viernes, 8 de julio de 2011

Es todo lo que traigo


La fiesta ya estaba a punto de desquiciarme por completo. Pero justo cuando intentaba abrirme paso entre la multitud para salir, Mariana me cogió de la mano y me llevó a un rincón apartado del resto.
― No te vayas ―decía mientras me sujetaba de la playera― ¿Por qué no te quedas otro rato? La fiesta aún no acaba.
―No tengo ánimos ―le dije mientras intentaba tranquilizarme.
―Anda, sólo quédate un rato más.
Acepté.
Entonces me puse a bailar de nuevo. Las luces estroboscópicas eran enceguecedoras. Comencé a sentir ligeros mareos. El humo del tabaco y el vapor del hielo seco formaban una mezcla que se impregnaba en mi ropa. Era un olor detestable. La música estaba como para volar por el balcón. Moví mi cuerpo con desgano un par de rolas. Mariana me dijo que me estaba licando desde que había llegado. Dijo que ya tenía pensado decírmelo desde hacía tiempo.
Me miraba fijo todo el tiempo. Estaba frente a mí hablándome muy cerca constantemente. Olía maravilloso. Me preguntaba cosas muy elementales. Le dije que no era un momento adecuado. Yo sólo quería caminar.
―Debí decírtelo desde hace tiempo ―dijo―. Yo lo sabía desde hace mucho pero Sofía también es mi amiga. ¿Te afecta demasiado? Ni que fuese la última.
Me miró incómoda mientras le pegaba un breve sorbo a una cerveza de lata
―Me duele verla con otro ―le dije un poco desilusionado.
―No te preocupes, haremos que lo olvides un ratito ―dijo mientras bajaba mi cremallera y metía su mano.
―No puedo hacer esto con ella casi frente a nosotros.
―Bueno, vamos a movernos más allá.
Me cogió de la mano y me arrastró hasta un rincón oscuro. En realidad no lo deseaba pero accedí.
Me dio unos cuantos tientos. También yo le metí la mano. Le hice a un lado su pequeño y delgado calzón y le hundí los dedos. Luego saqué la mano y le puse las yemas en sus labios. No funcionó. La sensación no era agradable. Por primera vez sentí un profundo asco.
― ¿Acaso ya estás muy pedo? ―preguntó.
―No, ¿Por qué lo preguntas?
―No se te para.
―Lo siento.
Me cogió del brazo y a toda prisa me llevó hasta el baño. No encendió la luz. Luego se hincó de golpe, me bajó el pantalón y se metió mi miembro en su boca. Succionó y succionó. Estaba muerto, mi pellejo no reaccionaba.
Entonces pasó su mano por detrás e intentó meter los dedos en medio de mis nalgas.
― ¿Y si te meto el dedo por atrás? ―dijo mientras lo intentaba persistentemente.
―No lo hagas ―respondí apretando el culo―, no creo que funcione.
―Siempre funciona.
―No creo
―Alejandro, no tengas miedo.
―Si lo haces y me gusta, seguiré yo solo y tú ya no participarás.
Reímos.
―Tienes razón ―dijo―, mejor no lo hago.
Salimos del baño y nos dirigimos a un sillón.
La decoración era repugnante, la gente bailando desaforadamente era repugnante, sus sonrisas eran falsas, su diversión demasiado agobiante. Todo cuanto divisaba en ese momento se había convertido en una pesadilla.
―No te sientas mal ―dijo―, son cosas que ocurren.
―Sí, me imagino.
―Seguro es la borrachera.
― ¿Las infidelidades son consecuencia del alcohol?
―Pensé que te referías a…
―Pierde cuidado. Eso no me interesa.
― ¿Sabes, Ale? Yo siempre he tenido la esperanza de que tú y yo…
―No comiences de nuevo Mariana. No esta vez.
―Lo siento.
―Yo igual.
Dejé a Mariana sola en el sillón y salí a toda prisa sin pensar en nada más. Anduve caminando un buen rato a la luz de las viejas farolas situadas a lo largo y ancho de las calles. A medida que pasaba el tiempo, mi cabeza iba llenándose de amnesia. Aún llevaba conmigo un pomo de litro. La botella se iba vaciando gradualmente.
Después de un rato comencé a dar tumbos de lado a lado como un perfecto abraza farolas. Prácticamente ya iba hecho un fiambre. Aún así, seguí caminando. Iba esquivando con dificultad algunos tachos de basura. Los postes parecían ser simples sombras erguidas en las banquetas. Continué sobre la acera esquivando los automóviles encallados justo fuera de los portones de las casas. Aunque andaba trastabillando, seguía manteniéndome alerta para no toparme a la patrulla o a una de esas pandillas de perros que dan el recorrido madrugadezco por las calles. Me confortó un poco turistear por las calles a esa hora y en ese estado. Siempre es bueno el exterior.
Seguí otro rato esquivando alguna que otra cagada seca de perro. Había demasiadas distribuidas por donde fuese. Seguí enfilando en línea recta otro rato hasta llegar a una avenida principal. Ya quería llegar a casa.
Ya iba avanzando ciego de alcohol. Tenía la mirada por completo sobre lo indeterminado. Andaba con los sentidos completamente despistados.
De pronto, alcancé a percibir un maullido seco y estridente a cierta distancia. No le hice caso. Seguí y enfilé de frente sin mirar atrás continuamente. Mis riñones me dolían. Tenía que mear. Me dispuse a encontrar entre las sombras un mingitorio improvisado. Encontré una esquina desolada. Permanecí quieto. Me bajé el cierre a duras penas y me lo saqué con cuidado. El espeso vapor que emanaba desde mi uretra recorrió mi rostro y lo dejó impregnado de un leve rocío que inmediatamente se desvanecía con el sutil viento que circulaba en ese instante. Me puse a pensar algunas cosas en ese preciso momento.
―Ya no volveremos ―dije para mí mismo.
Me lo guardé de nuevo en los calzoncillos y seguí caminando.

Me había caído un par de veces. Mis rodillas estaban prácticamente hirsutas. También mis hombros se habían raspado. Comencé a apoyarme sobre los muros. La botella ya se había vaciado. Parecía que paso a paso iba leyendo braile por las paredes. Andar hasta la madre en la calle es toda una procesión.
Poco más tarde, la vejiga me pidió de nuevo tirar el combustible. De nueva cuenta busqué un baño improvisado. Esta vez elegí una esquina cualquiera. Mientras liberaba la presión del agua supe que la había cagado. Escuché de nuevo aquel maullido intenso. Lo escuché justamente por detrás. Mientras me mantenía con las manos en la masa, frente a mí se reflejó mi propia sombra doblándome el tamaño. Fue por las luces de un auto-patrulla que había acudido a la escena del crimen justo en un momento inoportuno. Esas sabandijas habían olido mis sulfurosos y sanguinolentos meados desde el otro lado de la ciudad. Esa piltrafas uniformados habían rondando a miles de kiilómetros hasta encontrar la carroña.
No me arredré. Solo me resigné, esbocé una tenue sonrisa y me la meneé un poco hasta desalojar los residuos. Volví a empaquetar mi miembro en los calzoncillos.
El ritual fue el de siempre. Mi rostro hacia la pared, las piernas divorciadas lo más que se pudiese, las manos a la nuca y una actitud estúpidamente cordial. No mostré inconformidad. Si lo hacía, tal vez me hubiesen propinado unos cuantos masajes a puño cerrado o una consulta gratis por mi incontinencia urinaria al ministerio púbico sin negociar.
Me preguntaron que si estaba al tanto de las sanciones por lo que había hecho. Quise responder que era más inmoral cargar un tolete sin siquiera haber concluido la prepa. Seguramente mis finos chistes iban a darme un boleto de ida directo y sin escalas al hotel de siempre. A ese de cinco estrellas repleto de residuos vílicos de anteriores inquilinos, cagarrutas y cómodas camas de asfalto pagadas por el gobierno en turno. No respondí.
Decidí colaborar con la rutina. Uno de esos puercos me empezó a auscultar con ansia e indiferencia. Mi cuerpo estaba anestesiado. Me puse a pensar que tan bueno hubiese sido permanecer en la borrachera, con Mariana y con mi decepción.
El porcino azulado seguía hurgando entre mis ropas, demasiado afanoso. Pensé que deseaba provocarme sexualmente o tal vez demostrarme que la justicia también es invertida e impune. Al mismo tiempo, su porcina pareja me preguntó en un son agresivo:
― ¿Qué traes en los bolsillos? Dime de una buena vez antes de armar más pedo.

Yo lo miré sin decir una sola palabra.

¿Por qué tienes los ojos rojos? ―volvió a preguntar mucho más agresivo― Para mí que no solamente vienes pedo. Seguramente también vienes drogado.
No volví a responder. Luego se puso a hurgar mis bolsillos.
―Tus bolsillos están pesados ―dijo―. Saca todo lo que traigas ¿Que es lo que vienes cargando? Si no traes nada indebido, te dejo ir de volada.
―Nada mi jefe ―respondí―, sólo traigo las llaves de mi casa, unas cuantas monedas, y mi billetera.
― ¿Seguro? ¿Es todo lo que traes?
―Sí, nomás eso jefe. Es todo lo que traigo.

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