martes, 23 de agosto de 2011

Juro que no vuelvo a hacerlo (Parte III y última)


III
Una de esas chicas tenía los cabellos tan rojizos como los rayos lastimeros de un ocaso a punto de concluir. También era alta y de nalgas innegablemente portentosas. A decir verdad, siempre he sido un aficionado de las buenas posaderas. Aunque tengo una predilección por los ojos y la espalda, siempre me las compongo para encontrar en mi camino a mujeres con cachas sobresalientes.
La pelirroja me miró un segundo y dijo:
―Hola, no te había visto por aquí antes ¿Eres nuevo? Tienes unos ojos muy bonitos.
―En efecto ―respondí―, soy nuevo.
El resto de las chicas comenzó a cuchichear sin tratar de encubrirse.
―No seas pesada con el chico ―dijo otra de ellas que también era de buen ver. Tenía los labios carnosos, el cabello liso y extenso, el rostro un poco alargado y unas piernas demasiado fornidas. Sus hombros huesudos resaltaban mucho y los pechos pequeños que se asomaban por su blusa, se compensaban perfectamente en proporción con su imponente defensa. La observé atraído e intervine diciendo:
―No te preocupes, no me desconcierta en lo absoluto.
― ¿Ah, no? ―exclamó una morena que se encontraba a su lado.
Recuerdo que estaba de mi estatura, esbelta y de cabello largo sedoso. Parecía réplica exacta de una princesa Maya.
―En verdad que no ―respondí con una leve mueca.
― ¿ Y se puede saber qué haces aquí? ―preguntó la pelirroja.
―Pues resulta que me contrataron para escribir sandeces constantemente.
―Ya veo, estás con los de “creatividad”.
―Sí.
― ¿ Y cómo va tu primer día?
―Terminó hace una hora.
―Bueno, si quieres puedes quedarte un rato con nosotras. También hemos terminado por hoy. Aunque oficialmente no sea así. Además, creo que la conversación que tenemos también te concierne. Es sobre los hombres.
―Yo no soy un hombre.
― ¿Eres gay?
―No. Sencillamente soy un holgazán.
―Pero te gustan las mujeres, supongo.
―Sí, y odio tanto a los hombres que todo el tiempo me reprocho a mi mismo por ser uno de ellos.
―Entonces hubieses querido ser una chica.
―No, sencillamente ser un SER HUMANO AUTÉNTICO.
Me espatarré junto a ellas.
―Bien ―dije mientras me acomodaba en medio de tantas nalgonas―, las escucho.
―Hablábamos sobre algo inusual ―dijo la pelirroja.
―¿Sobre la paciencia, la ternura o el afecto de verdad? ―pregunté.
―Eso no es inusual.
―Hoy en día sí que lo es. Sólo piénsalo con detenimiento.
―Bueno, está bien. Lo haré. Pero como iba diciendo… hablábamos sobre cosas poco comunes. Te preguntaré algo ¿Crees que para los hombres sea demasiado conflictivo relacionarse con una mujer más alta?
― Eso es muy absurdo. Pero supongo que algunos trastornados se acomplejarían por eso. En mi caso, eso no representa un contratiempo.
― ¿Por qué?
A fin de cuentas en la cama siempre nos emparejamos.
Todas rieron como hienas descarriadas.
― ¿Sabes? ―continué―, ahora que lo pienso, sería más atractivo el asunto. Tal vez podría acostumbrarme a que yo fuese el que estuviese todo el tiempo sobre la acera para estar a nivel al despedirnos.
Desataron más risotadas.
―Esa fue una muy buena respuesta ―apenas dijo la morena al andar casi muerta de la risa.
―Es lógico ―proseguí―. A fin de cuentas «El centro es lo que nos une, no los extremos».
―Las risas se intensificaron a un grado demencial.
―Vaya ―dijo la pelirroja―, ahora entiendo por qué te contrataron.
― ¿Sí?
―Eres demasiado ocurrente.
―Eso es lo que aseguran por todos lados.
―En fin, parece que para los hombres, las cosas resultan suficientemente sencillas.
―Quizás no sea eso. Por el contrario; creo que nos acongojamos a la par. La diferencia podría ser que casi todo el tiempo, ustedes se atormentan demasiado. Son más lunáticas.
Todas cambiaron el seño aligerado que mostraban.
―Pues yo creo que somos menos premeditadas que los hombres― dijo la pelirroja.
―Mucho más desvariantes y prejuiciosas diría yo ―agregué.
―Ustedes resultan demasiado decepcionantes.
―Claro, eso lo entiendo. Apuesto a que jamás saldrías con alguno de esos ballet parking que trabajan en los restaurantes cercanos o con el chofer de algún inversionista. Es evidente que una mujer como tú, que gasta más de la mitad de su sueldo en atuendo y bisutería, jamás saldría con un chico que sólo le atrajera. Ustedes todo el tiempo creen ser demasiado cálidas, gentiles y analíticas, pero en realidad sólo se la pasan planteándose las preguntas equivocadas, apreciando las cosas equivocadas e intentando sentir las cosas equivocadas. Por eso se decepcionan. Jamás le dan una oportunidad a su yo interior. Siempre consiguen alinearse a lo que el resto aprecia y persigue. Buscan compañías equivocadas, representan a la seguridad en dígitos, confunden la hermosura con la vanidad o la alegría con la autodestrucción.
― ¿Cómo puedes asegurarlo?
―Lo has demostrado hace un rato. Te acongojas por asuntos demasiado sosos, querida. Te cuestionas cosas absurdas y te escandalizan cosas sin importancia. Te preocupa que un hombre agradable pueda ser más bajo de estatura. Por Dios. Deberías preocuparte por saber si es un hombre que podría estimularte.
Todas me miraban escépticas y bastante atentas.
― No lo creo ―añadió la pequeña morenaza.
―Típico ―respondí―. Cuando contemplan a un hombre atractivo, normalmente se refugian en expresiones como: me gusta su forma de ser, me hace reír todo el tiempo o es buena persona. La verdad es que ustedes son demasiado selectivas. Siempre buscan un hombre atractivo y bastante domesticable o más dócil, pequeñas. Eso las hace sentir más seguras. Lo comprendo. Un cretino siempre va a proporcionarles mayor seguridad. O por lo menos va a proporcionarles un mínimo grado de confianza ya que ustedes no portan en realidad ni una pizca.
―Eso no es cierto ―peroró la pelirroja.
―Hollywood las ha engañando primores ―respondí―. Jamás encontrarán todos los atributos en un solo hombre. Existe una sencilla razón y es que ustedes consideran como virtudes a cosas que en verdad no lo son. Sean francas consigo mismas.
―Te crees muy listo ―respondió la pelirroja.
El resto de las chicas seguían guardando silencio. Estaban dominadas por la charla.
―Sólo soy muy observador ―respondí―. Siempre cometen el mismo error. Todo el tiempo permanecen a la espera de su «hombre ideal». Claro, todas quisieran que tuviese un tórax descomunal, un carácter espléndido, dedos largos, un corvete, un departamento en la costa del mediterráneo, la bondad de un mocoso, el rostro de un adonis, la sensibilidad de un coquer, la fogosidad de un cubano, una cuenta vitalicia en islas caimán y una comprensión tan similar a la de sus respectivas madres. Quizá alguna vez consigan toparse con alguien que finja todo eso. Tal vez exista alguien con todas esas «cualidades». Sin embargo, ¿podrían asegurar que de verdad ustedes atraerían a un tipo así? ¿Acaso él estaría completamente dispuesto a involucrarse con alguien como ustedes? Piénsenlo. Se llevarían una tremenda sorpresa si lo reflexionasen un poco. Ustedes son las auténticas egoístas.
Aquellas tres que discutían conmigo enmudecieron estrepitosamente y se tornaron reflexivas. No dejaban de mirarme.
―Bueno ―dije―, es hora de irme.
―Quédate un poco más ―exclamó la morenaza un poco remilgosa.
―Regresaré más tarde, voy por algo de beber ―mentí.
La verdad es que no quise seguir siendo una consultoría emocional. Así que di la vuelta y antes de llegar al elevador aquella morena con el greñero esponjado se apresuró hacía mi y dijo:
―Te acompaño a la planta baja, ahí se encuentra una máquina de bebidas.
Avanzamos hacia el elevador dejando atrás a las demás que continuaban rechistando entre sí.
―Me llamo Sandra ―dijo la morena mientras me cogía del brazo y aguardábamos al pie del elevador.
―Yo soy Ale ―respondí cuando simultáneamente se abrieron las puertas.
Entramos.
Ella era tan imponente de cerca como yo pensaba. Los dioses Mayas la habían agraciado al por mayor por todos los flancos. Era una princesa Malinche moderna. Parecía que el choque de culturas se representaba de nuevo entre nosotros: un escuálido blanquito que mediante extraños encantos reflexivos sometía a su voluntad a una descendiente étnica demasiado entera para los tiempos decadentes que corrían.
―Creo que le has caído bien a todas a fin de cuentas ―dijo mientras se acomodaba con una mano su oblonga melena.
―Lo que me preocupa es ya no poder resistirme para caerles encima ―respondí―. Seguramente después ya no querrán dirigirme la palabra.
―Por mi parte no será así ―insinuó.
Se hizo el silencio unos segundos y antes de descender ella dijo:
― Seguramente tienes muchas mujeres a tu alrededor.
―¿Qué te hace pensar eso? ―le cuestioné.
―No sé, sólo me surgió esa sensación después de escucharte.
― ¿Y qué ha tenido de peculiar escucharme?
―Parece como si todo el tiempo estuvieses pensando. Supongo que eres un hombre interesante.
No dije nada al respecto.
Bajamos del ascensor y me dispuse a caminar a su lado. A veces podía mirar en breves atisbos esa figura fabulosa. Quetzalcoatl y compañía me compartían en sacrificio a una de sus más encantadoras descendientes prehispánicas. Siempre he deseado de sobremanera a las morenas.
A mitad del camino quiso rodearme el cuello con sus brazos. La evadí antes de que lo lograse. Pero persistió y consiguió besarme.
―No te fíes de tus primeras impresiones ―le advertí mientras la apartaba.
―Pierde cuidado. No soy de las que se enamoran al instante.
―Por eso mismo.
―Chicos como tú casi no pueden encontrarse. Así, tan francos y claros.
―Te equivocas. Andan por doquier todo el tiempo. Pero ustedes no logran percibirlos. No les conceden ninguna oportunidad. Les han enseñado a no verlos.
―No me parece que sea así.
―Siempre dejan de lado a los sujetos correctos. Intenta hacer un recuento de tu vida por primera vez. Descubrirás que siempre han sido parte esencial de ella
― ¿De quiénes hablas?
― Del chico que por tus encantos, seguramente hacía tu tarea en la escuela cuando eras niña. También de aquel chico al que le contabas tus deslices constantes con el más popular de la secundaria y que siempre fingía reír cuando en realidad se mortificaba a sí mismo por tener deseos distintos hacia ti. De igual forma hablo de tu amigo el aburrido, ése que todos tenemos; el que siempre creíste gay y que aquejabas todo el tiempo con tus historias escandalosas de amoríos decepcionantes en la preparatoria. Hablo también del chico reservado en la universidad; de ése al que únicamente observabas en las clases y que constantemente perseguía una oportunidad para sólo acompañarte en el camino de regreso a casa todos los viernes y que por supuesto, tú dejabas a un lado al salir de clases para pasarla en compañía de gaznápiros “muy sociables”. Me refiero también al chico que fue tu vecino mucho tiempo y que jamás te ha contado una pizca de su vida personal y que a pesar de eso, siempre ha estado DISPUESTO A ESCUCHARTE en cualquier hora.
―Ahora que lo mencionas… la verdad es que sí han existido chicos así en mi vida.
―Sí, seguro que sí. También estoy hablando del compañero de trabajo reservado que siempre sale hasta muy tarde. Ese que es muy talentoso, poco agraciado y que apenas te saluda y que cuando no logras percibirlo, te observa complacido y soporta en silencio las propuestas indecorosas que continuamente te hacen los demás en la oficina. Hablo de todos esos que miran películas aburridísimas por la madrugada pensando cómo podrían hacer sentirte confortada mientras tú apenas consigues llegar a casa dando tumbos. Hablo de esos chicos que vagan solos por las anchurosas aceras de la ciudad y contemplan el paisaje desconcertante de un mundo individualista e indiferente mientras que tú te entretienes en charlas de chat candentes creyendo ilusamente que sostienes amoríos con desconocidos que tienen lindas fotografías en el display del mensajero. Hablo de esos que nunca aprendieron a bailar, a coquetear, a divertirse los fines de semana por falta de interés o decepción. Pero que en cambio, PODRÍAN APRENDER SOBRE TI CON ENTUSIASMO. Hablo de esos personajes que han participado en tus momentos cruciales y que desafortunadamente han quedado desenfocados de la lente que ha capturado tus momentos gratos. Son esos que normalmente salen borrosos en la fotografía. Sí, esos que nadie nota, pero que se encuentran ahí, formando parte del paisaje .Y es más, determinando gran parte de tu estabilidad, directa o indirectamente, sin que lo notes.
―Jesús, hablas como si fueses un pensador.
―No ternura. Soy algo mejor. Algo más pobre pero más cabal.
―Qué
― Alguien que intenta ser una verdadera persona.
―Y a todo esto… ¿Cuál ha sido la razón para que hayas caído aquí?
―La misma por la que evité meterte en algún baño en este instante, magrearte el cuerpo y arrugar tu lindo traje.
― ¿Cuál?
―Preocuparme por alguien más por primera vez en mi vida.
―Vaya, qué afortunada.
―Digamos que sólo debo saldar una deuda.
― ¿Acaso tú eres de los que cree en la fidelidad?
―No.
― ¿Entonces por qué lo haces?
―Es simple. Cuando estoy con una chica, no me restan energías para involucrarme con otra. Siempre que estoy con una mujer, toda mi energía, mi dedicación, mi atención y mis emociones se desatan sobre ella. Siempre quedo exhausto y pudiese decir que impedido para intentar algo con alguien más. Esa es mi cruz. Toda mi energía emocional acumulada la deposito sobre una sola persona.
―Eso sí que es amor.
―No, eso es ser un genuino cretino.
Después llegamos a la maquina, deposité unas monedas, pulsé el botón, escupió el refresco, lo cogí y lo abrí , le di un trago, percibí la mirada fija que tenía sobre mí la recepcionista tetona que se encontraba a unos cuantos pasos, le ofrecí un poco a la morena, le pego un buen sorbo, regresamos al ascensor y subimos de nuevo.
Deje a Sandra en su cubículo y me abrí paso entre esas nefastas mujeres ignorándolas por completo. No quería conversar con ellas de nuevo. Tan solo el recordar esa breve charla me producía demasiado descontento. Al seguir enfilando a la oficina me percaté que había ocurrido un cambio repentino en la atmosfera del lugar. Contemplé a muchos haciendo llamadas telefónicas desesperadas. De pronto todo el mundo parecía estar demasiado irritado. Algunos redactaban oficios a toda velocidad. Yo sabía perfectamente que en ciertos casos, el trabajo administrativo requería bastante papeleo, pero eso era demasiado exagerado. Todo el mundo saturaba sus ordenadores al abrir una infinidad de programas para intentar realizar varias cosas al mismo tiempo. De pronto, todos en ese lugar tenían muchísimo trabajo pendiente. En sólo unos minutos el personal se había vuelto completamente loco.
Lo mismo percibí cuando abrí la puerta de esa oficina y miré a Luciano. Estaba discutiendo con el resto de zopencos.
―¿Qué sucede? ―pregunté.
―Lo de siempre ―respondió Luciano muy irritado― Se nos acumuló el trabajo.
Me dirigí a mi asiento, cogí la libreta e intenté escribir de nuevo. Sin embargo, no pasaron ni dos segundos cuando Luciano me arrebató violentamente la libreta.
― ¿Qué te ocurre? ―le pregunté encabritado.
―No es hora para estar jugueteando ―respondió exasperado―, debes ayudarnos en esto. No es momento para que continúes con tus payasadas.
Está bien, ¿en qué puedo ayudarte?
―Ve por unos cafés ―dijo en un tono demasiado imperante.
Andrik y Tadeo se miraron mutuamente y después me miraron.
―Bueno ―respondí despreocupado―, dime a dónde debo ir por ellos.
―! Ese es problema tuyo ¡ ―replicó Luciano.
Tadeo y Andrik volvieron a mirarme. Pablo continuaba de pie.
―Será mejor que te relajes, viejo ―respondí ya encendido― si vuelves a hablarme en ese tono te reviento tu madre.
―Vaya― respondió ironizando ―al fin sacaste a relucir tu naqués.
―Deberías revisar la etimología de esa palabra, hombre. Te ajusta a la perfección.
―Ya le había dicho a Aquiles que pusiera atención en las personas que contratara. Le dije que sólo fuese gente profesional y con experiencia, no cualquier pelagatos.
―Entonces debiste salir pies por delante desde hace mucho.
―Creo que un miserable vago no tiene derecho a opinar.
―Será mejor que midas tus palabras.
Al hacerle esa advertencia, Luciano soltó de estrépito los cartelones que sostenía y me respondió:
― ¿O si no qué?
―Mira ―respondí―, te lo puedo decir de dos formas. La elegante: vamos a salir a dirimir asperezas. La más agradable: vamos a salir a que te ponga en tu madre.
El pánico cundió. Todos se replegaron tras Luciano. Inmediatamente se puso muy nervioso mirando a todas partes. Supo entonces que no tenía el respaldo de nadie.
Acto seguido me acerque justo frente a él. Mi rostro estaba a sólo unos cuantos centímetros del suyo. Le miré desdeñoso y dije:
―Será mejor que me vaya. No quisiera terminar como tú: desquiciado, neurótico, ansioso y completamente desmoronado por el estrés. Este empleo no fue una buena idea.
El sitio me enfermaba. Jamás pensé que pudiese estar rodeado de tanto individualismo, tanta petulancia burda y tanta paranoia…
Salí despacio, cogí el elevador y descendí hasta la recepción. Me sentí muy decepcionado. Así que por alguna extraña razón, me acerqué a donde se encontraba la mujer madura con la intención de hablar con ella un momento.
―Qué se te ofrece ojitos ―dijo al ver que me aproximaba a ella.
―Sólo vengo a hacerle un poco de compañía.
―¿Todo bien en tu primer día?
―La verdad es que resulta un poco extraño.
―¿Por qué lo dices?
―Hay demasiado tiempo desperdiciado. Todos al principio parecen demasiado apaciguados y de pronto, ya no hay tiempo para nada; todo el mundo se vuelve irritable y descontrolado.
―Así es a veces. Todo se encuentra en calma pero continuamente llegan momentos donde las presiones repentinas te llevan al borde del colapso.
―Eso es lo que no está bien.
―Lo sé. Y dime ¿Ya hiciste migas por ahí? Te vi hace un rato con una chica. Pareces del tipo de personas que socializa enseguida.
―Pues las cosas no resultaron bien del todo.
― ¿Ah sí? ¿Por qué lo dices?
―Hace un rato conversé con las mujeres más repugnantes de mi vida.
―¿Y sobre qué conversaron?
―Pues sobre algunos de sus complejos y prejuicios, algunas razones por las cuales sus relaciones con el hombre se van a pique… cosas así. Jamás distinguen entre lo que quieren y lo que necesitan. En fin, todo concluyó en puros silencos. Siempre se plantean las preguntas equivocadas.
―Te metiste en líos.
―Lo sé.
―Las chicas de hoy no cambiarán. Siempre elegirán sólo lo que les gusta aunque después les desconcierte.
―Usted es una mujer muy sabia ¿Es casada?
―Creo que eres un chico al cual no debo explicarle por qué estoy sola.
―Entiendo. De cualquier forma… me voy. Fue un gusto conocerla aunque haya sido por unos momentos.
― ¿Sabes? Desde que te vi entrar supe que no permanecerías ni un solo día.
― ¿Por qué lo supo?
―Eso pregúntaselo a alguien que te conozca. Disfrutarás lo que te responderán.
Eché un último vistazo a sus preciosos pechos y después salí para encaminarme a una zona donde circulase el colectivo. Habían transcurrido apenas unas cuantas horas. El día estaba despejado y el atardecer teñía el cielo con un azul muy pálido.
Cogí un autobús para regresar a casa de Fabiola. Llevaría malas noticias.
Al estar frente a la puerta de la casa, una extraña sensación me invadió. Saque las llaves de mi pantalón y antes de introducir la correcta en la cerradura esperé un momento.
―Quizás ande afuera todavía ―pensé para mí mismo.
Miré hacia la avenida unos segundos y luego metí la llave, abrí la puerta y me fui directo al baño. Me estaba orinando en los pantalones. Cuando terminé, se me olvidó bajarle al retrete. Sólo me lavé las manos y me dirigí a la cocina. Antes de entrar, miré por la ventanilla de la puerta a un desconocido que estaba parado justo detrás de la barra con el rostro dirigido hacia el cielo. Abajo, justo en la esquina de la barra, apenas se asomaba un par de tenis de color azul. Eran los tenis preferidos de Fabiola.
Entonces subí a su cuarto y sin hacer demasiado escándalo eché mi ropa en un par de mochilas que yo había llevado desde que me mudé. Luego me puse a trastear en el cajón de su escritorio hasta encontrar unos billetes que yo había escondido ahí. Fui veloz. Sólo tardé un par de minutos.
Cuando bajé de nuevo, el tipo seguía de pie en la barra. Su cabeza ahora miraba hacia abajo. Seguro disfrutaba las muecas.
Salí sin ser visto. Anduve caminando un buen rato y me puse a pensar en la última escena que vi en casa de Fabiola.
―Nunca definen lo que en verdad quieren.―pensé.
Jamás la tope de nuevo.
Al día siguiente regresé a casa. Mis padres estaban furiosos. Decían que su casa ya no sería un continuo hotel de paso. Prometí ajustarme de nuevo a lo que propusiera la familia y aseguré que me reincorporaría a la escuela lo más pronto posible. De alguna forma extrañaba la escuela.
Por la tarde, me encontré a mi amigo Juan en las cancha de básquet de un deportivo cerca de mi casa. Siempre había estado al tanto de todas mis movidas con las chicas hasta entonces. Sabía de aquel empleo y de mi situación reciente con Fabiola. Cuando nos sentamos sobre una banca de metal que estaba a un costado de las canchas, le conté lo sucedido. Sólo me miró compasivo y dijo:
―En verdad que es una pena Ale. No duraste un solo día en el trabajo, ya no tienes vieja, ni mucho menos futuro.
Ambos reímos.
En ese instante sonó mi celular. Lo saqué de la bolsa de mi camisa y respondí. Era mi madre.
―Te acaba de llamar un tal Aquiles.
―Espero que le hayas dicho que ya no vivo ahí.
―Dijo que volvía a llamar más tarde. Dice que tienes que cobrar un cheque por dos mil pesos. Según es por tu trabajo.
― ¿Dos mil pesos?
―Lo que escuchaste sordito. Regresa temprano, tu padre está bien enojado.
―Está bien, al rato llego.
Colgué.
Así es esto ―le dije a Juan―. Es una pena. Eso fue lo que pasó. Juro que no vuelvo a hacerlo.
Sí wey ―añadió―. Ya no te enamores ni mucho menos confíes en las mujeres.
―No me refiero a eso Juan.
― ¿Entonces a qué te refieres? ―preguntó mientras observábamos a una espléndida morenaza que estaba sola. Todo le cimbraba espectacularmente al hacer tiros con el balón en una canasta de la cancha más cercana.
―No vuelvo a buscar un empleo formal.

No hay comentarios: