viernes, 19 de agosto de 2011

Juro que no vuelvo a hacerlo (Parte I).


Esa noche durante la cena, después de una buena manoseada en la cocina, mi chica Fabiola consiguió persuadirme para que cometiese una de las acciones más descabelladas de mi vida: Obtener un empleo formal.
Por aquel entonces apenas llevábamos tres meses conociéndonos y sólo dos de habernos liado. Recuerdo que ni siquiera había transcurrido el primer mes cuando ella me propuso precipitadamente que viviésemos juntos durante un tiempo. Su madre había descubierto después de veinte años que era lesbiana. Por eso se divorció de su padre, un esquizoide en potencia, y buscó refugio en una treintañera igual de perturbada. Durante la repartición de bienes, al viejo lo dejaron sólo con el auto, la madre se agenció un par de propiedades y como compensación emocional, ambos padres decidieron concederle a ella la casa.
«Eres mi tipo ideal» decía todo el tiempo. Aunque no me lo tomé demasiado enserio, decidí concederme unas largas vacaciones lejos de mi familia. De cualquier forma, la experiencia de vivir con una chica a los veintidós me parecía muy atractiva.
El caso es que desde hacía unos días atrás las cosas no marchaban del todo bien. Exactamente dos días antes la habían despedido de su empleo en un instituto pichicatero de la universidad. Por tal razón, esa noche discutió conmigo muy exaltada. Como en toda ocasión, yo no mostraba indicios para pretender responsabilizarme de la manutención de ambos.
―No sé qué vamos a hacer Ale ―repetía una y otra vez sentada a la mesa mientras miraba su plato vacío y jugueteaba con el tenedor entre sus dedos.
―Busca otro empleo ― respondí irónico con el bolo entre las mejillas.
―Cabrón, primero mi madre, luego mi padre y ahora tú.
―Yo qué.
―Deberías CONSCIENTIZAR un poco y buscar un empleo.
―Seguro.
―No puedes pasar el resto de tu vida leyendo todo el día.
―No solo hago eso.
―A ver… dime qué más haces.
―Tender la cama, barrer la casa, ayudarte con las tareas de la escuela, lavar los platos que dejas bastante lagrimosos, por cierto, y atenderte en las madrugadas cuando regresas estresada. Siempre ayudo a que tengas esos orgasmos durante los cuales tus piernas se acalambran y te duele la cabeza a la vez que se nubla tu vista de lo intensos que son. Eso hago nomás.
―Bueno, exceptuando lo último… no seas ridículo ¿Acaso para eso estuviste enclaustrado todo este tiempo en la universidad?
―En realidad fue para evitar todo eso que vengo haciendo aquí, pero ya veo que no se puede más.
―Pues no hace mucha falta que te responsabilices de esas cosas ¿sabes?
―Seguro.
―Te lo digo en serio. Eso no es indispensable.
― ¿Entonces por qué no me has echado de aquí aún?
― ¿Acaso piensas que no puedo llevar las cosas por mí misma?
―Vamos, no lo tomes así.
― ¿Supones que no puedo?
―No quise decir eso.
―Parece que no has observado el mundo últimamente
― ¿A qué viene todo eso?
―Es todo un milagro conseguir un empleo decente.
―Lo sé.
―! Alejandro ¡ ―espetó arrojando el tenedor hasta el fregadero desde la mesa―, si mal no recuerdo, desde que te conozco has rechazado más de diez empleos, buenos empleos. Tienes una maldita buena suerte.
―Eran suicidas.
―No puedo creerlo. Tienes una suerte endemoniada y eliges desperdiciarla. No puedo creer que vivas tan despreocupado.
―Ya llegará algo bueno.
― ¿Como qué?
―Ser vendedor de lencería por catálogo, no sé.
―No seas ridículo. Pasamos por una difícil situación.
―Lo sé.
―Maldita sea, tu ingenio sobrepasa el promedio. A donde quiera que vayamos siempre te hacen buenas propuestas. Pero como siempre, te burlas y huyes. No logro comprender qué ocurre.
―No quiero hablar de eso.
―Lo sé. Entiendo tu desilusión por el mundo laboral. Pero a pesar de eso debes afrontarlo. Nuestra situación no es nada favorable.
―Venderé piedra.
―En serio Ale ―exclamó muy consternada―. Necesito que me respaldes en esto sólo por un tiempo nada más.
―Está bien.
La cosa fue sencilla. Envié por correo mi currícula a unas cuantas direcciones electrónicas. Apenas sobrepasaba media carrera pero mi curriculum ya era bastante robusta. Acudí a unas cuantas entrevistas en persona, resolví unos cuantos test que me enviaron de vuelta e hice unas cuantas llamadas. Así pues, en menos de dos semanas requerían que comenzase a laborar en por lo menos cuatro empleos. Al fin se habían manifestado las pequeñas ventajas de un mediocre sociólogo: Un poco de categorías rebuscadas, un poco de articulación refinada del lenguaje oral, una que otra charla pseudo intelectual y listo; el mundo de la farsa te abre un poco la puerta.
De esas cuatro opciones elegí la menos laboriosa a juzgar por mi intuición. Mi nuevo empleo consistiría en formar parte de una agencia de publicidad. Como a Fabiola la elegí como referencia inmediata, fue ella la que recibió la respuesta por correo electrónico esa noche. Yo llegaba de una pulquería cuando se abalanzó sobre mí al cruzar y cerrar la puerta.
―Conseguiste un buen empleo ―dijo con una expresión jubilosa en el rostro mientras me estrujaba demasiado el cuello.
―Ahora mis ojeras van a aumentar por algo que no es el televisor ―dije sonriendo.
―No seas mamón, ni siquiera miras la televisión.
Luego salimos a cenar y poco después acudimos a varios sitios previstos. Esa noche fui a casa de mi primo Edgar. Me vendió unas cuantas camisas decentes a precio razonable. Fabiola estaba tan excitada que con una parte de su finiquito me obsequió unos carísimos zapatos. Cuando pasamos a casa de mis padres, fue tanto el sobresalto de mi madre al recibir la noticia inaudita que me obsequió una nada despreciable cantidad de dinero. Mi padre por su parte me regaló unas cuantas corbatas finísimas. Aquel asunto provocó tanta expectación en todos mis conocidos que por un momento tuve la impresión de estar presente en algo parecido a quizás mi propio funeral.
Al día siguiente desperté my temprano. Desde hacía mucho que no me integraba al mundo a primeras horas. Cuando entré a la cocina observé a Fabiola frente a la estufa. Sólo llevaba una camisa mía desabotonada y calzones. Estaba sujetando el mango del sartén con una mano y un cuchillo en la otra. Me senté a la mesa mientras me relajaba para disminuir mi erección. La miré tan esmerada que por primera vez en mi vida me convencí de que un mal empleo merecía la pena por una buena mujer. Después de todo, a ella le debía mi albedrío ilimitado de aquel tiempo. Desde que la conocí, me empedaba con su dinero, dormía en su cama, vaciaba su refrigerador, me costeaba los libros, me prestaba su casa para borracheras con los amigos… en fin, Sentí que debía ponerme a mano.
Aunque no tenía apetito, me zampé todo enseguida. Luego me afeité, me di una buena ducha, lustré mis zapatos y me vestí cuidadosamente. Al final me engomé un poco el cabello. Cuando Fabiola atravesó el umbral de la puerta y me observó se quedó perpleja.
―Ay no mames Ale― exclamó bastante asombrada meciendo la cabeza hacia los lados ― ahora sí pareces alguien RESPETABLE.
―No seas desconsiderada conmigo tan temprano ―dije.
―En serio, jamás pensé que cambiases tanto.
―Es el jabón neutro querida ―dije―, el jabón neutro hace maravillas.
―Es que pareces tan blanco, tan limpio, tus ojos…
―¿Ya vas de nuevo con los ojos?
―Lo sé, pero no puedo dejar de sorprenderme.
―Sí, sí, ya sé que destacan demasiado.
―En verdad no lo creo.
―Lo sé, lo sé. Se me hace tarde.
Salí, le hice parada al pesero, me subí, bajé en la terminal mentándole su madre al conductor por no querer regresarme el cambio de un billete de doscientos, tomé otro y finalmente me senté junto a una ventana mientras esperaba llegar a la dirección en santa Fe.
Y allí estaba, justo a tiempo. En un lugar que por primera vez era auténticamente desconocido para mí. La dirección encajaba con un imponente edificio muy cerca del centro comercial. La fachada lucía muy flamante. Era una de esas estructuras demasiado adelantadas a su tiempo y a la zona. Así es nuestro país: lleno de absurdos contrastes. La entrada principal estaba elaborada por amplios cristales que medían más de tres metros tanto de largo como de ancho. Saqué de mi bolsillo izquierdo el papel con la dirección para cotejarla una vez más. Volví a guardarlo y sin precaución empujé aquel portón transparente. En el interior distinguí un olor a tela nueva mezclado con madera. Avancé unos cuantos pasos y sin dilación busqué la recepción para que alguien me diese informes. Al fondo del lado izquierdo hallé un amplio escritorio forrado en formaica negra. Había una mujer sentada justo detrás. Era madura. Tenía el rostro apergaminado. Indudablemente los estragos del tiempo la habían alcanzado. No obstante, me fijé en sus tetas. Las tenía deliciosas. Su saco azul marino dejaba al descubierto unos pechos medianos, lisos, aún frescos. Parecían la antítesis del resto del cuerpo. Así ocurre la mayor parte del tiempo. Todas llegan a un punto en el que sus manos, su cuello y su rostro difieren demasiado de los pechos, las piernas, la espalda y el culo. El cuerpo de una mujer ya entrada en edad pareciese una cartografía que va de parajes lozanos y frondosos a zonas desoladas y erosionadas. En fin, la mujer notó que la examinaba y enseguida me preguntó de forma insinuante qué era lo que solicitaba. Probablemente sigue soltera, pensé.
―Hoy es mi primer día ―respondí mientras continuaba absorto en sus pechos rígidos.
―Si gustas puedes esperar un poco ―dijo sin incomodarse―. En un momento vendrán por ustedes para un breve recorrido y una bienvenida personal.
―Gracias.
―Por nada ojitos.
Sonreí y luego busqué un asiento vacío. Había alrededor de seis o siete sujetos que hacía rato esperaban impacientes.
― ¿También eres nuevo? ―me preguntó uno con un rostro muy enfermizo que tenía una expresión atontada.
―Sí ―respondí― ¿Y tú?
―En la agencia sí. En el ramo no.
― ¿Y el resto?
La mayoría dice tener amplia experiencia.
Justo en el centro de los sillones se encontraba una mesa de cristal pequeña. No había revistas ni folletos o alguna otra cosa con la qué entretenerse. Esa estancia era amplia. El piso era de mármol y algunas columnas que estaban distribuidas las habían recubierto de espejos ahumados. Aquella mujer madura me miraba de soslayo a ratos desde su escritorio. Después de todo creo que no me irá tan mal, pensé. Escuché un poco lo que algunos comentaban. Al parecer la mayoría contaba con experiencia laboral. Yo sólo tenía una currícula académica amplia. Pero de experiencia laboral ni qué decir. Seguro que trabajos como vendedor de nieves fuera de la prepa, narcomenudista, repartidor de sushi, vendedor de claves en exámenes extraordinarios, alquilador de amigas exuberantes y borrachas en las fiestas, ladrón de patinetas, ayudante de cocinero y dependiente de una vinatería no contaban. Estaba prácticamente en blanco. A decir verdad, todo me resultaba muy incongruente. Exigían simultáneamente experiencia laboral y formación profesional. Además, aunque oficialmente todos los que permanecíamos ahí esperando habíamos obtenido el empleo, el rostro de la mayoría seguía mostrándose ataviado. Recordé que a la gente sencillamente no suele preocuparle tanto cuándo conseguir empleo, sino durante cuánto tiempo puede conservarlo.
Traía conmigo un pequeño reproductor de música. Saqué los audífonos diminutos y los extendí por debajo de la camisa. Seleccioné unas buenas rolas de Sigur Ros. Me venía bien escuchar a esa hora a esos islandeses. Dejé el volumen a la mitad. No quería perderme en la música como ocurría a menudo. No entendía por qué había obtenido el empleo sin experiencia, sin trayectoria, sin conocimientos amplios del asunto. Sin embargo, estaba ahí con un montón de chicos más experimentados y a la vez más temerosos. Todo pintaba interesante. Estaba cerca de una mujer madura que seguía coqueteándome. En ese instante sentí una sensación satisfactoria al intentar hacer algo PROVECHOSO en mi vida por alguien más. Por si fuese poco, disfrutaba estar escuchando buena música en esa mañana cualquiera. Finalmente, me encontraba ahí sin imaginar la serie de sucesos chuscos, denigrantes y enrevesados que me ocurrieron durante aquel día. Mi primer y único día en un empleo formal.

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