sábado, 19 de noviembre de 2011

Jipsters.



Jipsters.

Estaba a punto de dar el último mordisco a un taco cuando sonó el timbre y salí. Mi amigo Emiliano venía acompañado por dos tipos que yo no conocía. Uno tenía barba abundante pero liñada; gafas con montura de pasta y llevaba encima de la cabeza un sombrero como de pachuco. El otro vestía camisa a cuadros, tejanos estrechos y unas botas inglesas de un morado demasiado vistoso. Extraños, bastante extraños.
—Cierra tu casa —me dijo Emiliano—, vamos a dar el rol.
Miré desconcertado a los dos tipos. Me lo pensé un momento. Pregunté a Emiliano a dónde.
—A una buena cantina.
Regresé, metí el resto de los tacos al refrigerador, me puse una sudadera y cerré la puerta.
Justo antes de hacer la parada a un pesero sobre la avenida, Emiliano me enseñó un auto reciente estacionado en la esquina. El tipo de las botas chillonas abrió las puertas con un pequeño control y se puso al volante. Yo pedí sentarme junto a una ventana.
Durante el camino escuché que hablaban sobre literatura. No presté demasiada atención. Me concentré en sólo mirar el panorama. La ciudad es bastante caótica por las tardes. Observé bastantes franeleros, mensajeros apurados, señoras viejas y obesas con las bolsas del mandado, conductores neuróticos, teporochos junto a vinaterías y adolescentes con el uniforme de la secundaria. Nunca despegué el rostro de la ventanilla.

Caímos en un lugar demasiado extravagante. Su interior era minimalista pero con cierta elegancia.
Estaba repleto de gente estrafalaria. Su aspecto era aparentemente descuidado. Pero en cuanto te acercabas, no tabas las etiquetas de esa ropa cara adquirida en tiendas departamentales.
Pedí un jugo de manzana. El sujeto del sombrero me preguntó desconcertado por qué no pedía cerveza. Respondí que ya no podía. Los demás pidieron cerveza. Hablaron un par de horas sobre el mismo tema del coche. Citaban escritores en apariencia escandalosos o poco conocidos en estos lares. Se jactaban continuamente de poseer ejemplares de todos ellos prácticamente inconseguibles. Parloteaban sobre lo bueno del escándalo en la literatura. Era lo mismo de siempre. Como otros tantos, ellos habían caído en el más grande embuste. Creían que escribir cosas decadentes suponía gran placer. Nunca lo habían contemplado como una forma de denuncia. Estaban absurdamente convencidos de que se escribe por placer y no por necesidad.
Pedí otro jugo y seguí escuchando. No daban tregua a nada. Eran arremetedores, críticos, cínicos; tanto como el saldo disponible en sus tarjetas de crédito. Se suponían desvergonzados, provocadores.
El de barba prominente se acercó un poco y me preguntó si me atraía la literatura. Repondí que un poco. Siguieron dando rienda suelta a su lengua. Después se la pasaron despotricando contra los clásicos. Lo más seguro es que aún los disfrutan durante lecturas nocturnas, pensé. Pedí un jugo más. El de las botas chillonas me ofreció un tabaco y yo lo rechacé. Me miró un poco resentido. Emiliano no podía suprimir la risa.
A mitad de la discusión pregunté el nombre del sitio. “El vulgar”, respondió el tipo de la barba tupida. Fue repugnante escucharlo. Entendí que ahora lo popular es visto con gracia. La pobreza y la desdicha ahora son contempladas como una especie de atracciones de zoológico. Todo el mundo quiere estar cerca pero no dentro de ellas. Han encontrado un nuevo entretenimiento, pensé.
Eché otro vistazo al sitio. Había mujeres tan hermosas y altas, tan altas ...; mucho más que mis propias aspiraciones personales hacia ellas. Nadie parecía del barrio. Emiliano y los otros continuaron con la conversación acalorada. Más tarde volvieron a citar a esos escritoras sucios. Yo pensé que leer cosas sucias no implicaba poder escribir cosas sucias. Todo debía comenzar por distinguir qué es sucio en realidad. Poco más tarde aseguraban conocer las calles. Yo miraba esas lindas mesas con sombrillas enormes y encantadoras; a la gente excesivamente agraciada que pasaba por el andador de esa calle procurada; las lindas terrazas de los departamentos en los edificos aledaños, a los niños saludables y engreídos que paseaban por ahí a sus perros de razas muy extrañas, y me pregunté: ¿De qué demonios hablan? Noté que por su forma de hablar causaban sensación en algunas chicas de las mesas contiguas. Ambos fingían que no lo notaban.
—Ya nadie quiere contar historias —pensé—, sólo desean un poco de atención.
De pronto el tipo de la barba sacó de un folder unas cuantas hojas y las deslizó sobre la mesa hacia su amigo. Lo miró y las señaló muy emocionado. Su amigo las cogió y las ordenó. Comenzó a leerlas en voz alta. A medida que escuchaba, no encontraba nada de escandaloso en el relato. Contaba la historia del desamor de un vendedor de bienes raíces desempleado. No entendí qué tendría de escandaloso un personaje qe sería una persona de prestigio para otras personas en otros sitios. Para Pedro el de la verdulería, o para Nacho, el del puesto de periódicos, no sería un personaje desdichado. Entendí que la trama planteaba una indiferencia ante todo. Terminaron la lectura sonriendo. Volví la vista a esos dos que prosiguieron alardeando. Pidieron una botella de ginebra que pagaron con el plástico del banco. Sus vidas diferían bastante de aquel texto. Poco más tarde contaron que pertenecían a una editorial presuntamente independiente. Recordé esas veces en las que el amigo del amigo publica al amigo. No dije nada. Pedí otro jugo de manzana y fui al baño.
Cuando regresé, escuché que se declaraban molestos y distantes de la política en el país. Desaprobaban la rapiña de los políticos pero la asumían como algo irremediable. Estaban a la moda: ser políticamente incorrectos. Pregonaban que aborrecían el mundo de la política. Después escuché que el padre de uno de ellos dirigía una secretaría de cultura. De ella había obtenido su beca de creación literaria. Llevaban un estilo de vida tan excesivo y complaciente como el de esos políticos; gracias a la estructura de poder montada por esos políticos.
El tipo de los lentes volvió a insistir que pidiese una cerveza. Alzaban sus enormes tarros que valían el doble que en una tienda cualquiera. Recordé cuando por las noches chupaba un reyes por menos de la mitad de la cantidad que estaban pagando. Siempre lo hacía fuera de la casa de Miguel. Dejábamos la puerta abierta por si caía la patrulla. Rechacé la cerveza. Una gastritis tratada en el Doctor Simi te obliga a cambiar los hábitos. Pedí otro jugo de manzana. Cierto tiempo después volvieron a su actitud esnobista. Poco más tarde declararon de nuevo que las calles eran asombrosas. Eran como ese tipo de personas que admiran la foto de un indígena en la Nashonal Geografic. Admiraban la miseria y la violencia como si fuese algo sorprendente. Lo único sorprendente en esos casos es la sobrevivencia. Luego volvieron a leer otro relato. Había demasiadas partes sobre sexo. Habían hecho pornografía excesiva. Parecía que el sexo en la trama era un pleno jugueteo masoquista. No lo consideraban como una reacción desesperada. Bebí medio vaso de jugo de un tirón. Comprendí que el relato se desarrollaba en otro país. Ninguno de mis amigos había viajado a otro sitio. Ni siquiera yo. Era crítico. Para algunos la pobreza equivale a tener un auto que no circule una vez a la semana. Algunos nos sentimos menos miserables por brincarnos el torniquete del metro para ahorrarnos un viaje. Lo que escribían no correspondía en nada con los personajes, escenarios o tramas de esos escritores que ellos habían tomado en apariencia como influencias directas.
Más tarde algunas chicas se acercaron a la mesa y pegaron sus caderas a esos tipos bien parecidos. Ellos empezaron a hablar con mayor seguridad y énfasis. Su cháchara era insulsa y disparatada. Parecía que ambos sólo habían leido un centenar de libros. Leyeron un último relato. Su trama era aún más sosa que las anteriores. En ella se mezclaban drogas de diseño carísimas, excesos sexuales dentro de apartamentos en colonias opulentas o viajes aburridos a otros países. Fue detestable. Las chicas escuchaban expectantes. Entonces el barbón comenzó a dar la perspectiva de su propia vida. Se enorgullecía de ser vegetariano y portar unas botas carentes de cualquier corte vacuno. Recordé lo caro que resulta comer vegetales hoy en día; mucho más que la carne. Les contaban a las chicas que practicaban una vida muy austera. Yo salí del sitio un momento y miré hacia la esquina. Su auto flamante aún seguía estacionado. Cuando tomé mi lugar de nuevo, todos tomaban una segunda botella de ginebra. El de las botas contaba cómo se había hecho vegetariano. Pensé que algunas personas tienen como dilema existencial comer ternera o alcachofas y otras sencillamente lograr comer o colgarse en el baño con las medias roídas de mamá. Otro rato más tarde declararon ser agnósticos. Presumiblemente eran acérrimos anti-religiosos. No se daban cuenta de su Dios consumismo y su Dios vanidad. Estaban perdidos. Me harté. Media hora más tarde me despedí de todos y regresé a casa en metro.
Al llegar saqué los tacos restantes del refrigerador, los calenté en un sartén, me los comí y salí a la calle.
Encontré a Zurama y Yonatan. Estaban en la esquina, junto a la tiendita; pero no tenían chelas.
—¿Y ahora? ¿Porqué tan agüitados? —pregunté.
Pues andamos sacados de onda —dijo Yonatan —. Su tío de Zurama quiso tocarle las piernas hace rato. Lo intentó a la fuerza. Le contó a su mamá y ella le dijo que eso le pasaba por buscona. Y respecto a mí, mejor ni te cuento, me va a ir como en feria. Vi los resultados en el periódico. No pude ingresar de nuevo a la universidad. Voy a tener que ponerme a chambear de ruletero. Lo bueno es que tú ya terminaste tu carrera, Ale.
—Ni te creas —respondí —, eso no garantiza nada. ¿Y tú, Zu, cómo te sientes? Es la tercera vez que lo intenta el güey.
—Pues ya mejor. Pero la neta no quiero llegar a mi casa. Lo bueno es puedo quedarme en casa de Adriana cuando yo quiera.
Bueno —respondí—. Y por cierto, ¿no han visto a Sergio?
—Uy, ni preguntes —dijo Yonatan—, anda bien siscado en su casa. Le pasó algo bien cagado. Mejor que él te cuente. De todas formas sé que tarde o temprano lo vas a contar en un relato.
—Puede que sí —respondí.
—Bueno, ya nos vamos —dijo Yonatan—, voy a acompañar a Zu, a casa de Adriana. A ver si nos encontramos al rato. Yo también quiero contarte unas madres. Últimamente han pasado unas cosas bien gachas en el barrio. Te las has perdido. Todo por andar en otros lados.
—Órale —respondí.
Después regresé a mi casa, me fui a la mesa y encendí el radio. Los gritos de mis vecinos se escuchaban más alto que la música. También se escuchaba cómo se estrellaban varias cosas en los muros. Seguramente cada uno me contaría su versión más tarde. El gato ya no tenía croquetas. Sonó el teléfono. Contesté.
—¿Bueno?
—¿Qué pedo, pendejo? Soy Emiliano. Estuvo cagado el asunto de hoy, ¿no lo crees? Esos güeyes eran la pura pose. Lo más ogete es que se fueron con las morras. Ni pedo, regresamos en ceros.
—Eso es lo único que les interesaba en realidad. Últimamente he visto a muchos chiquillos con ese estilo y actitudes.
—Jipsters, güey, se les dice Jipsters.
—¿Ah sí? Ahora sé qué otro tipo de personas debo evitar. Supongo que debo agradecértelo.
—Pues sí we, para eso sirven los amigos. Para poner al tanto a las pinches momias como tú. Será mejor que ya salgas de nuevo. Aunque sea a que te dé el aire.
—Lo sé. Ya cambiaré de nuevo.
—Bueno, ya me voy. Te paso a buscar después. Cuídate, carnal.
—Sobres, nos topamos luego.
Colgué.
Pensé en Surama y Yonatan. También en Sergio. Había muchas cosas cerca, para contar aún. No tenía porqué buscarlas en otros sitios. Todo estaba ahí, junto a mí, listo para contarse; sin producir placer.
Sólo porque debe hacerse.

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