domingo, 17 de abril de 2011

La auténtica jaula de las locas (Parte III y última)


Sentí a mis espaldas un vapor molesto. Provenía de los resoplidos de un marica emborrachado dispuesto a ponerme justo contra la pared. Aunque estaba en aprietos, en verdad no me puse nervioso.
―Si quieres puedo echarte una mano ―pronunció una voz muy dispuesta.
―Tengo el pito chico ―fue lo más ingenioso que logró salir de mi boca en ese instante.
―Pero yo no ―replicó esa voz decidida.
Mire hacia ambos lados con las manos en la masa. Todos los que estaban en el baño seguían en sus asuntos. Al parecer, nadie estaba dispuesto a relevarme o siquiera ayudarme a salir del aprieto. Una rola de George Michael retumbaba por todas las paredes de ese húmedo lugar. Sólo miré el muro que estaba frente a mí. Contuve la respiración un poco y sacudí los residuos de orín meneando un poco mi verga al tiempo que pensaba cómo me libraría de ese peculiar acoso. Los azulejos del baño estaban lagrimosos, sarrosos y resquebrajados. Supuse que tal vez aquel sujeto tenía el hocico del mismo modo.
Entonces enfundé con paciencia mi pito en los calzones de vaquita que me había obsequiado mi madre hacía tiempo. Cuando me volví de frente al cretino, miré desconcertado cómo me rebasaba en tamaño y volumen. Yo siempre he sido un chico muy enclenque así que por lo regular cualquiera me sobrepasaba en esos aspectos. Mi desventaja era inminente. Ni siquiera podía sorrajarle un frentazo directo en la nariz. Mi cabeza apenas alcanzaba su cuello. Sencillamente uno de sus tremendos brazos superaba en tamaño a uno de los muslos de mis piernas. Intenté abrirme paso pidiéndole permiso pero permaneció inmóvil. Miré al suelo y entre una charca amarillenta flotaba un desolado envase de cerveza. Quizás no tendría el tiempo suficiente para agacharme y atizársela en el rostro pero sin duda no tenía más elección.
Retrocedí un poco e inusitadamente me puse agresivo.

― ¿Por qué no te mueves culero? ― le dije encogiéndome de hombros.

―A ver, enséñame eso que acabas de guardar y pues ya vemos ―dijo.
De nuevo eché un vistazo a los costados. Cerca de la puerta ―en el lado izquierdo―se encontraba un barrigón que le estaba metiendo la mano muy recio a un tipo. El otro era flaco y llevaba el cabello un poco rizado.
Junto al lavabo, cerca de la puerta, había otro chico casi idéntico a Jamiro Quai que empapaba su calzado deportivo setentero en otra charca amarillenta mientras posaba una mano en el lavabo. Por supuesto, la mano que tenía libre estaba metiéndola por el ziper de al parecer su pareja. El otro era un tipo rubio, con botas doctor marteens, enfundado en una playera tejida que dejaba traslucir sus pezones y un pantalón de cuero color ladrillo. Seguramente le estaba alisando a lo lindo los pelos de su escroto.
En los retretes aledaños se escuchaba los sonoros pedos escapados y el chapuzón espontaneo de la mierda sobre la trampa de agua del escusado.
No podía permitir que me dilataran el esfínter así que decidí correr el riesgo y tomar el envase empapado en orines. Justo cuando me agaché por el arma en potencia, sentí la presencia de otra persona. Entonces alcé la vista y mire con alivio que era Román encarando a esa bestia hiperdesarrollada. Román se colocó precisamente a un pelo de su rostro y dijo:
―Aquí no vas a encontrar lo que perdiste.
Aquel norteño estaba muy firme a pesar de ser más bajo y menos fornido que la bestia. Por primera vez en la noche su rostro profería un aire realmente amenazador. Por primera vez afloré un miedo mezclado con muchísimo respeto por un invertido de verdad como Román.
―Es mi mayate ―espetó Román mientras se rascaba la timba por debajo de la playera.
Solté el casco y me coloqué al lado de Román.
Entonces el adefesio ese nos miró a los dos brevemente y dijo:
―Pues ni pedo, vienes con el bigotón, ya será para otra ocasión.
Aquel mastodonte volvió tras sus pasos y se alejó un poco decepcionado.
―Te dije que no vinieses solo ―me reprochó Román.
―Lo sé ―respondí―, te juro que hasta se me inhibió la peda.
―Ya te hacías durmiendo pecho a tierra al día siguiente ¿Verdad?
―No lo sé. Aún faltaba estrellarle la botella en la jeta.
―Eso solo lo hubiese alterado enseguida.
―Lo bueno de esto es que ya no lo sabremos.
De vuelta a los sillones le pregunté a Román qué significaba ser un mayate.
―Así se les conoce a los niños gay en otros lados del país−dijo− Son tus mariconcitos de compañía.
―Ni creas ―dije esbozando una mueca con los labios
―Cuando menos me debes unos tientos de tu culito por salvártelo.
Lo miré fingidamente malhumorado.
―Es broma―respondió―, vamos a por otras chelas.
Retornamos a los sillones de nuevo. De alguna forma, lo que ocurrió después fue para mí sorprendente y gracioso. Después de un rato mis tres amigos volvieron a la pista. Yo fui por otra cerveza y al caminar en plena pista, escuché cómo un sujeto con pantalones ajustados, playera sin mangas y corte militar le reclamaba a un chico medio robusto con gafas (al parecer su pareja) su reciente infidelidad. Le cuestionaba a todo pulmón por qué le olía el pene a mierda en ese momento. Fui por los demás y nos colocamos cerca para escuchar los reclamos.
―No te hagas Herson ―vociferaba el tipo― ¿Por qué tardaste demasiado en el baño? Reconozco ese olor. Te lo diste, ¡Te lo acabas de dar! Te huele a mierda, no mientas, ¡TE HUELE A MIERDA!
Después de presenciar ese penoso incidente Román pagó la cuenta de lo que restaba y decidimos partir rumbo a casa. Al salir del lugar vimos que en la esquina se armaba bullicio. Había demasiada gente aglomerada como para percibir de lejos lo que sucedía así que nos acercamos. Cuando nos abrimos paso entre la multitud vimos un tiro impresionante entre dos vestidas. Se habían descuartizado gran parte de la ropa. Se arrancaban las prendas de cuajo. Retazos de peluca y de su atuendo quedaban esparcidos por el suelo. Uno de ellos que tenía los pómulos prominentes y los párpados cubiertos de una sombra púrpura de maquillaje se había despojado de los tacones. De ese modo, estuvo soltando potentes patadas con los pies desnudos. El oponente era un moreno que tenía una tremenda bemba por boca. A ese le colgaba medio sostén con relleno salpicado por la sangre y su rostro ya mostraba los estragos de unos cuantos putazos.
Ambos eran bastante aguerridos. Conseguían aturdirse parejo con cada golpe que lograban conectarse. Eran muy veloces y sus cates resonaban en sus cuerpos muy macizos. Aquel de sombras púrpuras le conecto tres rectos consecutivos al bembudo. Pero luego el de los labios grandes remontó propinándole cinco puñetazos consecutivos en el rostro hasta mandarlo medio desdentado y semiconsciente contra el cofre de un cavalier negro que estaba aparcado en esa esquina. Unos segundos después, el de los pómulos intentó ponerse en pie de nuevo pero en ese instante llegó la patrulla. Todo el mundo huyó despavorido entre las calles. Yo me quedé un poco para ver los residuos del desastre. Todo lo que estaba en el suelo quedó reducido a un amasijo de sangre, pelos, dientes y tela. Después del espectáculo permanecimos sentados en la banqueta unos segundos y luego Román ofreció llevarnos a casa en su auto. Nunca olvidaré ese Jetta plateado descapotable.
―Bonito auto ―le dije a Román.
―Mi trabajo me ha costado ―respondió.
―Dirás tus pobres nalguitas ―musitó Julio.
Todos reímos al tiempo que a Mauricio se le había derramado la cerveza en el regazo dentro del auto.
Antes de llegar a casa fuimos a esos famosos tacos del borrego viudo ubicados por viaducto y revolución. Mientras me atascaba la primera orden de tacos, Mauricio y Julio intentaban ligar con otros invertidos que estaban sentados sobre un bocho en el extenso estacionamiento del lugar. La vida de noche resultó más interesante de lo que yo imaginaba. Había más homosexuales de lo que yo podía haberme hecho a la idea.
Mi condición ya era estupenda para entonces por lo que desperté un hambre atroz. Devoré alrededor de veinticinco de esos tacos pequeños.
―Ay cabrón ―exclamó Román―, te digo que te convendría andar en esta onda Ale.
― ¿Por qué lo dices? ―pregunté
―Te cabe demasiado.
―Ja, deja las bromas y mejor discúteme otra chela.
―Ahorita la traigo.
Al llegar a casa ya daban las cinco treinta. Le dije a Román que estacionara el auto a una cuadra de mi casa y camináramos un par más para ir a la vinatería que estaba frente al parque de molinos. Ahí compramos los últimos tres sixs de cerveza. Después de armar el último viaje nos fuimos directo a los columpios del parque para beber una hora más.
―Así es esto con los gays mi estimado Alex−dijo Román balanceándose en un columpio.
―Jamás pensé que fuese tan complicado.
―Todo es complicado.
―O lo complicas más de lo debido.
― ¿Sabes? deberías estudiar algo relacionado con la gente.
―Seguro, tal vez lo haga.
Cuando terminamos la última lata ya daban las seis y media. El sol naciente molestaba mis ojos irritados por la trasnochada. Le di un abrazo y un fuerte apretón de mano a Román. Julio ya tenía rato durmiendo en el asiento trasero del coche. Cuando Román arrancó, me despedí inmediatamente de Mauricio para dormir y planear lo que haríamos por la noche. Ya era sábado por supuesto. Entré a casa y me desplomé vestido en la cama para hundirme en un confortable sueño. Jamás volví a saber algo de Román y Julio.
Desperté a las tres de la tarde porque tocaron el timbre. Después de abrir la puerta encamorrado enfoqué el rosto obeso e inquieto de Carmelo. Me dijo que saliera de una vez. Estaba reclutando a todos para la cáscara sabatina. La resaca de ese día fue menos intensa. Encontré mis tenis detrás de la lavadora, tomé un jugo de guayaba destapado que estaba en la mesa y salí directo a la tienda por un refresco de manzana y una botella de agua mineral.
Al torcer la esquina vi a muchos de los chicos que estaban sentados en la acera o en cuclillas a un costado de la tienda. Algunos andaban haciendo dominadas y otros prendían el toque de mota vespertino. El Kiko, Toño y el Shagui también se reunieron los demás.
Al salir de la tienda mezclé el refresco con el Tehuacán y me senté a beberlo de un jalón en la acera bajo un árbol que daba buena sombra.
Se conformaron equipos de cuatro para cada reta. Entre los equipos se encontraba el de aquel ruco y sus hijos sobre el cual Mauricio me había puesto al tanto la noche anterior. El sol daba tan lastimero que las piernas de la mayoría se ennegrecieron minutos después.
Salían y entraban los equipos con facilidad. Después de una ronda me incorporé al juego con mi reta. Miguel, Paco y Arturo habían elegido jugar conmigo. Minutos más tarde, comenzamos una buena racha eliminando a tres equipos consecutivamente sin dificultad. Después siguió el equipo del viejo y sus hijos
En ese preciso instante Martín iba atravesando la avenida para dirigirse a la tienda por unos tabacos. El viejo lo miró desdeñoso. El Shagui, toño y el Kiko empezaron a escandalizar con una mar de rechiflas. Martín mantuvo un caminar firme. Cuando me reconoció sobre el resto, ambos nos saludamos un poco alzando la barbilla solamente. Los silbidos eran muy agudos. Me sentí aturdido. Entonces solté el balón y me acerque plantándome justo frente a los tres.
―¿No quieren más mermelada?― le dije a los tres a bocajarro, en un son altanero.
Se miraron entre ellos apenados y luego se limitaron a mirarme y a enmudecer enseguida por el resto de la tarde.
Continuamos la reta.
El viejo jugaba muy sucio. Me descarapeló una espinilla con sus encares agresivos. Andaba desplazando a todos con bruscos empujones o choques que efectuaba cuando estábamos desprevenidos. Era un cerdo en la cancha. Sus hijos se limitaban a ejecutar sus obstinadas órdenes pasándole el balón apenas les caía. Jugaban deprimidos, desganados. Evidentemente obligados.
Yo contaba con un buen equipo. Lo único que me representaba dificultades era evitar a ese bulto de noventa kilos cargado de testosterona. Durante una jugada inesperada hubo un encontronazo accidental. Miguel y el hijo más pequeño del viejo (de unos once años) cayeron aparatosamente al suelo alzando una leve película de polvo por el impacto de ambos. El taponazo de Miguel lo desequilibró mandándolo de nalgas y arrojando de bruces al niño. Cuando el chico se incorporó de nuevo observé cómo un par de lágrimas resbalaban por su rostro hasta caer en sus manos con muchos vidrios y pequeñas piedras incrustadas.
― ¿Estás bien? ―le pregunté.
―No ―respondió.
―Ve a sentarte entonces.
―Mi papá me va a regañar.
Su padre le gritó a distancia:
―No seas marica. Ponte a jugar de nuevo.
El niño fue trastabillando por el balón, cobró la falta y después permaneció quieto a un costado de la avenida extrayendo de sus manos los malditos fragmentos de porquería que se le habían incrustado.
Luego, durante un robo de balón agresivo, el viejo lo lanzó hacia donde estaba el chico.
―Páralo ―le atronó el viejo demasiado colérico.
El niño quiso correr para alcanzar el balón. Sólo rengueó un poco y al no alcanzarlo se limitó a sentarse sobre el ardiente pavimento.
―Me duele mi rodilla ―expresó el niño mientras frotaba con sus pequeñas manos la rótula de su pequeña rodilla izquierda.
El viejo se aproximó muy enérgico hacia el niño y comenzó a gritarle.
―No seas marica ―dijo―, levántate, no seas perdedor.
―No me gusta el futbol papá ―respondió el niño muy dolorido.
Pensé lo devastador que resulta cuando un perdedor adulto desea a toda costa ver cumplidos sus sueños en un chico que seguramente tiene ensoñaciones distintas. Normalmente eso ocurre entre padre e hijo todo el tiempo. Un viejo perdedor le impone sus deseos mediocres a un potencial triunfador. El resultado es nefasto: otro perdedor en la generación siguiente.
―Si quieres vámonos a jugar otra cosa− le dije al chico mientras me interponía entre ambos.
―Yo he visto que tienes una patineta y haces cosas bien padres− dijo el niño con el rostro iluminado por el sol y por un espontaneo cambio de humor,.
―Sí, tengo una medio madreada ―dije―. Vamos por ella y te enseño cómo subir.
―Sí ― gritó el niño muy alegre.
―Te doy tres para que te levantes ―le sentenció el viejo.
―Me da miedo jugar contigo papá ―respondió el niño.
―No seas mariquita ―dijo el señor.
―Pero me da miedo ―respondió de nuevo el niño.
―Puta madre ―masculló el viejo―. Resulta que ahora tengo un hijo puto para el futbol.
Finalmente ya no soporté más, me acerqué al viejo y discretamente se lo solté:
―Puto sería no aceptar lo que en verdad sientes ¿No lo cree?
El viejo empalideció tan pronto como se lo dije. Miró a todos lados para cerciorarse quién más había escuchado. Me dio la impresión de ser más pequeño. Estaba desamparado. Seguro se sintió a mi merced. La reputación social es una trampa. Las personas le prestan demasiada importancia. El prestigio es una trampa pestilente de la que muchos no salen a tiempo. Todo el mundo se sacrifica a sí mismo por unas cuantas migajas de aceptación ilusoria dentro de toda esta porquería. Jamás comprenderán que somos iguales por ser distintos. El miedo a la diferencia te arruina.
Al final le di la espalda. Luego le alcancé la mano al niño, se incorporó y nos fuimos caminando muy despacio.
― ¿Y es difícil andar en patineta? ―me preguntó escupiéndose las manos y restregándolas después en su playera mientras nos acercábamos a mi casa.
―Pues siempre te da miedo pero si practicas te entretiene demasiado ―respondí
― ¿Crees que a mi papá le daría miedo andar en tu patineta? ―preguntó el niño mirándome un poco extrañado.
―A tu papá le da miedo otro tipo de cosas. Así como le ocurre a muchas otras personas.

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