martes, 30 de agosto de 2011

Despacio


Creo que no tuve un día del niño más espectacular que el concierto de Metálica en el Noventa y nueve. Recuerdo que me enteré un sábado por la tarde al ver algunos cartelones pegados cerca de mi casa. La propaganda anunciaba que la banda iba a presentarse en el autódromo de los hermanos Rodriguez. Por aquel entonces ese lugar ya estaba dando las últimas en cuanto a buenas carreras se refiere. Y además comenzaba a ser considerado como buen espacio para conciertos de mayor cobertura. memo ―un viejo amigo que tenía un taller mecánico a dos cuadras de mi casa― había armado los boletos en secreto desde hacía un mes. Recuerdo que el día previo al concierto me invitó. La verdad es que el boleto que había destinado para mí era inicialmente para Nacho, otro cuate. Pero desafortunadamente habían clavado a Nacho en un anexo de alcohólicos en Xochimilco dos días antes. Ese tipo de cosas suelen suceder por estos rumbos.
Esa tarde Memo me dio la noticia mientras yo estaba en el retrete. En cuanto escuché que uno de los boletos era para mí, me desentendí del mundo y me salpiqué las manos y los tenis. Simplemente me quedé pasmado mientras me salpicaba de meados dentro de ese estrecho baño del taller. Al terminar de empaparme, sólo dejé mi barbilla pegada al pecho, cerré los ojos, me apoyé en un costado y en mis adentros comencé a imaginarme el concierto. Nunca había asistido a un concierto de ese estilo. Metálica era una de mis bandas favoritas de adolescente. La mayoría de sus rolas me parecían potentes y rápidas. A mí me gustaba lo rápido. En la música, en las caminatas, en la comida, en las mujeres… siempre prefería lo veloz e intenso.

Después de asimilar la grata noticia salí hecho la madre sin despedirme. Fui directo a casa, me cambié la ropa húmeda y saqué mi Harold master. Tiempo atrás le cambié a Jonás unos tenis de medio uso por esa patineta. Yo había visto a Jeims jifiel en un video dar unas cuantas vueltas en el escenario con una de esas tablas.
Patiné sin descanso hasta entrada la noche. Cuando regresé a casa encendí la tele y la videocasetera y me puse a ver un rato algunos VHS con clips de la banda. Después cené muy ligero. De alguna forma intentaba cansarme para dormir bien. De ese modo podría levantarme bien repuesto para el día siguiente.
Pero esa noche no conseguí pegar el ojo ni un instante. Estaba bastante eufórico. Iba a tener la suerte de presenciar un concierto que anhelaba.
A la mañana siguiente me desperté muy temprano y seguí con los videos. Luego mi madre me envió por las tortillas y otros cuantos mandados. Cerca de las dos de la tarde le dije que iba con unos amigos y que regresaría tarde. Sólo se limitó a mirarme y a menear la cabeza hacia ambos lados mientras mordía su labio inferior.
―Tú no entiendes ―dijo.
En menos de lo que canta un gallo llegué al taller. Goyo y Memo ya estaban un tanto briagos. Y además se mostraban demasiado calmados. No entendí por qué no aparentaban mayor emoción por el asunto. Supuse que a medida que uno se va haciendo adulto es mucho más difícil conseguir emocionarse. Entonces busqué un espacio libre entre tanta herramienta, coloqué una tapa de cartón sobre el suelo grasoso, me senté y encendí el pequeño televisor blanco y negro que tenían sobre uno de los bancos de trabajo. Esperé por más de una hora. Alrededor de las cuatro memo salió a la tienda por un par de caguamas. Supuse que tal vez ya se habían retractado. Pero en cuanto Goyo dio el último sorbo de ese par de chelas nos subimos al bocho.
Llegamos casi a las cinco de la tarde. Todo rincón estaba repleto de personas y automóviles. Veía por todos lados muchas matas largas, tenis rotos y playeras negras. Casi todos los tipos tenían la barba demasiado crecida. Algunos cubrían sus tremendas cabelleras con gorras deslavadas o pañuelos de colores oscuros. Otros usaban chalecos de piel muy delgados sobre sus playeras negras con estampados bastante grotescos. La mayoría prefería la mezclilla o el cuero en los pantalones. Algunos portaban botas de un estilo militar y usaban lentes obscuros. Se saludaban a menudo sólo con el pulgar, el índice y el meñique alzados.
Si mirabas a lo lejos el panorama era fascinante. Observé una mancha negra que descendía de las salidas del metro. Grandes contingentes de melenudos caminaban impacientes hacia el área de acceso del autódromo. El tráfico andaba a vuelta de rueda. Memo y yo nos bajamos para buscar un lugar dónde estacionar la nave. Por más que intentases evadir a tanta gente siempre te estrellabas con alguien. Tuvimos que volver al bocho y estacionarlo cerca del metro Puebla. Antes de acercarnos a la puerta principal, memo me llevó a comprar una playera. Dijo que debía ponerme en onda. Así que recorrimos algunos puestos. Le dije que yo quería una playera blanca. Yo prefería una de ese color puesto que nunca me ha gustado el negro en mi ropa. Cuando menos en el blanco nunca se puede ocultar la suciedad. Por eso lo prefería. Los colores obscuros me parecían elegantes. Yo nunca e intentado andar elegante. El negro es para disimular la mugre. Yo no tenía nada qué disimular.
De pronto nos detuvimos con uno de los vendedores de camisetas esparcidos en la acera. Entre tantos modelos de playeras que tenía noté una blanca. De lejos parecía serigrafiada con la portada del An yustis for ol. Cuando la cogí observé que era idéntica. El nombre de la banda, la estatua de la justicia con los ojos vendados que cargaba la espada y la balanza. Todo en negro. Miré al vendedor a la cara. Me sorprendió que fuese tan viejo. A pesar de su edad seguía vistiéndose como un adolescente. Me imaginé a mi mismo a esa edad con ese atuendo. Sentí calosfríos. El ruco tenía puestos unos pantalones bastante desgastados, unos converse rotos de la suela y una camisa de franela con cuadros negros y verdes. Sus arrugas eran profundas. Esos tristes pliegues se notaban aunque la densa y enmarañada greña le cubría parte del rostro. Miré sus manos. Eran muy magras y el dorso de ambas estaba repleto de venas gruesas y manchas de color marrón. Algunas personas se obstinan a conservar la juventud en su imaginación. Yo no quería llegar a ese grado.
Memo le preguntó a ese vendedor de mata larga y encanecida que si tenía una playera como esa de talla chica. El viejo rebuscó dentro de una petaca con estilo militar y momentos después me alcanzó hecha un bulto.
―Esta te va a quedar al tiro, güero ―me dijo.
Me quité la que traía puesta, sacudí y alisé entre mis muslos la playera nueva y me la enfundé. Me quedaba al punto.
Memo parló un poco con el anciano y después le extendió el billete de cincuenta. Luego nos dirigimos al acceso.
La gente no cesaba de llegar. Nos convencimos de que tardaríamos en entrar. Así que fuimos a recargarnos en una barda. Después nos pusimos en cuclillas por mas o menos una hora. Desde afuera se escuchaba con claridad la música reproducida en las consolas. En el cartel se anunciaba que tocarían dos bandas previo a metálica. De repente todo el mundo se apelotonó cerca de donde estábamos. Algo los había alborotado demasiado. Al parecer la banda había llegado inesperadamente por aquel sitio. Reporteros y fans escandalosos corrieron en dirección opuesta hacia donde nosotros estábamos. Entonces nos pusimos de pie y tratamos de acercarnos. Pero fue imposible echar un lente ante la masa alborotada que se había aglomerado en pocos segundos. De pronto un grupo de tal vez ocho o nueve gorilones vestidos de negro y con gafetes abrieron un espacio entre la multitud. Intentaban dejar un espacio libre que sirviese como camino despejado. Apenas conseguí mirar a a Lars que bajaba de una lujosa camioneta. En cuanto puso el primer pie en el suelo unos camarógrafos de televisión lo acosaron de la manera más obstinada que había visto en mi vida. Sus facciones eran duras pero mostraba un gesto relajado. Sonrió y miró alrededor enviando breves saludos hacia todos lados. Enseguida la gente comenzó a amontonarse mucho más y quedé atrapado entre unos lomos gigantes y sudorosos. Ya no pude observar por más que intenté alzarme de puntas. Pasado el alboroto regresamos a la barda y aguardamos media hora más. Luego Memo repartió al fin los boletos a cada uno y nos dirigimos al acceso. Recorrimos en zig zag un camino hecho por unos cercos desmontables. Cuando llegué al final un tipo gordo con la cabeza afeitada me dijo que alzase mis manos y me tanteó por todos lados. Esperé un poco más adelante a Goyo y a Memo. Eran las 6 de la tarde y apenas oscurecía. Ya estábamos dentro.
―Estas son mamadas ―dijo Goyo al ver que había sillas numeradas frente al escenario.
―Cómo se les ocurre montar sillas en algo así ―secundó Memo.
La mayoría de las personas hacía a un lado las sillas. Al parecer todos estaban de acuerdo con memo y Goyo.
―Cuando empiece a tocar metálica ponte abusado y mira hacia arriba de vez en cuando ―me advirtió Goyo―, no quiero llevarte a tu casa descalabrado.
No entendí el porqué de esa advertencia. Seguí mirando.
Una banda desconocida abrió el concierto. Recuerdo que era Monster Magnet. Ni siquiera le puse la más minima atención. En lugar de eso sólo me dediqué a mirar a la gente. Me resultó impresionante observar a muchas mujeres en ese concierto. Había desde adolescentes desastrosas con pendientes en el rostro hasta treintañeras buenisimas y alteradas con mezclilla ajustada y botas de minero. La mayoría de esas chicas iban acompañadas por tipos de complexión tosca o de aspecto muy podrido. No entendía por qué mujeres como esas buscaban compañías como esos sujetos con apariencia de un toro o de un vikingo. Seguramente esos sujetos de brazos amplios y pene pequeño les recordaban a sus padres corpulentos, fláccidos y malhumorados. A ratos me acercaba a unos cuantos para escucharlos. No cabía la menor duda de que muchos de ellos no eran más que adolescentes demasiado desarrollados con apariencia de cavernícolas. Se comportaban como chicos de mi edad. Hacían chistes sosos y daban opiniones muy absurdas de cualquier asunto. Gruñían y sacudían en círculos sus largas y horzuelosas melenas. Así anduve entre tanto animal durante un rato. En esos momentos recordé un concierto de det metal al que me habían invitado en el circo volador. El comportamiento era similar. Aunque debo confesar que la gente del concierto de metálica tenía cierto carácter reposado.
Era abrumador. Cada vez que veía sus gesticulaciones en apariencia rudas, recordaba a mis vecinos. Ellos hacían lo mismo, siempre y cuando no los sorprendiesen sus papás. Supuse que la mayoría de esos sujetos profesaba una vida muy rasposa a sus sólo cuando estaba en público. Pero la verdad es que tipos como esos siempre son reprendidos severamente por la familia simplemente por cosas como no tender las camas o no tirar la basura. Pensaba en cuántos de elos eran obligados a menudo a cargar las bolsas del mandado todos los fines de semana aun con esos atuendos atemorizantes. Entendí que esas actitudes rudas sólo eran la expresión de una frustración, una represión personal o un acomplejamiento evidente. Me puse a pensar que la mayoría de ellos tal vez soportaron durante mucho tiempo mofas por ser los más gordos de la banda, los más introvertidos, los más inseguros. Seguramente escuchaban música demencial y escandalosa para ocultar simplemente su corazón suave y vulnerable. Tipos como esos en realidad son cobardes y sumisos. La gente usa más que nunca las apariencias para salvarse de sí mismos. Los ñoños querían se duros y los duros cuerdos.
Una hora más tarde llegó el turno a escena de Pantera e inició con Dom-jalou. En lo personal su ruido tampoco me agradaba. La especie de guturación del vocalista se asemejaba al sonido de un marrano reprendido o un hombre con problemas de estreñimiento. Yo prefería la clase de gritos que proyectan furia. Algo así como los del viejo Hard Core. Dos rolas más tarde Goyo se acercó y me contó que Anselmo era gay. Jamás me pasó por la mente que ese hombre corpulento y temperamental fuese marica. Lo imaginé besando a uno de sus compañeros de la banda. Miré a Memo y a Goyo y pensé cómo se vería besándose entre ellos. Me dio un ataque de risa. Seguramente sería muy gracioso contemplarlos, pensé.
Me fui abriendo paso entre la multitud hasta que terminó Pantera. Por una razón estúpida la todos empezaron a a corear el himno nacional. La gente siempre se la pasaba adoptando costumbres de otros sitios. Pero en momentos así experimentaba un innecesario sentido nacionalista. Absurdo. Totalmente absurdo. No cabe duda que el entusiasmo a veces opaca a la razón.
Después de que Pantera bajó del escenario hubo una breve pausa. Justo cuando intentaba pasar a través de una bola de barbudos mi cara se aplasto contra algo muy rígido pero al mismo tiempo muy suave. Cuando despegué mi rostro y alcé la vista me di cuenta que una marca de sudor y saliva había quedado impregnada justo entre los pechos de la camiseta roja de una chica muy alta y hermosa. Tenía el cabello negro muy largo y brillante. Su rostro estaba cubierto por una plasta de maquillaje que lo hacía ver muy blanco y opaco. Sus labios eran carnosos y estaban delineados con un tono de labial carmesí que los hacía ver sanguinolentos. Sus pechos eran tremendos. Tanto que estiraban la camiseta demasiado hacia el frente. Cuando se dio la vuelta para decirle algo al tipo que estaba a su lado noté que su culo era a la par de enorme. No era ancho del todo pero muy grande en sí. Incluso se notaba un poco desproporcionado con aquella cintura demasiado angosta. Vista desde esa perspectiva, la chica asemejaba a un enorme caballo contemplado desde atrás.
Entonces la chica volvió a mirarme, encendió un tabaco, le dio una calada, expulsó el humo, inclinó un poco su rostro y me preguntó:
― ¿Te gustó?
No respondí. Sólo observé muy atónito su jeta. De cerca mostraba algunas arrugas a los costados de los ojos. Sus pómulos prominentes la hacían ver más delgada de lo que en realidad parecía. Por su cuello atravesaban un par de líneas que demostraban que la chica seguramente era mayor de lo que parecía. Seguí mirándola de lleno. Me entraron unas ganas incontenibles por manosearla. Ya había tenido experiencia con mujeres mayores. Quería seguir aumentando el record.
Entonces el tipo cejón y con la barba teñida de rojo que la acompañaba se acercó y me dijo:
―Oye, responde. Te preguntó que si te gustó.
Tampoco contesté. También lo observé. Un manojo de pelos que parecían alambres retorcidos salía de su nariz. Incluso esos vellos eran más largos que los de su propio bigote. Fue espeluznante.
―Míralo ―dijo la chica―, se quedó apendejado por el choque.
―Con los pelos de esa nariz se puede hacer una trenza ―dije mirando al tipo.
―Pinche chamaco gracioso ―respondió.
―Y además creo que a ti te queda grande esa tremenda yegua ―añadí viendo a la chica.
Fue entonces cuando el tipo intentó cogerme de la playera sin conseguirlo.
Retrocedí un poco y me apuré a perderme entre la multitud. Me fui al frente a más de quince cabezas cuando el escenario principal se apagó por completo. Luego se encendieron tres reflectores circulares paulatinamente.
Uno de los reflectores se posicionó en la batería solitaria donde apareció Lars con unos cortos negros muy ceñidos y una camiseta blanca. Cogió su banco y tomó su puesto. Luego otro reflector iluminó el camino que iba trazando Kirk hasta llegar a mitad del escenario. Se veía muy concentrado en lo que iba a hacer. A su vez empezó a sonar extasi of gold, la pista de Enrio Morricone que había tomado prestada la banda. Fue entonces cuando el capitán arribó el barco. Tenía su cabello pulcro y acomodado, su atuendo sobrio y avejentado. Su barba era abundante sólo a mitad del rostro. Sus argollas estaban bien disimuladas en las orejas. Su gesto duro y su actitud amable y con energía eran inconfundibles. Todo eso hacía que su presencia fuese inolvidable. Jeims al fin estaba al mando. Justo cuando sonaba el clímax de la Rola de Enrio empezó a tocar con vehemencia. Sólo pasaron unos segundos cuando reconocí que la rola con la que iniciaron era Bredfan. La gente se sobresaltó, los silbidos fueron apagados inmediatamente por el estruendo delirante de la banda. La gente había cobrado un segundo aire pese a lo desgastante y aburrido de la tarde. Las mujeres proferían aullidos que de ser trasmitidos por una bocina las hubiesen volado. Jeims rasgueaba su guitarra y cantaba con una fuerza contagiosa. Todo el mundo se puso a dar saltos. Las sillas se esfumaron en un tris. Algunas ya estaban hechas pedazos. Los tubos esparcidos parecían parte de cadáveres molidos. El regocijo que mostraban los asistentes al sacudirse era inminente. Busqué a Memo y a Goyo. Jamás los encontraría en un momento así.
Continuaron con Master of pupets. La gente coreaba las canciones. Todo el mundo las sabía perfectamente. Por un momento la voz del vocalista quedó disuelta entre los gritos de ese mar de voces. Ejecutaron otras cuantas rolas Ful enloqueció aún más a todos los espectadores. El cover de los misfits tampoco permitió que decayesen los ánimos. Se efectuó la tradicional introducción de guon. Hubo ensordecedoras explosiones. La banda quiso retirarse por más de tres intentos. Pero la presión y el entusiasmo del público los llevó al escenario una y otra vez. Al final tocaron Enter sadman y Bateri. El concierto concluyó con una densa nube de vapor en el aire y con una euforia al parecer permanente.
A la salida esperé a memo y a Goyo. No daban señas. Después de media hora fui a buscar el bocho. No estaba. Entonces decidí caminar hacia la estación siguiente. Quizás tendría suerte para tomar el metro. Habían cerrado la estación cerca del autódromo. Me fui a paso lento. Pasé a cenar a unos tacos de pastor y luego jugué en unas chipas que aún estaban abiertas. Casi era media noche y yo aún no abordaba el metro. De repente me invadió una sensación de vacío mientras estaba tomando una cerveza al lado de la tienda. Hice el recuento del día pero no encontré nada sobresaliente. Aunque desgasté gran parte de mis energías aún me sentía ansioso. No comprendí porqué me asaltaba una sensación de ese tipo. Supuse que debía estar tranquilo para entonces. Pero no lo estaba. Pedí otra cerveza, me la acabé lo más pronto que pude, dejé el envase a un costado y seguí caminando hasta llegar al metro. Antes de acercarme a la entrada del metro una chica que estaba en compañía de otras tres y un par de metaleros me interceptó y dijo:
―Me gusta tu playera.
Era muy bonita. Su piel blanca y sus facciones demasiado finas me afirmaron que no era del rumbo. Siempre tuve suerte con las malditas güeras.
―A mi también ―respondí mientras sacaba el cambio de mi pantalón.
―Ya pasa de la media noche, el último metro acaba de salir.
―Voy a tener que buscar un taxi.
―Nosotros vamos a una peda. Si quieres acompáñanos un rato y luego te pasamos a dejar.
―Vivo algo lejos.
― ¿Por dónde?
―Cerca del metro Mixcoac.
―No te preocupes, yo vivo por la avenida división del Norte. Al menos te dejaríamos más cerca.
―Está bien.
Subimos a un topaz con buena pinta.
Al parecer la chica iba con su hermano y con el novio de una amiga. Eran dos años mayores. De todas formas nos veíamos a la par.
Caímos en una casa bastante lujosa. Como lo deduje, la chica estaba bien acomodada. Su hermano nos encaminó hacia una sala enorme. Encendieron un estéreo muy potente y pusieron algunas rolas de la banda. Bebimos muy apresurado. Cerca de las tres una de las chicas cayó fulminada por la ginebra. Como yo no estaba acostumbrado a consumir cosas tan decentes, mi paladar no resintió el chupe. Me mantenía al cien.
Poco después cayó la otra chica y quien al parecer era su novio. Sólo quedábamos tumbados en la alfombra los chicos de la casa y yo. Los tres comentamos nuestras impresiones del concierto y seguímos dándole al frasco de ginebra. Luego compartimos algunas anécdotas personales. La chica me dijo que se llamaba Alondra y que tampoco había asistido a un concierto de ese estilo. Yo le dije que sólo había estado en toquines de urbano y de Hard core. Ambos se mostraban más concentrados a medida que les contaba algunas experiencias durante esas tocadas callejeras. A la hora siguiente el se levantó, me dio una palmada en el hombro y me dijo que por la mañana me haría el favor de llevarme hasta mi casa. Le dije que no había problema. Que en cuanto amaneciera yo cogería el metro o algún pesero. De todas formas ya estaba relativamente cerca. Alrededor de las cuatro Alondra se incorporó y fue un momento a su cuarto. Poco después trajo consigo un cobertor y una almohada. Me los alcanzó y me dijo que nos veíamos temprano. Luego apagó la luz de la sala y desapareció.
Aún seguía con esa sensación de ansias. A pesar de haber bebido bastante no podía conciliar el sueño. Dejé el cobertor a un lado y me puse boca arriba sobre el sillón. Me desconcertó de sobremanera seguir sintiéndome de ese modo. Entonces una silueta oscura se posó sobre mí y me sacó un susto tremendo. Cuando conseguí enfocar un poco entre las sombras me di cuenta que era Alondra. Estaba observándome. Inmediatamente tocó con un solo dedo mis rodillas y me hizo una seña con la mano para que la siguiese. Caminamos por un pasillo largo hasta llegar a una puerta. Me dijo al oído que me metiera, que no encendiera la luz y que no tardaría. Me senté en el borde de la cama y esperé un poco. Luego por acto reflejo me recosté de lado. Una fragancia dulce se desprendía del edredón. Al cabo de media hora Alondra regresó metida en un pijama muy guango y delgado. Me miró sonriendo y me dijo que me recorriese hacia la pared que quedaba a mis espaldas. También se recostó de lado y me fue empujando hacia atrás poco a poco con sus nalgas. Podía sentir por encima de su pijama que no llevaba calzones. Una sensación de hormigueo invadió mi rostro. Sabía que me lo tenía colorado. Pero al menos en plena obscuridad la chica no lo notaría. Así permanecimos un rato hasta que de pronto se volvió hacia mi y comenzó a besar mi rostro. Por más que intentaba buscar sus labios, ella se las ingeniaba para evadirlos. Sin embargo no frenaba de besarme en otros lados. No entendía su comportamiento. ¿Porqué no se desnudaba de una buena vez? ¿Por qué no le daba rienda suelta a su deseo? Su actitud demasiado apaciguada comenzó a producirme algo muy extraño. Sentí una mezcla entre el deseo y la calma. La sensación que me asaltaba horas antes extrañamente estaba disminuyendo. A medida que me toqueteaba mi malestar se desvanecía. Lo hacía con mucha confianza pero con paciencia y moderación. Nunca había pasado por algo así. Sus manos se sentían deseosas y gentiles. Cuando me envolvió la cintura con sus muslos sentí un persistente cosquilleo que descendía por mi columna hasta asentarse en pleno ano. Sus manos se dedicaban a explorarme con ternura y deseo. El tacto no era delicado. Quiero decir que era fuerte, intenso, pero nunca acelerado.
Entonces comencé a imitarla. Empecé a juguetear con el cordón que ajustaba su pijama. Lo enrollaba y desenrollaba entre mis dedos. Luego metí mis manos por debajo de su blusa y froté mis dedos sobre su espalda. Me sentía muy bien al hacerlo de ese modo. Me satisfacía aprender a tocar a una mujer de esa manera. Durante un rato también estuve peinando su linda cabellera sólo con mis dedos. Luego alcé sus brazos y les di unos masajes eventuales. Luego froté mis dedos sobre el costado de ambos muslos. De pronto me ruboricé de nuevo. Después de todo entendí que la chica me estaba enseñando cómo hacerlo. Entonces comenzó deslizar con suavidad sus labios sobre los míos. Siempre que estaba a punto de separarse me daba un mordisco casi imperceptible sobre el labio inferior. Después tomó mis manos y se las llevó hasta sus pechos. Empezó a dibujar círculos en medio de los pechos y luego en cada uno de ellos. Después las dirigió hacia sus nalgas. Colocó las suyas sobre las mías y apretó de tal forma que yo estuviese al tanto de la presión que ella quería que yo ejerciese. Observé su rostro. Reflejaba una paciencia y cordura inconcebible. Ella sabía perfectamente lo que hacía y lo que quería. Mi cuerpo al fin comenzaba a sentirse cansado.
Así estuvimos otro rato hasta que por sí sola se despojó de ese pijama y me quitó los pantalones.
―Déjate esa playera ―me dijo ―. Te dije que me gustaba.
Sólo afirme moviendo la cabeza.
Al final me cogió la verga con el pulgar, el anular y el índice de una mano y me dijo que cuando estuviese listo lo hiciera.
Y lo hice, despacio.
Cuando desperté eran alrededor de las doce. Habían recorrido las cortinas de una ventana bastante grande por la que se filtraba la luz de lleno. Me incorporé , busqué mis calzones, me puse los calcetines, el pantalón y los tenis. Y esperé a que alguien entrase al cuarto.
Al poco rato Alondra entró con un jugo de guayaba. Llevaba puesto el pijama de la madrugada anterior.
― ¿Cómo te sientes? ―me dijo mientras se apartaba un mechón de cabello que le estaba cubriendo un ojo.
―Pues bien, nomás con mucha sed.
Ambos reímos.
―Estaría chido que un día me invitases a una de esas tocadas como las que mencionaste anoche.
―Cuando salga alguna, seguro te invito.
―Mi hermano va para revolución. Si quieres ve con él para que te dé un aventón.
―Sí, está chido.
―Váyanse con cuidado.
―Él es el que maneja, no yo.
―A ver si nos vemos después.
―Me gustaría.
―A mí también.
Nos despedimos con un abrazo prolongado y un beso bastante apacible.

Al llegar a mi casa desayuné, me eché un baño y sali de nuevo rumbo al taller.
Cuando llegué Memo estaba revisando el motor de un taxi y Goyo le iba a cambiar los frenos a una Cheroqui que pertenecía al dueño de una taquería que estaba cerca.
En cuanto me vieron los dos torcieron el hocico.
― ¿Dónde te quedaste hijo de la chingada? ― me cuestionó memo mientras le daba unos brochazos con gasolina al motor desarmado del bocho.
―Ustedes fueron los que me dejaron, culeros ―dije.
―No mames, si te estuvimos buscando como putos locos― dijo Goyo que intentaba desmontar una llanta delantera.
―No sean guaguarones ―les dije―, Ni siquiera había pasado media hora después del concierto cuando fui a buscar el bocho y ya no estaba.
―No mames ―replicó Memo―, no te íbamos a esperar toda la pinche noche. Pero bueno, ¿Te la pasaste chido?
―Pues sí.
Volví a mirara a Goyo. Estaba sudando, las venas de su frente sobresalían. Intentaba sacar el último birlo de la llanta que al parecer estaba atascado.
―Esta chingadera no afloja ―dijo Goyo bastante enardecido―. Hay que ponerle usar más fuerza y velocidad.
Volvió a colocar la llave de cruz. Le dio unos empujones muy precipitados. Luego pateó la llave, se enjugó la frente y se sentó en la banqueta.
―Aguanta Goyo ―le dije―. Quieres resolver todo en chinga. Parece que siempre se te acaba el tiempo.
―Todo se hace de volada― respondió. Si no, ¿Para qué?
―No chingues ―respondí ―. Las cosas se hacen mejor despacio.
¿Despacio?
―Sí, despacio. Con calma.
Recordé la noche anterior y sonreí.
― ¿Por qué te ríes como pendejo? ―respondió Goyo―. Mejor ayúdame para que se te quite esa cara de pendejo.
―A ver güey ―dijo Memo―, ahí te va. Mejor hazle caso al pinche Alejandro.
Entonces Memo cogió la llave de cruz. La colocó en el birlo con sumo cuidado. Hizo una breve palanca. El birlo cedió enseguida.
―¿Ya ves pendejo? ―le dije a Goyo―, acabo de aprender que todo lo que hagas, si lo haces despacio, resulta mejor.
―Sí, ya vi ―respondió Goyo un poco pensativo.

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