domingo, 17 de abril de 2011

La auténtica jaula de las locas (Parte I)


La primera vez que acudí a un bar gay fue con mi amigo Mauricio. Yo tenía dieciseis años y para entonces ya le pegaba al trago a lo perro. Recuerdo que mi amigo me invitó un jueves por la noche mientras me confesaba que era puto. Estábamos muy curdas en esa ocasión. Habían pasado dos días desde que había salido de casa con el pretexto de comprar unas galletas en la tienda. Des pués de tantas horas bebiendo, la peda llegó a un punto donde la lengua de Mauricio al fin se desató y entonces de modo vehemente me contó todo.

−¿ Has escuchado rumores sobre mí Ale?

−Claro, todo el mundo murmura que eres un puto.

−Pues no se equivocan.

−Lo sé.

−¿Y no te sorprende?

−Bueno, ¿por qué ocurriría eso?

−No sé, es que… siempre que lo confieso, la mayoría se asusta y luego me evitan.

−Pues qué putos.

−ja, já. No Ale, en serio ¿En verdad no tienes problema con eso?

−El único que puede tener problemas en esa situación es tu culo.

−Te quiero amigo.

−Si me abrazas e intentas tocarme de más te pongo un putazo.

−Ja, ja. No te preocupes. Yo aún te respeto.

Yo siempre quise a mi amigo Mauricio. Cuando yo me metía en líos con otros chicos él siempre saltaba por mí. Era muy bueno para los chingadazos y además tenía la costumbre de compartir todo lo que se encontrase en sus manos. Mauricio era moreno, con un rostro medio ceñudo, un perfil aguileño y un físico como corredor profesional. Ya saben, definido sin ser voluptuoso. Por fin esa noche había tenido la certeza de que a mi amigo le gustaba que le dejasen la verga llena de abono.

Después de su confesión seguimos la peda discutiendo otras cosas durante el resto de la conversación. No volvimos a tocar el asunto, pero entonces recordé que desde niño yo ya intuía la homosexualidad de Mauricio. Recuerdo que casi siempre que íbamos a las maquinitas situadas a unas cuantas cuadras de mi casa, por lo regular, cerca de las dos horas, Mauricio siempre desaparecía un buen rato con un par de chicos muy extraños para mí en ese entonces.

Al que recuerdo con mayor precisión es a Martín que le apodaban la güera. En segundo lugar a Horacio que le decían el popo. Como dije, me parecían muy extraños. Cada vez que entraban al local de maquinitas una densa estela de perfume de mujer barato se colaba por todos lados. La mayor parte del tiempo ambos tenían puesto alguno que otro accesorio de mujer poco vistosos. Por lo regular eran pendientes pequeños o pulseras angostas. A veces calzaban botines. Martín era más estrafalario en su forma de vestir a decir de Horacio que siempre andaba arropado como un chico cualquiera. El único distintivo un tanto perturbador para algunos era que Horacio siempre llevaba los ojos delineados.

Yo tenía trece años, Mauricio veinte y el resto de los que se daban cita ahí entre los veintitrés y veintisiete. Casi siempre acudía al local dos o tres veces por semana para jugar un par de horas después de la escuela. A pesar de ser pequeño, fui demasiado bueno en eso de los videojuegos. Cuando lograba derrotar a contrincantes que no eran de la colonia, Martín y Horacio me recompensaban con más dinero para seguir jugando y así acumular más victorias. Mientras tanto, ellos se esfumaban con Mauricio. Al cabo de unas horas retornaban muy desalineados y un tanto enrojecidos del rostro.

Cuando jugaba canicas en los tramos de terracería que había aún por las calles de mi vecindario, algunos de mis amigos ponían en entredicho a mis amistades. Una vez, cuando estaba a punto de hacer un tiro de huesito mi amigo Carmelo fue directo y me expresó:

−Mi jefe me dijo que ya no me juntase contigo we.

−¿Y eso? – respondí un poco irritado.

−Pues porque dice que te juntas con gente que tiene «malas mañas».

−Pues no entiendo a cuales se refiere.

−Dice que a lo mejor tú también aprenderás esas mañas y seguro después me las pegarás.

−Es tu jefe, no el mío a fin de cuentas.

Yo no conseguía comprender por qué lo decían hasta que un par de meses después ocurrió algo donde todo se aclaró.

Aquella tarde teníamos planeado jugar futbol pero no lo hicimos. Mauricio se fue a casa de su madre. Sus padres se habían divorciado un año antes y desde entonces su vida no había sido la misma. Jamás obtuvo reconocimiento alguno de su padre aunque fuese un chico tenaz e inteligente en todo lo que hacía. Y por parte de su madre, sólo recibía constantes regaños y reproches. Incluso a veces su madre afirmaba que Mauricio podría haber sido la causa principal por la que su marido la había dejado. Le echaba en cara su dolorosa separación. Por otra parte, Mauricio siempre fue muy retraído con las mujeres hasta llegar a un punto donde les temía. Ese día le esperaba el mayor aburrimiento y la más intensa decepción.



El caso es que llegué al local más temprano que de costumbre. Al entrar dejé en el piso mi pequeño morral y me puse a jugar. Habían pasado más o menos las dos horas reglamentarias cuando de pronto Gabriel , −el dueño del local− bajó hasta el piso la cortina metálica del lugar. Entre las luces de los monitores que apenas alumbraban el interior observé cómo todos los que quedaron dentro comenzaron a toquetearse con desenfreno. Al principio pensé que jugaban algo muy extraño pero después la cosa se puso muy desconcertante. Martín tenía apañado a un chico de no más de veinte años. Le estrujaba a ratos por encima de la camisa y a veces descendía sus manos hasta los huevos del muchacho, tanteándolos impacientemente. Todo el tiempo le hundió la lengua dentro de la boca enloquecidamente. El sonido de los labios que se succionaban mutuamente lograba sobreparsar incluso al ruido de los videojuegos. Horacio había colocado a su muchacho sobre el futbolito de madera que estaba esquinado. También tocaba desaforadamente al chico. Repasaba con sus manos su rostro y su pequeño culito. Le auscultaba el torso y la espalda sucesivamente con movimientos enajenados. Sin embargo, no permitía que el chico lo tocase siquiera un centímetro. Por mi parte, yo continué tratando de concentrarme en el juego. Intenté no mirar más de la cuenta. El chasquido persistente resonó durante un buen tiempo. Concluí el juego una y otra vez hasta que por fin Gabriel alzó de nuevo la cortina metálica. Sentí cómo la mirada apenada de Gabriel se posó sobre mí. Entre el calor que producían las máquinas y los cuerpos amontonados flotó un hedor a sudor, aliento agrio y al más puro almizcle. Entonces cogí mi pequeño morral que había puesto en el suelo, me lo puse al hombro y cuando estaba a punto de salir despidiéndome Gabriel me tomó por el hombro y me dijo:

−Si no lo cuentas tendrás juegos gratis de por vida.

Martín soltó al chico con el que estaba y se acercó a Gabriel con aire serio.

−No tienes por qué sobornar al niño−dijo− De todas formas ya sabe también lo de Mauricio.

−Pues espero que no se le afloje la lengua de más− dijo Gabriel.

Después el ´propio Gabriel se acercó aún más hacia mí, se puso en cuclillas y me dijo ya serenado:

−De todas formas tienes uno o dos juegos gratis siempre que vengas Ale.

Entonces sólo sonreí un poco y salí hecho el diablo rumbo a casa.

Toda la escena estuvo trascurriendo en mi cabeza una y otra vez durante la noche mientras no podía conciliar el sueño. Recordé lo extraño que fue ver a esos cuerpos toscos y torpes tocándose entre sí y haciendo cosas que simplemente no había visto en un mismo género. Se pasaban las manos por el torso velludo, se frotaban los huevos quisquillosamente, se apartaban el pelo de la frente y sus manos atestadas de venas se anudaban. Seguramente también se metían los dedos por el culo y se presionaban sus miembros mutuamente.

Del mismo modo, esa noche también recordé otra situación que había vivido con Mauricio. Me puse a esclarecer las razones por las que Mauricio había decidido no tocar tiempo atrás a Zurama, una vecina muy ganosa que siempre me auxiliaba cuando yo andaba muy rejón.

Recordé aquella tarde en el callejón de la cuadra de mi casa. Aquel día esa niña estaba más ardiente de lo acostumbrado. Fue a buscarnos cuando andábamos jugando canicas y en el camino iba retorciéndonos la pinga sobre el pantalón sin entorpecer el paso de los tres. Cuando llegamos justo a mitad de ese desolado callejón sólo me agaché y de un tirón le subí la falda para dividir sus piernas y comenzar a darle imparables relamidas en su chocho. No llevaba calzones. Yo me estaba escaldando la lengua mientras Zurama se retorcía del goce al tiempo que se aferraba a mi cabeza con una mano y a la pija de Mauricio con la otra. Cuando tocó el turno de Mau para relevarme y así permitirme descansar un poco, sencillamente dijo que estaba cansado, soltó la falda y se fue a casa.

No me preocupaba pero aun así, intenté encontrar la razón precisa de por qué mi amigo prefería a los hombres. Conseguí dormir no sin experimentar la típica sensación opresora en el estómago.

A partir de ese momento transcurrieron casi tres años viéndonos frecuentemente, metiéndome en problemas de los que él siempre me sacaba, emborrachándonos desde temprano y sospechando hasta el día de esa confesión que Mauricio era un marica.

Después de cortar el rollo ese jueves me fui a casa para dormir. Cuando llegué mi madre me dio la acostumbrada reprimenda por más o menos una hora. Cuando por fin me tumbé de espaldas a la cama, quise dormir tranquilo sin intentar imaginar las peripecias que me deparaba la noche siguiente. De cualquier forma habría algo más qué contar me gustase o no.

Al medio día siguiente desperté con una resaca inclemente. Fue muy extraña para mí a comparación de las anteriores. Mi cuerpo experimentó un intenso escalofrío. Me hice a la idea de que esa sensación sería pasajera. Sin embargo, ya por la tarde, los síntomas aún persistían. Me enjugaba la frente varias veces. Sentí un escozor intenso que sólo se concentró en mi estómago. Durante todo ese tiempo no pude ingerir cosa alguna. En cuanto pasaba cualquier cosa que masticaba enseguida lo devolvía. Los calosfríos seguían cundiendo en mi cuerpo y en mis encías sentí un persistente hormigueo que llegaba hasta mis oídos. Después de salir a dar una leve caminata y regresar a casa casi enseguida intenté conciliar el sueño sin lograrlo. El sudor no disminuía, Mis manos temblaban demasiado tan solo al tratar de sujetar una botella de suero que mi hermana había comprado en la farmacia. Mis rodillas comenzaron a dolerme de sobremanera y sentí los pies más helados que de costumbre. También tuve una serie de contracciones en mi abdomen que aumentaron en intensidad al paso del tiempo. Sentí vértigo. Me estaba haciendo a la idea que tal vez pasaría la noche entera en el hospital regurgitando la comida incipiente que te suministran ahí. Pasé buen rato postrado en la cama encorvado con mi frente rozando mis rodillas hasta que tocaron el timbre. Mi madre salió a abrir y un minuto después Mauricio estaba plantado al pie de mi cama con una sonrisa condescendiente. Quise decirle que no deseaba acompañarlo pero las contracciones y la temperatura alta que ya tenía para entonces me habían entorpecido tanto que evitaban que dijese algo entendible. Mauricio se quedó de pie, me miró unos segundos, se paseó por mi cuarto y después se acercó a mí tomándome de la punta de los pies.

−Levántate, no exageres demasiado.

−No juegues conmigo –dije− en verdad me siento muy mal.

−Necesitas una piedra.

−No seas imbécil− apenas murmuré− ¿Cómo se te ocurre que fume mierda en este momento?

−No soquete. –dijo− Una piedra también es una bebida a base de varios licores mezclados. Necesitas que tus tripas se expandan de nuevo.

−Pues venga de una vez.

−Cuando lleguemos al lugar pido un par para ti.

−Pues ya qué.


No recuerdo exactamente cuánto tiempo tomó llegar al lugar. Me sentía realmente aniquilado como para medir tiempo y distancia. Me trepé en un taxi y posé mi cabeza en la ventana. Durante todo el camino mantuve los ojos cerrados. El vértigo ya era insoportable. Cuando por fin llegamos, inmediatamente me lancé a la barra y pedí la dichosa piedra. No presté atención al lugar. Me senté en el primer taburete libre que encontré a la vez que me enjugaba el sudor del rostro con el cuello de la playera. El tipo de la barra sacó de la vitrina que estaba a sus espaldas unas cuantas botellas y las puso frente a mí junto con una copa. En una especie de cápsula metálica concentró un poco de anís, brandy, tequila y un charquito de Vodka la agitó . Luego la sirvió toda en una copa con hielos y un poco de refresco de cola,


− ¿Andas malito verdad?- Añadió mientras agitaba un poco la copa sostenida desde el filo por las yemas de sus dedos dejando escapar una sincera sonrisa.

− ¿Se nota verdad?− dije− mientras aferré las uñas al borde de la barra.

Después de tomar la copa entre sus dedos y agitarla un poco más me dijo:

−A ver niño, esto se toma de un chingadazo. De lo contrario no surte efecto.

Cuando me alcanzó la copa la sujeté intentando no derramar ninguna gota con mis manos trémulas. Me la llevé a la boca con dificultad y la liquidé de un solo trago. Sentí un escozor más intenso que inició desde el primer momento que esa infusión tocó mi garganta. Enseguida me percaté de cómo mi temperatura aumentó mucho más. Mi cuerpo empezó a emanar demasiado calor. El sudor se incrementó tanto que hasta el borde de mis calzoncillos estaba empapado por mi culo que sudaba al cien.

−¿Te sientes mejor? Preguntó el de la barra después de haber despachado un par de tragos.

−Ya no tiemblo.− Respondí tranquilizado.

−Misión cumplida− dijo- Puedes seguir chupando.

Permanecí en el taburete un poco más. Al regularse mi temperatura me levanté y busqué la mesa donde se había instalado Mauricio. En ese momento cobré conciencia del lugar. Estaba dentro de lo que parecía ser una inmensa casona. El lugar tenía un aspecto vanguardista y reposado a la vez. Claro. un lugar de putos muy sofisticado. Pensé que estaba en una de esas colonias intelectualoides y en efecto, al preguntar a un chico que pasaba con una cerveza en la mano me dijo que estábamos en un bar de la Roma. En verdad el lugar era amplio y aun así no se encontraba saturado por demasiadas mesas. Podías transitar con soltura por los pasillos espaciosos. Busqué en todos los rincones sin tener rastro de Mauricio. Entonces me fui a la puerta de entrada. Quizás esté allí mismo esperándome, supuse. Cuando le pregunté al gendarme de la puerta me dijo que nadie había salido aún. Me miró muy extrañando y después sugirió que fuese a buscarlo en los otros dos niveles. No tenía idea de lo grande que era el lugar en realidad. Retorné a la barra y le pregunté al encargado dónde se encontraban las escaleras. Me dijo que estaban junto a los baños. También me explicó que el lugar se dividía en tres zonas. La primera consistía en el bar ambientado donde estábamos. La segunda era una especie de karaoke donde se realizaban continuos shows performanceros y la tercera era una inmensa pista de baile con música de los años ochentas. Antes de subir me dio una cerveza y me dijo que era cortesía de la casa por tener unos ojos encantadores. Cuando menos mis ojos habían servido en esa ocasión para proporcionarme algo más que un habitual halago.

Subí a la segunda sección por unas escaleras con un pasamano de madera cuidadosamente barnizada. Cuando llegué a la entrada me detuve para observar el espectáculo que en ese momento se realizaba. Un travesti daba un show muy genuino imitando a la cantante Amanda Miguel. Por donde fuera que lo viese, tenía todo mucho más acomodado que una autentica chica. O quizás ellos a veces parecían más auténticos que una chica. Logré distinguir a Mauricio que estaba sentado justamente en el extremo opuesto de donde yo estaba. Al acercarme entendí que ya había armado compañía enseguida. Lo tenían custodiado dos bigotudos. Recordé a Freddy Mercury. Entonces uno de ellos se levantó y en menos de lo que yo pudiese pensarlo ya estaba de vuelta con una silla para mí. Yo permanecí de pie. En el lugar flotaba un aroma entre naftalina, esencia de hiervas y desde luego el perfume barato de mujer que seguía persiguiéndome a lo largo de los años. Me concentré en el show que estaba por terminar sin atender la charla que tenían Mauricio y sus dos amigos. En verdad aquella vestida hacía una formidable caracterización. No se excedía en los ademanes. Le ponía el énfasis correcto. Por un momento pensé que en verdad era aquella cantante. Al término del show los meseros reordenaron las sillas colocando mesas, distribuyéndolas como en la primera sección. Mauricio pidió una cubeta de cervezas y me integró a una de las conversaciones más interesantes que tuve en mi adolescencia.

No hay comentarios: