuando por fin entramos, tardamos otro rato para conseguir una mesa. Mientras tanto, yo permanecía de pie recargado sobre la barra. Miraba uno de los más maravillosos desfiles culinarios que había presenciado en los últimos meses. Ahora que lo pienso, esa es la única razón por la cual no reniego demasiado a la hora de fondear en covachas así. El lugar estaba atestado de un sinfín de nenas. De esas hijas de la noche.
Mientras yo miraba a esos retazos rebosantes de buena carne menearse por todos lados, Vero estaba discutiendo con todos los meseros que paseaban presurosos por ahí. Por eso supe que pronto nos darían mesa. Eso me encantaba de Vero, y de algunas mujeres en general. Siempre amables y a la vez siempre dispuestas a ponerse duras cuando la ocasión lo requería. Una mujer sumisa es tan aburrida como una puta amateur.
Al poco rato nos dieron la mesa y comenzamos a beber contentos. Vero charlaba con las dos guapas e insoportables que venían con nosotros. A la otra no la recordaba y entendí que sería mejor no esforzarse. De todas formas no cruzamos palabra durante la noche. Mientras tanto, el regordete intentaba darle rienda suelta a su lengua conmigo.
—Yo te recuerdo —dijo mientras jugueteaba con sus pulgares.
—¿Ah sí? Seguro también de la prepa.
Era obvio.
—Si, de hecho tú cursaste dos años conmigo.
—¿En verdad?
—Sí, me sentaba a unos cuantos asientos tras el tuyo.
—Debieron ser pocas veces.
— Así fueron.
—Seguro. Sólo entraba cuando debía lavarme las manos o cuando me daba por dormir un poco.
—Tú le gustabas a casi todas mis amigas y a muchas de la escuela.
—Mi teléfono casi ya no suena. Ahora de nada sirve que lo sepa. (Aunque ya lo sabía por Vero).
—Tienes razón.
La noche no iba tan mal. Vero me había dicho que podía pedir cuanto quisiera. Así que no me fue difícil despacharme con la cuchara grande. Ella era tres años mayor que yo. Su trabajo como publicista le daba para muchos caprichos. Nunca tuvo problemas para ingeniar mierda cerebral rentable. En todo caso, lo único que me mantenía con vida esa noche era mirar a las chicas del lugar y continuar bebiendo. Sin embargo, dos horas más tarde Vero me dijo algo que comenzó a inquietarme. Ella estaba hablando por teléfono y después de colgar me dijo:
—Ya no tarda en llegar. Es alguien que te agradaba. Y seguro lo seguirá haciendo.
—¿De verdad?
—Estás hablando conmigo, cabrón.
Reí un poco. Para ser honesto no pasaba por mi mente quién podría ser. Por más que intenté pensar qué mujer sería no di en la diana. Pasaron dos largas horas y yo seguía con los ojos acuchillando los vestidos vaporosos de esas zorritas bañadas en perfumes caros. Ojalá una de ellas se decida esta noche a perderme el asco, pensé.
Recuerdo que la última vez que acudí a una madriguera como esas también fue con Vero. Salí dando traspiés con una güera muy alta y buena y de nariz muy prominente. Decía que vivía en la Roma y que podíamos seguir chupando en su depa. Creo que lo que más le gustó esa noche fue la manera tan resuelta como comencé a manosearle el cuerpo cuando íbamos haciendo el trayecto a su casa. Recuerdo que a medio camino saqué una pipa de cristal y comenzamos a fumar un poco de Kief. La vieja estaba extasiada. Decía que no había conocido a un tipo realmente despreocupado y resuelto de la vida. Me preguntó cómo lo había logrado.
—Si aún vives con tus padres después de los veintiuno, estudias en una escuela pública que te hará ver que las cosas están peor de lo que pensabas, si nunca te alejas de tus vecinos en la colonia marginal donde aún subsistes, y si te rodeas de la peor escoria que puedas encontrar, verás que por arte de magia muchas cosas dejan de entusiasmarte en gran medida.
Yo sabía que el gusto que sentía por mí equivalía al de una niña caprichosa que ha comprado un ave exótica en una tienda departamental. Sin embargo, el encanto se rompió por la mañana cuando le pedí para el metro de regreso. La economía siempre se impone ante la necesidad de una buena compañía.
En fin, pasó un largo rato y de pronto tuve ganas de orinar. Fui al baño para desperezarme un poco y olisquear la deliciosa fragancia femenina que se extendía en los alrededores. De camino me topé con una morena radiante. Por debajo de su blusa de algodón, bamboleaban unas mamas grandes y sólidas. No se movían demasiado mientras caminaba muy petulante. Quería tocarle el pezón con mi dedo índice. Iba cogida de la mano de un cretino al cual no puse atención. Hubo un trueque de miradas. La desvergonzada me miró retadora y desde luego yo no hice más que mirarle un par de segundos los ojos y el resto del tiempo las tetas. Me gusta cuando las mujeres desvían la atención mientras su estúpido adorno está tratando de comunicarles algo y no lo pelan. Me fascina el coqueteo con todo y compañía.
Después entré al baño y oriné tomándome mi tiempo. Salí sin distracciones. Olvidé lavar mis manos. En realidad, nunca me lavo las manos. Lo sabía, era un puerco. Entonces regresé y me las enjuagué un poco. Pero para secarme ambas manos retorné a la mesa, y en cuanto llegué al asiento, con suma naturalidad tomé por los hombros a mi pre diabético amigo y froté mis palmas un poco en su chaqueta de diseñador. Después de un rato cobré conciencia que mientras había ido al baño alguien más ocupaba lugar en nuestra mesa. Vero estaba en la barra charlando con otra mujer que no lograba distinguir. La luz era demasiado mortecina. Pero noté que al rededor de la mesa ya había cuatro bolsos. Por esa razón deduje que alguien más había llegado. Nunca hay que perder de vista los detalles, pensé en silencio.
Esperé un rato y cuando esas dos dejaron la barra y se acercaron, tuve que cuidar no hacer un ademán idiota. En verdad no daba crédito. Rosario fue la chica más linda de la escuela, la más cortejada y por supuesto la menos accesible por aquel entonces. Durante un tiempo salimos. Pero por una razón que aún no comprendía nos distanciamos. Algo quedó inconcluso. Y ahí estaba esa noche. Frente a mí, otra vez. Con nosotros. Y yo sin saber qué decir.

domingo, 25 de marzo de 2012

Tres Generaciones (Parte II)

Miré hacia la ventana y me cercioré si estábamos en insurgentes. El puto pesero avanzaba muy despacio para hacer base justo en la esquina. Seguí contando.
»Tenía veintidós cuando salí con una chica de la edad. Creo que ya llevaba un par de años en la carrera cuando conocí a Nancy. Ella también estudiaba sociología, y por coincidencia fuimos compañeros en una optativa. Siempre había salido con mujeres más chicas o mayores. Nunca fui de esos que saliesen con chicas a la par de años. Fui muy extraño desde niño. Siempre me habían interesado las más morras o las más experimentadas.
—Ajá.
—Cállate. Me cortas la inspiración.
—Bueno.
»El caso es que durante una clase de práctica, todos los alumnos de la clase terminamos cenando con el profesor en el Samborns de los azulejos. Recuerdo que aquella noche, justo cuando salía de ese liendroso lugar una chica alta y de piel acanelada se plantó frente a mí y me dijo: «Te he mirado un par de clases y la neta quiero salir contigo.» La verdad es que me agradó demasiado su soltura. Una mujer con decisión siempre es bastante estimulante. Para no extenderme, pues resultó que salimos unas cuantas veces sin pretensiones tan descaradas. Fue diferente respecto a lo de la señora. Aquí no hubo una coquetería tan sexual. Sencillamente nos dedicamos a acompañarnos y a divertirnos unas cuantas veces.
—Yo nunca he salido con una de mi edad. Siempre me ignoran o me evitan.
—Eso te pasa por ser bien caliente de primera instancia. Pero bueno…
—Ya sé. Voy a cambiar. Lo Juro.
—Deja te sigo contando.
»Bueno, el caso es que un día acabamos en una cantina de medio pelo. La salsa resonaba por todos los recovecos del sitio. Fue la primera vez que la observé con un poco de morbo. La verdad es que su figura no estaba nada mal. Era menuda. Sus facciones eran afiladas. Tenía los dedos largos pero muy delgados. Sus muslos eran ancho y su espalda angosta. A simple vista no atraía demasiado. Pero era de esa clase de mujeres que en cuanto le posas el ojo te comienzan a atraer bastante. Al principio del bailongo fue extraño. A pesar de que ya habíamos salido varias veces, en cuanto la cogí por la cintura para bailar, se puso bien rígida. Lo mejor de salir con una mujer de la edad es que las cosas no se dan tan aceleradas. Y además hay más cosas para congeniar respecto a otras mujeres de edades distintas.
Miré hacia la avenida insurgentes. Bastantes personas cruzaban rumbo al metrobús o hacia los restaurantes situados a lo largo de la avenida. Miré a mi cuate. Permanecía con su atención bien centrada en mi relato.
»La cosa se puso chusca ya entrada la noche. Ella nunca había bebido conmigo. Pero en cuanto se pimpló un par de cervezas empezó a desinhibirse. La chica que había conocido días antes se había quedado en el perchero del lugar. Cada vez que bailábamos una pieza ella intentaba apretujarse a mí con mayor fuerza. Desde luego que yo no mencioné nada al respecto. Le seguí la corriente. Hubo un rato en el que permanecimos a la mesa nada más conversando. Su manera de hablar había cambiado radicalmente. Había dejado esos molestos formalismos y en lugar de eso, intentaba expresarse lo más vulgar y relajado que fuese posible. Por un momento me centré en observar su cuerpo. Parecía que sus proporciones estaban a punto de alcanzar la plenitud. Debajo de esa ropa reposada se encontraba la silueta de una mujer antojable. Fue entones cuando de la nada me soltó el primer beso. Besaba con una delicadeza mezclada con intensidad. Fue como si el miedo y el deseo se unieran en esos cálidos besos. Quedé prendido al instante. Después de pensármelo un poco le metí mano. De repente me preguntó que si no la iba a llevar a otro lado. Al acabarme la última chela nos fuimos rumbo a un hotel barato en el centro.
—¿Así de fácil?
—Así de sencillo. No hay porqué andarse con tanto preámbulo con alguien de tu edad. Es como si de antemano ya hubiese una complicidad disfrazada en un jugueteo retardado.
—Orale.
—Ya cállate.
—Vas.
»Cuando terminé de desnudarla en el cuarto del hotel se sentó en el borde de la cama. Me acerqué a la ventana y recorrí una cortina para que entrase un poco de luz. Después me recosté con ella y le dimos marcha al asunto. Mi mano suave quedaba justa a sus duras proporciones. Si exceptuamos unos cuantos vellos por aquí y por allá, su cuerpo era tan liso como el de un recién nacido. Se dejó ir con todo. A ratos noté cómo le gustaba que la observase constantemente. Se colocaba de manera que pudiese ver mis expresiones todo el tiempo. A decir verdad yo también soy un poco visual. Sin embargo siempre me he dejado arrastrar más por la piel que por la vista. El tacto es lo mío. Ese día entendí que puede haber un acoplamiento excelente con alguien de tu edad. Al menos en el plano sexual hubo una buena sintonía.
»Después de eso salimos otras cuantas veces. Durante una tarde yo le sugerí que armásemos algo más íntimo. Le pedí que anduviésemos. Yo quería compartir algunas otras cosas. La necesidad de hacer otras cosas con ella había despertado en mí. Me rechazó al instante. Me dijo que por el momento no tenía intenciones de involucrarse con nadie, más de la cuenta. Precisamente a partir de ese momento “las anormalidades” salieron a relucir. Por una razón extraña Nancy empezó con una serie constante de celotipias. Rechistaba por cualquier cercanía que tuviese con otra mujer. Su seguridad que manifestaba al principio se había esfumado por completo. Intentó chantajearme con una supuesta indiferencia. Además ya evitaba que la tocase como antes. Nada surtió efecto. Esa treta ya me la sabía de memoria. Bueno, días más tarde la noté algo inquieta. A veces, sin razón alguna me decía que no éramos nada formal. No entendía por qué me lo decía así sin más. Eso no venía a cuento. Yo nunca se lo preguntaba. Lo tenía sobreentendido. Ella sola lo escupía. A veces la sorprendía mirando la pantalla de mi teléfono cuando yo regresaba del baño en algún café o mirándome cuando yo miraba a otro lado que no fuese ella. Empezó a portarse más distante cuando estábamos en persona. Y cuando estábamos cada quien en lo suyo, me llamaba al teléfono y me colmaba de adulaciones.
—Se estaba poniendo celosa.
—Puede ser. Nunca me he involucrado con más de una mujer a la vez. Lo malo es que siempre me encuentro rodeado de ellas. O al menos solicitado. Pero el punto es que viene lo mejor de esa situación.
—Vas.
»Un día escuché un rumor sobre mí. Unas chicas de una clase me dijeron que Nancy me difamaba por todos lados. A toda mujer que me conociese le decía que era un patán y que la tenía bien chiquita. A muchos otros conocidos empezó a mencionarles que yo no era alguien de fiar. Algunos me reclamaron en cuanto lo supieron. Otros simplemente jamás volvieron a saludarme. Simultáneamente, ella intentó emplear más tiempo conmigo. No me dejaba siquiera organizarme ´para algunos trabajos en equipo. Aseguraba que ella y yo podíamos con todo el trabajo. No quería a nadie más, cerca de nosotros. Le dije varias veces que se lo tomase con calma. Le sugerí que saliese con alguien más. Ella afirmó que lo hacía. Pero en cuanto yo me ponía a hacer cuentas del tiempo que ella invertía conmigo, la cosa no cuadraba. Yo nunca he sido un promiscuo. En realidad cuando estoy con alguien no necesito recurrir a una persona más. Eso no significa que la otra persona deba seguir esa norma. Quien esté conmigo puede estar con alguien más. Eso me tiene despreocupado.
»Bueno, el caso es que una noche explotó en una fiesta. AL notar que una chica me estaba flirteando se paró del sillón donde estábamos sentados y en medio del pachangón armó el borlote. Le sorrajó tremendo bofetón a la chica. Durante el camino de regreso gritoneaba que yo le valía verga. Que eso lo hacía por ella misma. No por mí. La verdad no entendí nada de lo que me decían. Aún sigo sin entenderlo. Dejamos de vernos por un tiempo. Durante ese lapso me hablaba a todas horas y me externaba su profundo arrepentimiento. Pero en cuanto nos encontrábamos casualmente se comportaba como si siguiese siendo la misma fiera de aquella noche en la fiesta.
—Qué extraña.
—Sí.
»Pero bueno, algo después charlé con unas amigas suyas. Me dijeron que siempre daba buenas referencias de mí ante ellas en secreto. Les contaba todos los planes que tenía en puerta conmigo. Incluso me dijeron que llegaron a pensar que ella tenía a impresión de verse conmigo en un futuro distante. No opiné al respecto. Me limité a escucharlas. Hasta el momento no le encontraba pies y cabeza al caso. Pero una tarde le encontré el sentido a la cosa: Nancy se había enamorado de mí desde el principio. Pero suponía que guardarlo para sí le iba a evitar muchos conflictos. Quizás suponía que mostrarse de esa forma aparentemente despreocupada iba a ocasionar que yo me obsesionase y terminase desviviéndome por ella.
—Eso piensan todas.
—Es bien grave cuando caen en eso.
—Están locas.
—Deja sigo.
»Después de tres cortos meses nos rencontramos. Ella seguía con su misma actitud. Todo se le había salido de control. Jamás lo recuperaría. A pesar del tiempo su actitud no cambiaba en absoluto. Seguía enfurruñándose cuando una chi,ca me saludaba o siquiera me preguntase algo. Corté la cercanía de tajo. Hasta el día de hoy me manda mensajes esporádicos y comenta ciertas fotos mías con otras personas. Lo hace para hacerme entender que aún sigue al pendiente. El caso es que las mujeres de la edad están trastornadas. Basan su vida en decisiones radicalmente contradictorias. Suponen que pueden obtener más seguridad a costa de la inseguridad que pueden ocasionarle a otro. Les sale el tiro por la culata. Terminan más inestables y más obsesionadas que uno. Parece que con las señoras es lo mismo. Pero al menos con ellas muchas cosas quedan encubiertas. Su falta de honestidad consigo mismas las lleva a constantes tropiezos. Piden atención provocándole a uno que sienta por ellas rechazo. Proponen relaciones libertinas cuando en realidad quieren compromisos estrechos e incondicionales. Ríen cuando en realidad desean llorar. Son como una suerte de actrices malogradas. Creo que es con quienes los hombres podría construir buenas cosas. Pero el miedo que se adueña de ellas todo el tiempo lo impide por completo.
—Chale. Es más complicado de lo que suponía.
—No tanto como las mujeres más chi,cas que tú.
—¿En serio?
—Sí. Esas son como las ojivas nucleares. Son las más péquelas pero a su vez las más destructivas.
—¿Porqué lo dices?
—Luego te cuento
—No seas cabrón. No me dejes picado.
—Ya casi llegamos a la casa.
—No hay pedo. Hay tráfico.
—Va pues. Ahí te va de nuevo.

miércoles, 7 de marzo de 2012

La decisión correcta.

La decisión correcta.


Alexis iba solo en el metro. Subió en la estación Observatorio. Eran las diez de la mañana. Se dirigía hacia el centro. Más tarde tendría que ver a Mónica en el metro Bellas Artes. Las cosas andaban muy mal entre ellos. Quería hablar con ella para reconciliarse.
Dos estaciones más adelante el metro se detuvo por más de media hora. Alexis se puso a mirar a la gente de a bordo. Cerca de la puerta principal estaban cuatro chicos. No sobrepasaban los veinticinco. Uno de ellos traía puestos unos lentes de sol con forma de gota y el otro unos de estilo ochentero. Sus caras brillosas por el sudor espeso reflejaban su estado resacoso. Las chicas eran de buen ver. Una de ellas tenía puestos unos leggins grises y una especie de camisón negro. Una leve estela de rímel se le había recorrido a las mejillas y en general la cara le lucía reseca por permanecer demasiado tiempo con el maquillaje. La otra calzaba un vestido campestre y su cabello recogido en un chongo despreocupado la hacía ver atractiva. También viajaban resacosas. Por más de media hora discutieron sobre lo sucedido en la fiesta de la que provenían. Alexis escuchó atento. Recordó cuando también lo hacía. Ahora necesitaba alejarse de eso más que nunca. Los chicos rieron a desparpajo un buen rato. De pronto uno de ellos alzó la voz. Le reprochó al otro haberse acostado con su chica en la fiesta. El otro le respondió que él había hecho lo mismo antes. Enseguida ambos estaban atizándose potentes puñetazos dentro del vagón. La gente se replegó hacia el lado opuesto de donde se encontraban. Todo el mundo disfrutaba el espectáculo en silencio. Los policías nunca llegaron. El metro siguió aparcado. Después Alexis miró al fondo del vagón y se percató de un señor muy peculiar. Aquel viejo miraba con disimulo las piernas de una chica de secundaria. Un poco más a lo lejos una mujer gorda observaba con furia al viejo. Alexis pensó que la vieja gorda sólo recelaba a la niña. La pequeña representaba su atractivo perdido. Dos estaciones más adelante subió un pequeño con el torso desnudo y con un costal de cristales rotos. Mientras hacía marometas, una chica güera y caderona se abrió paso entre la multitud. Se veía adinerada. Con su voz chillona le suplicó al niño que no lo hiciese. El niño se mostró indiferente. La chica sacó de su bolso un billete de quinientos pesos y se lo alcanzó. El pequeño lo rechazó dándole un fuerte manotazo.. La gente comenzó a bisbisear. Alexis entendía el asunto. Las personas hundidas en la mayor miseria son las únicas que tienen el valor de intentar subsistir por sí mismas. También pensó que la chica quería expiar culpas propias de ese modo tan estúpido. El mundo no necesita caridad sino verdadera solidaridad. Después de eso, Alexis e colocó los audífonos. Cerca de la estación Chapultepec una pareja de ancianos subió al comboy y se sentaron junto a él. Alexis bajó el volumen del reproductor y se puso a escucharlos con disimulo. Los viejos no dejaban de acariciarse las manos.
—Otra vez vas a llegar bien tarde —le dijo la anciana al viejo—. Te dije que no pasaras por mí.
—No te quejes —respondió el viejo —, no quería dejarte sola en la casa.
Alexis se apenó un poco. Pensó que tal vez así se veía la primera vez que salió con Mónica. Los viejos no paraban de hablar.
—Eres un cochino —dijo la vieja mientras limpiaba las comisuras de la boca del viejo con una servilleta. El viejo tenía una auténtica cara de becerro.
—No empieces —replicó el anciano—. Ya te dije que no me trates como a uno de tus hijos.
—Tú también eres uno de mis niños —dijo la vieja mientras guardaba su monedero en la chamarra.
Alexis cambió de pista en el reproductor mientras recordaba cuando Mónica le limpiaba la boca en el cine o cuando le exprimía las espinillas a mitad de clase de química hacía algunos años. Luego miró el rostro de la anciana. La vieja tenía un semblante fresco a pesar de su piel devastada por el tiempo. Luego puso atención especial en sus ojos. Tenía unos ojos negros bastante vivaces para su edad. La cara de esa vieja reflejaba angustias y desvelos. Pero también momentos de regocijo y voluntad por vivir. El anciano mantenía una mano presionada en la pierna de esa mujer. La otra la estaba empleando en hacerle cariños en el hombro. Alexis recordó cuando acordó vivir con Mónica. Esa temporada fue fenomenal. Visitaban museos, escuchaban música hasta entrada la noche, paseaban por el centro. Los viejos permanecían con las manos entrelazadas.
—Bueno, te apuras y después pasas a recogerme otra vez. —dijo la anciana bastante contenta.
—Pues no sé —respondió el anciano que no cesaba de frotarle el hombro a la vieja Nada más veo a Lucia, le dejo el dinero y me regreso de volada.
—Sigues teniendo bien consentida a tu hija. Incluso hasta le mantienes al marido.
—Ni te quejes. Tú eres igual con tu hijo.
Ambos rieron como dos chiquillos que habían cometido una linda travesura.
Alexis se puso a pensar cuándo fue que su relación empezó a ir a cuestas. Lamentó mucho el día en que le pegó a Mónica. Nunca creyó que fuese capaz. También lamentó mucho haberlo hecho por última vez la semana pasada. Aún había cosas que se le salían fuera de control. Más tarde Alexis se levantó del asiento cerca de la estación Insurgentes y se colocó junto a los viejos. Le dolían las nalgas. Normalmente pasaba mucho tiempo sentado. Continuó observándolos. Por un momento pensó que sería muy bueno reconciliarse con Mónica y pasarla juntos durante mucho tiempo. Su imaginación se disparó y se vio reflejado en ese par de ancianos. De pronto el vagón se detuvo más de lo debido otra vez.
—Mira, Rodolfo —dijo la vieja—, donde te largues a otro lado te juro que te mato.
—Cómo crees —respondió sobándole una muñeca—, nomás veo a mijo y te juro que te alcanzo.
—Lo bueno que nada más es tu hijo. Imagínate si fuera mío.
—No, no. Si mi hija fuera tuya entonces la cosa estaría más cabrona.
Alexis se puso más atento. No encontraba sentido a la conversación de los viejos.
A partir de ese momento se puso a pensar en otro de tantos problemas con Mónica. Tal vez eso ocurría con más frecuencia de lo que él consideraba. Probablemente esa era la causa de muchos conflictos. Quizás no tenían aún buen entendimiento. Quizás lo que uno le decía al otro era prácticamente incomprensible. Seguramente por eso tenían demasiados problemas. Siguió expectante. El tren se puso en movimiento.
Todo está bien —dijo la vieja—. Seimpre y cuando no te vayas con tu esposa.
—No pienses eso —respondió el anciano—, por eso voy a ver a mija ahora. Todo sea para no ver a mi mujer hasta la noche.
Alexis puso sus ojos como platos. Sintió una extraña sensación en el pecho.
—Más te vale —respondió la vieja.
—Te lo juro —aseguró aquel vetusto.
Durante una estación permanecieron en silencio. Luego la vieja reanudó el diálogo:
—¿No crees que ya estamos bastante viejos para andar haciendo estas cosas?
—Pues sí. La verdad es que sí. Pero no te preocupes tanto. Ya estamos viejos. Es difícil que cambiemos. Eso déjalo para los jóvenes.
Alexis miró a los pasajeros. El convoy iba muy congestionado. Todo el mundo mostraba cansancio y hastío. Todos seguían con la rutina de siempre.
Más tarde, Alexis se bajó en la estación Pino Suarez para trasladarse a la línea azul. Permaneció de pie bajo el reloj por más de media hora. Se puso a pensar en lo último que el viejo le había dicho a la anciana. Casi era la hora de la cita con Mónica. Sabía lo que debía hacer. Tomó la decisión correcta. Volvió a subir al vagón del metro. El tren iba en dirección a la estación Observatorio.

domingo, 12 de febrero de 2012

Tres generaciones. (Parte I)


Me estaba sujetando con fuerza del pasamanos del pesero cuando Jorge me preguntó: «¿Te has manejado a una señora?» Respondí que sí mientras nos recorrimos más al fondo. Apenas andábamos por el metro Zapata. Cuando el pesero se vació un poco y pudimos sentarnos, Jorge insistió con las preguntas.
—¿Cuántas han sido, culero? Dime, ¿cuántas han pasado por las armas?
—Algunas. —respondí mirando hacia el frente con mi cabeza rebotando sobre una ventana.
—Seguro que fueron experiencias. Incluso mejor que una niñita o una chava de tu edad.
—No creas.
— ¿ A poco has estado con mujeres de edades distintas?
—Sí.
—Eso no me lo habías contado.
—No tengo razones para hacerlo.
—No seas gacho. Cuéntame. Digo, para saber.
—Al rato.
¿Y la primera vez fue hace mucho?
—Fue hace unos siete años. Creo que fue durante una noche de fin ded año.
—No seas puto. Cuéntame.
—Esa noche de fin e año la mamá de Benjamín se insinuó por primera vez.
—¿Neta?
—Sí,. Y si no te callas ya no te cuento nada.
—Va. Pico cerrado.

» Los padres de mi cuate Benjamín eran divorciados y él llevaba un par de años viviendo con su madre. Ese día la señora fue a celebrar el fin de año a una fiesta de disfraces en casa de una amiga. Mi teléfono sonó varias veces esa tarde.
—¿Bueno?
—Soy Benja. No hagas planes.
—Nunca tengo planes.
—Es en serio. Tengo casa sola.
—Invita a las gordas.
—¿Para que a las gordas?
—Son las únicas que pueden caerle en días así.
—Está bien.
Colgué luego, luego. Pensé que Benja tenía razón. Priscila y Giovana nunca se negaban cuando las solicitábamos. Eran un poco adiposas pero lo suficientemente temerarias como para pasarla suave. Ese día bebimos cheves y cenamos durante unas seis horas y cenamos una perna adobada que la señora había dejado lista sólo para meter al horno. Cerca de las dos de la mañana estabamos borrachos y satisfechos por la pasta y la pierna. Recuerdo que después de media hora en el baño me serví un tarro en la cocina, y antes de sentarme en el sillón de la sala se escuchó una llave dándole vuelta al cerrojo de la puerta.

»La mamá de Benjamín se veía fabulosa en aquel vestido oriental. La hubieses visto. Los cortes laterales rebasaban tres cuartos de pierna y el cuello que llegaba hasta la barbilla la hacía lucir sensual y elegante. Aunque rebasaba los cincuentas, la señora conservaba aún algunos gestos pícaros y juveniles. «Buenas noches» dijo al cerrar la puerta y dirigirse a su cuarto. Giovana y Priscila se quedaron pasmadas.
—¿Es tu mamá? —le preguntó Giovana a Benjamín que metía un par de caguamas en el refrigerador.
«Ya ves» respondió Benjamín, es por la buena vida que se ha dado mi jefa.
»Algo después la mamá de mi amigo salió de su cuarto, se metió en la cocina y salió con un vaso de guisqui hasta el tope. Nos miró unos segundos. Inesperadamente se sentó en el sillón, en medio de nosotros.
«Hola hijo, ¿Cómo has estado?» me preguntó la señora mientras yo no apartaba la vista de sus piernas.
«Bien, señora» respondí mirándola al rostro muy apenado.

»Había sustituido sus bellos tacones negros por un par de pantuflas de peluche rosa. Sus ojos estaban completamente inyectados en sangre y las bolsas de sus parpados se pronunciaban demasiado. El resto de su cuerpo aún parecía fresco y firme. El cruce de sus piernas fue formidable. La abertura del vestido dejaba asomar el resorte reluciente de sus bragas diminutas. Sentí una sensación extraña. Era una especie de ternura mezclada con excitación. La señora me cogió desprevenido observándola y preguntó:
«¿Enseño demasiado, hijo?»
Enmudecí un momento. Luego respondí con voz trémula:
«No, para nada, señora.»
Me miró con indiferencia, torció la boca ligeramente y dijo mientras iba en busca de otro trago a la cocina:
«Pues que mal.»

»Miré al resto para asegurarme de que no se habían percatado. Benjamín conversaba idioteces con las otras dos. La señora regresó con otro vaso que se acabó en segundos y luego se fue a dormir. Poco después de dos horas yo también me fui a dormir a casa.

—Pfff.
—Ya te dije que no hables. Si abres el hocico ya no te sigo contando.
—Bueno.

»La semana posterior al año nuevo fui a buscar a Benjamín. Toqué el timbre a la entrada de su edificio una sola vez. Escuché un poco de interferencia. Antes dar vuelta su madre se puso al interfon.
—¿Sí?
—Buenas tardes, señora ¿No andara por ahí Benja?
—No hijo. Fue a visitar a su papá. Salió dede temprano. Pero seguro ya no tarda.
—Bueno, lo vengo a buscar más tarde.
Antes de apartarme del interfón la señora añadió:
—¿Por qué no subes a esperarlo?
Sin que pudiera considerarlo, el seguro eléctrico de la puerta ya estaba retirado. Empujé el portón y subí al departamento.

»La puerta del depa estaba entreabierta. Fui directo a la habitación de Benja pero no había nadie. Después me senté en la sala y esperé unos diez minutos. A los pocos minutos me levanté y me metí en la cocina. Había un pequeño televisor sobre la mesa y lo encendí. Me entretuve con un partido de beisbol que transmitían. Al poco tempo entró la señora. Llevaba encima un pans de algodón muy ceñido y una playera blanca muy delgada. Podía notar perfectamente el sostén de media copa que llevaba debajo. Me miró con una extraña condescendencia y me preguntó que si no quería comer. Le dije que no. Enseguida se acercó al refrigerador y sacó un par de topers que metió al microondas. Luego puso el comal sobre la estufa y calentó unas cuantas tortillas. La observé comer a ratos. Masticaba pequeñas porciones muy despacio. Se tomaba su tiempo. Parecía que gozaba demasiado comer de esa forma. Luego se sirvió sopa. Me ofreció un poco pero yo me negué de nuevo. Me dijo que cambiara el canal, y lo hice. Me detuve en un programa que mostraba en proceso de varias cirugías plásticas. Vi con indiferencia cómo afilaban narices, hinchaban labios y reducían papadas. Cuando mostraron la cirugía de pechos la señora me tocó el hombro y dijo:
«¿Crees que me haga falta, hijo?» Tenía ambas manos sopesando sus pechos. A la distancia que estábamos parecían de tamaño promedio y aún bien alzados.
«No creo, señora.» Respondí volviéndome hacia la tele enseguida. Permanecí nervioso ecuhando cómo masticaba la comida.
»Al principio supuse que me estaba sometiendo a prueba. Pensé que quería juguetear conmigo para saber que tan pervertidos eran los amigos de su hijo. Pero cuando terminó de comer entendí que el asunto iba en serio. Después de colora su plato dentro de la tarja me pidó amablemente que si podía colocar unas cuantas cajas de zapatos dentro del closet de su cuarto. Le respondí un sí rotundo y me fui al cuearto. Las cajas estaban debajo de la cama. Puse la mayoría sobre la cama y las apilé una a una en el único espacio despejado. Antes de ordenar siquiera la mitad de las cajas resonó el seguro de la puerta. Lo siguiente que escuché fue: «Ojalá mijo llegue más tarde».

—Ohhh.
—Callate, culero.
—Ya, ya.

»Su pelo olía demasiado a acondicionador. Aunque su rostro se veía de cerca más estropeado y arrugado se sentía liso y suave al contacto. Empezó a desnudarme desde abajo. Se rió cuando le dije que los tenis no, mis pies hedían demasiado. Con los tenis puestos, me sentó en la cama y me quitó la sudadera y la playera. Mientras yo le bajaba el pans ella sola se despojó de la playera y el sostén. Me confortó descubrí que debajo de ese atuendo ligero se escondía un cuerpo que aún no estaba devastado por el tiempo. Había unas pocas estrías en sus brazos, unas cuantas pecas en sus manos muy delgadas y alguna que otra arruga en el cuello. Por lo demás, aún conservaba el cuerpo de una treintañera. Cuando toqué sus pechos los nervios que yo sentía se fueron por completo. Estaban poco decaídos pero tenían un tamaño y consistencia bastante antojables. No había bastante vello en su pelvis. Aquello parecía un triángulo castaño. Cuando posé los labios en él, noté que el vello era muy grueso y duro. El borde de mis labios se irritó con tan solo unas cuantas lamidas. Sus piernas anchas conservaban buena dureza. Además se sentían bastante pesadas. Su vientre estaba ligeramente guango, pero sus nalgas pequeñas y tiesas compensaban el desperfecto. A mitad de la cabalgada noté que la señora se sentía apenada. Las cortinas estaban cerradas y no permitía que la viese con atención a contra luz. Tampoco me dejó contorsionarla a mi gusto. A veces ella apartaba mis manos cuando me demoraba en su culo. Me aproveché de la situación y le dije unas cuantas marranadas al oído. Parecía disfrutar mucho más el flirt en sí que el acto mismo. Miré la cicatriz horizontal de su cesaría Cuando terminamos me recliné sobre su vientre fláccido y me puse a bordear con un dedo la cicatriz. A la mañana siguiente llamé a la casa de Benjamín. Entre la conversación me dijo que su mamá ya sabía que no iba a llegar aquel día.

—Chale.
—Ya te dije que te calles.
—Lo siento.

»La siguiente visita a casa de mi amigo fue muy incómoda. Su madre me evitaba todo el tiempo. Y cuando necesitaba algo, se dirigía a ambos. A veces me hablaba de una forma bastante autoritaria. Y en otros momentos me ignoraba por completo. Desperté una inusitada necesidad por su compañía. Pero al parecer, la señora había reconsiderado la cosa como un desliz equivocado. Insinué de muchas formas que repitiéramos la cosa. Nada dio resultado. Nunca volví a saludarla con un beso en la mejilla. Las mujeres maduras no son unas lagartonas ni mucho menos seres viscerales y desinhibidos. Dese ese momento entendí que lo único que seguían necesitando era sentirse deseadas. Se saben maduras y menos atractivas. Lo único que buscan es corroborar que siguen siendo símbolos de deseo.

—Está cabrón. Y respecto a las otras experiencias…
—Es lo mismo. Te juro que sucedió lo mismo.
—Orale. Oye, ¿ Y con chicas de tu edad?
—Ese es otro asunto.
—Es diferente.
—¿En serio?
—Mi primera vez fue con una chi,ca de mi edad.
—Tsss. Seguro estuvo denso.
—Sí.
—Cuéntame.
—¿Donpde vamos?
—Apenas en insurgentes.
—Bueno, ahí te va.

domingo, 8 de enero de 2012

Sé hacia dónde voy.


Aquel lunes por la mañana Alexis estaba sentado en el retrete, ojeando una revista que alguien había olvidado sobre el lavabo. Nunca había escrutado una comopólitan. Después de unos cuantos párrafos la cerró y decidió que no lo haría de nuevo. Dejó la revista encima de la caja de agua y se limpió el culo con apenas unos cuadros de papel higiénico. Antes de salir regresó para presionar la palanca. Siempre olvidaba bajar la palanca. La radio se escuchaba a todo volumen en la sala. Antes de sentarse a la mesa apagó la radio y le entró machín al spagueti y al pavo. Había sobrado bastante cena de año nuevo.
Después del desayuno se metió en su cuarto y encendió la computadora. Abrió el feisbuc y leyó un mensaje de su amigo Anuar. «Éste es el cuento que te comentaba. Revísalo, a mí ie gustó mucho. Me divertí.» Alexis descargó el archivo y lo leyó sin esmero. Encontró alrededor de diez faltas de ortografía. Anuar se preciaba como buen escritor. Los diez errores aunados a la mala redacción no importaban. El contenido del relato era lo que demostraba lo contrario. Si alguien considera que todo lo que hace es grandioso, entonces estás frente a un imbécil, pensó Alexis. Terminó el relato en pocos minutos. Entonces cerró la computadora inmediatamente y se puso a leer ciertas partes de algunos libros viejos. Hacía mucho que había pasado de armar libros nuevos. Sabía perfectamente que un libro es como un disco musical, un rastrillo, un pretexto, un gesto de coquetería: los recientes ya no son como los de antes y además, no lo usas una sola vez. Al cabo de dos horas dejó los libros sobre la mesa y salió a dar una caminata. Su condición física estaba deteriorándose demasiado. Los tiempos donde llegaba con las plantas de los pies irritadas y palpitando se habían esfumado. Necesitaba caminar. El cuerpo envía poco oxígeno al cerebro cuando pasas demasiado tiempo sentado. Necesitaba que el cerebro le funcionase un poco, hoy más que nunca.
Cuando salió, notó que la ciudad estaba envuelta por un intenso frío. Las avenidas se encontraban completamente despejadas. El parabrisas y el toldo de los autos mostraban una leve escarcha. Se sentía un poco contento por ello. Odiaba los automóviles. Pensaba que eran símbolos absurdos de virilidad y progreso. Caminó por más de media hora. Antes de dar vuelta y tomar el camino de regreso se topó con Mario. Todo el mundo consideraba a Mario como un chico conmovedor y excepcional.
—Galán —dijo Mario —, ¿cómo estás?
—Estoy, eso es suficiente —respondió Alexis.
—¿Sigues igual de irritable?
—¿Sigues saliendo con mujeres de manera compulsiva?
—No seas así, claro que no. He cambiado. Mi vida ha cobrado un giro positivo. He recapacitado y ahora intento ser buena persona. He dejado de refugiar mis frustraciones en esas cosas. Ya no me acerco a las personas de manera ventajosa. Deberías animarte, güey. Ya vamos a publicar un libro de relatos, amigo.
—Me parece perfecto lo de tu reivindicación en la vida. Es curioso lo del libro. Hace un par de meses ni siquiera sabías colocar una coma. No volveré a intervenir más de la cuenta.
—¿Por qué?
—Sería un imbécil y tú un farsante.
—Algunos cambiamos más rápido que otros.
—Gran parte de la gente cambia sus discursos, nunca sus vidas.
—Bueno, como sea. La neta espero que nos vaya bien. Tenemos algunos libros vendidos con anticipación.
—De algo deben servir tus encantos. El talento y el encanto no es lo mismo.
—Las cosas no son como las piensas. También se identifican con mis historias.
—Claro, hay muchas personas que ven Jackass. ¿No has pensado que tal vez lean lo que escribes sólo por razones distintas?
—No lo creo. En fin, espero que vendamos mucho en poco tiempo. Son historias sucias, muy buenas. Algunas son muy graciosas. Espero que nos lean pronto.
—La diferencia entre un sucio escritor y un escritor sucio es que el primero mendiga o engaña lectores. El segundo los seduce o incomoda. El problema es que muchos desean agradar, jamás en hacerlo bien. Lo demás vendrá después, o nunca llegará.
—Lo entiendo.
—No lo creo.
Sonó el celular de Mario. Después de un leve devaneo lo sacó y respondió. La voz de mujer que provenía del auricular se escuchaba con suficiente claridad:
«¿Entonces sí nos vamos a ver? Me gusta todo eso que me dices. ¿En serio no sales con nadie iás? No puedo creerlo. Eras muy lindo…»
Mario escuchaba sin moverse. Parecía bastante tenso. En ningún momento se volvió hacia Alexis.
«Sí, Sí», respondió Mario.
Alexis trazó una sonrisa sardónica, descolgó los audífonos de su cuello y comenzó a frotarlos con su camisa de franela mientras les arrojaba el vaho denso de su aliento. En cuanto colgó, Mario guardó su celular en un bolsillo del pantalón y dijo «Me voy, tengo que ver a un amigo. Es para lo de una chamba». Nos vemos al rato.
Alexis no se inmutó. Siguió mirando sus audífonos. Al final le extendió la mano y se despidió bastante inexpresivo. Ambos caminaron hacia direcciones distintas. Así sucedía en todo. Y así ocurriría más adelante, por fortuna.
Alexis avanzó despacio por casi dos cuadras. Antes de llegar al final de la calle, un auto se acercó a la acera, pitó el claxon frenéticamente y se estacionó en seco. De esa flamante camioneta descendió su amigo Ernesto. Eran buenos amigos cuando niños. Las perspectivas de vida distintas los habían orillado a sólo saludarse cordialmente de cuando en cuando. Ernesto se aproximó a Alexis y lo abrazó muy fuerte.
—Feliz año, amigo —dijo Ernesto—. ¿Cómo estás?
—Un poco desvelado
—¿Todo bien? Hace mucho que no te veo. Me dijeron que volviste a abandonar tu empleo. No puedes pasarte la vida en plena vagancia. Debes sentar cabeza.
—¿Y qué consideras como sentar cabeza?
—Tenemos la misma edad. Acabo de adquirir una buena nave en el autofinanciamiento, estoy pagando un nuevo departamento y además conocí una mujer espectacular. Roba miradas y provoca erecciones, de verdad. Pronto la conocerás.
—Me parece bien. Ahora terminarás alquilando el ojete de tu culo para pagar las altas mensualidades de ese auto. Luego lo venderás al terminar de pagarlo por defectuoso. Desayunarás barritas de avena para así poder llenarle el tanque. Me sabe bien lo del departamento, pero con esos trabajos que tienes con contratos eventuales, seguramente no podrás pagarlo a tiempo. Después del auto, tendrás que hacer bastantes franceses en Tlalpan para que no te embarguan el depa, viejo. Y respecto a tu mujer, me imagino que es toda una nenúfare. Pero seguramente es otra de esas que te subarrendan el culo durante un tiempo. En cuanto se acabe tu bonanza te abandonará como las otras con las que te has liado. La mayoría de la gente tiene proyecciones del éxito muy artificiosas. Será mejor que compres un sabueso si te sientes muy miserable.
—Pues ya es algo a lo que me arriesgaré. Y respecto a mi nueva chica, prefiero permanecer un tiempo con alguien que permanecer SOLO EL RESTO DE MI VIDA. No quiero que me ocurra lo que ocurrió contigo. Dime!2C ¿qué ha sido de esa espléndida chica de la cual estabas enamorado? No entiendo porqué no intentas algo con ella.
—No soy egoísta. Sufriría demasiado si estuviese a mi lado. Nunca la disuadiría para ajustarla a mi modo de vida miserable. Alguien tan estupenda como ella no podría permanecar con un tipo como yo. Soy demasiado anticuado, melancólico, aburrido. Toda una calamidad.
—No puedes pensar por ella todo el tiempo.
—Pero sí en ella.
—Como sea, deberías preguntárselo. Por cierto, me contaron por ahí que publicarás un pequeño libro. En hora buena.
—Ya era hora, dirás.
—¿No estás emocionado, nervioso?
—En absoluto.
—No seas antipático.
—Cuando alguien se sienta un poco mejor con lo que escribo, entonces todo habrá valido la pena.
Ernesto sonrió, se despidió de Alexis con otro abrazo fuerte, subió a su auto y se marchó rechinando llanta. Alexis reanudó la caminara. El frío se había disipado un poco. En cierto punto del trayecto cruzó ante una fila de padres alineados a las afueras de un jardín de niños. Alexis se abrió paso entre las personas. Una mujar güera muy alta lo miró fijamente. Era de buen ver. Llevaba consigo a un pequeño sujetado de la muñeca. Alexis la miró contemplativo. En cuanto las miradas chocaron, la mujer sonrió con malicia. Alexis comenzó a imaginar que conversaría con ella un par de días casualmente por la calle, después en casa de ella y al final, en menos de un mes, en su casa mientras ella reposaba en su cama en posición fetal, desnuda, como en ocasiones anteriores. Luego volvió en sí. La mujer seguía con la sonrisa sugestiva. Alexis pensó que tal vez su marido esperaba en el auto, a la vuelta. Ya no quería ser tan temerario como antes. Siguió caminando sin mirar atrás. Más adelante se topó con Jesús a la entrada de su edificio. Habían acordado encontrarse más tarde.
—¿Dónde andabas? —preguntó Jesús.
—Tenía las piernas entumidas.
—Sube. Ayúdame a mover esos sillones de una vez.
Subieron hasta el penúltimo departamento. Jesús se metió a su cuarto mientras Alexis miraba un pez beta dentro de una pecera que estaba en un costado de la sala. El pez reflejaba muchísimos colores en sus escamas. Le fascinó ese pez tornasol. Sabía que no estaba acabado del todo. Había entendido la diferencia entre la emoción por lo sencillo y la fascinación por lo estrafalario. La capacidad para sorprenderse realmente no estaba erradicada.
Jesús salió de su cuarto encendiendo un carrujo de mota.
—Apaga esa mierda —dijo Alexis.
—¿Porqué? —preguntó Jesús.
—Me despierto en casa y huele a mota, voy a la escuela y huele a mota, llego al barrio y huele a mota.
—Inspira, con ella vuelas. Deberías intentarlo. Tú eres de esas personas que dependen de la estimulación.
—¿Quieres volar en realidad? Duerme con alguien sin tener sexo. En cuanto entiendas lo que implica eso, levitarás. Todo lo demás es absoluta faramalla.
Jesús aventó el carrujo por la ventana. No mencionó nada.
Bajaron los viejos sillones y subieron los nuevos durante poco más de una hora. Después se sentaron sobre los nuevos que aún estaban forrados de hule. Bebieron un par de vasos de agua cada uno. Luego se recostaron un poco. Al cabo de un rato Alexis se incorporó, se despidió y salió. Un auto le cortó el paso antes de cruzar la avenida. Era Diego, el novio de su amiga Laura.
Diego le hizo señas a Alexis para que subiera al auto. Alexis se resignó; descolgó los audífonos de su cabeza y subió.
—Acompáñame a comparar unos tapones para e coche, güey —dijo Diego—. Me robaron los de esta madre anoche. Llegué muy pedo y olvidé meterlo.
—Ni pedo —dijo Alexis mientras percibía en e interior esa asquerosa esencia olor vainilla para auto—. Lo mejkr de todo es que aún tienes el auto.
—Cierto. Además Laura está muy emputada conmigo desde hace días. Dice que la ignoro demasiado, que ya no la toco como solía hacerlo. No sé qué me pasa. Tengo 27 años. No debería tener confusiones de ese tipo. Por cierto, ya me contaron lo e los relatos. Hasta que por fin te animas. En fin, ¿puedo pedirte algo?
—¿El qué?
—¿Podrías bajarte el ziper?
—En momentos como estos me convenzo de que las mujeres tienen un sexto sentido*
—¿,Porqué lo dices?
—Por Laura.
—¿Pero tiene algo de malo?
—Te equivocaste de persona.
—Pensé que si tu estabas solo era por…
—Lo sé, siempre lo suponen. Déjame aquí,.
—Está bien.
Alexis bajó del coche exactamente en un cruce peatonal. Se detuvo en un puesto de revistas y leyó el encabezado de algunos periódicos. Aún gustaba de mantenerse al tanto de todo lo que sucede a su alrededor. Luego caminó hasta detenerse justo a mitad de otro cruce peatonal. La ciudad había clareado estupendo. Un viejo con un par de bolsas de una panadería famosa se acercó lo cogió de un codo. Alexis salió de trance y o miró. Era un viejo conmovedor.
—¿Está perdido, joven? —dijo el viejo mientras lo arreaba a la siguiente esquina*
—No, señor —respondió mientras se descolgaba de nuevo los audífonos
— ¿En serio?
—Sí, señor. Sé hacia dónde voy.