domingo, 31 de julio de 2011

Vivir para contarlo.


Encamarse con dos mujeres es un sueño recurrente en la mayoría de hombres. Antes de esa noche, jamás había pensado que ese día pudiese enredarme con tres mujeres al mismo tiempo.
Durante esa temporada apenas me las arreglaba como repartidor de tarjetas de crédito. El segundo semestre de la universidad había concluido, yo no tenía nada por hacer y encima de todo atravesaba por una mala racha con las féminas. En todo caso, necesitaba distraerme y obtener un poco de dinero para chupar. Además, las vacaciones siempre me habían representado largos periodos de aburrimiento. La verdad es que nunca he tenido afinidad por los viajes, los conciertos o las diversiones de fin de semana. Normalmente por eso elegía varios empleos de mierda por no más de dos semanas durante esas temporadas.
Recuerdo que la cosa no era difícil. Todo consistía en repartir durante un par de horas y después de eso, guardaba el resto para el transcurso de la semana. Nunca sospechaban de mi en empleos como esos por lo que siempre obtenía mi paga íntegra. Aquel Jueves llegué puntual a la chamba y enseguida fui asignado a repartir tarjetas en algunos puntos de la avenida universidad. El recorrido inició en Miguel Ángel de Quevedo, atravesando Viveros y estacionándome un rato en Coyoacán. Al medio día estaba justo a un costado de Plaza Universidad. Para entonces ya me sentía fastidiado y demasiado agotado por el trayecto, así que le puse fin a la faena y decidí comprar una cerveza en un gualmart situado al costado de la plaza. Además, tenía unas ganas de mear incontenibles.
Recorrí la tienda durante un buen rato y cuando estaba a punto de atravesar el pasillo de vinos y licores noté que había bastante bullicio. Al fondo había una especie de carpa improvisada. En su interior se encontraban colocadas unas bocinas enormes que atronaban una música horripilante. En torno a ellas había tres mujeres que estaban enfundadas en un uniforme parecido al de una porrista. Las faldas tableadas y las blusas de manga larga mezclaban amarillo y rojo (como los colores del güisqui que promocionaban). Todas sabían menear el cuerpo al compás del ruido de un modo magnífico. Las miré unos segundos antes de dejarlas atrás. Justo antes de torcer el pasillo decidí mirarlas de nuevo y una de ellas se percató y me lanzó una linda sonrisa. Seguí hasta dar con los sanitarios.
Mientras descargaba la tensión en el mingitorio pensé en la forma adecuada para abordarla. Enseguida me retracté y recordé que la mejor forma era no pensar. Pensar demasiado en esos momentos puede volverte un autentico pelmazo. La gente estúpida supone que una frase ingeniosa puede abrirle las puertas. No hay nada más eficaz que un acercamiento simple, cómodo.
Cuando regresé al pasillo, aquella chica ya no estaba. Me puse furioso y tuve que contentarme mirando a las otras dos un buen rato. Vacilar es de perdedores, pensé. Aquellas chicas en verdad tenían cuerpos demasiado adorables. Fingí que miraba los vinos durante un rato para acercarme disimuladamente. Noté que ambas tenían un cutis liso y sano. Era evidente que sus rostros prescindían hasta entonces de ese detestable colorete que normalmente cubre las jetas de las morras. No eran de carnes desbordantes en lo absoluto. Aunque, a través de esos uniformes ajustados reflejaban que a pesar de ser tan menudas, su cuerpo había sido concebido de un modo simétrico. Entendí que las mujeres que hacían restallar las costuras de las prendas ya estaban pasando de moda. Los cuerpos compactos, rígidos y livianamente labrados eran lo del momento.
Permanecí un par de minutos contemplándolas como un perro al pie de la carnicería. Una de ellas tenía el rostro un poco redondo, las piernas cortas y unos pechos verdaderamente pletóricos a pesar de ser pequeños. La otra tenía una mirada perdida y un rostro enjuto con facciones afiladas sobre un cuerpo a la par de espléndido. Después de repasarlas con la mirada, revisé mis bolsillos, saqué el único billete de doscientos y cogí una botella de güisqui. Pensé en compartirla por la noche con los de la cuadra.
Al volverme hacia las cajas y dar unos cuantos pasos tuve la sensación de que alguien me observaba. Alcé la vista y miré a la chica de la sonrisa. En ese instante se plantó justo frente a mí. Tenía un rostro anguloso y unos ojos verdes, grandes y cálidos que le daban a su mirada un aire taciturno. Quedé paralizado momentáneamente. Recordé que la mayoría de las mujeres con las que había pasado momentos angustiosos tenían los ojos verdes. Los ojos claros han sido mi maldición. De pronto recobré la seguridad e hice un breve gesto de confort. La chica me miró y dijo:
― ¿Nada más llevarás esa botella?
―Sólo es para mí, no hay alguien más como para llevar otra ―se me ocurrió decir.
―Eso puede arreglarse.
― ¿Ah sí?
― Me llamo Fátima, termino a las seis.
― Regreso antes de las seis.
―Hecho.
Cuando me dejó atrás di la vuelta y contemplé su andar petulante hacia la carpa. Caminaba muy erguida. Tenía un aspecto imponente. Al llegar se acercó a sus otras dos compañeras y con disimulo les dijo algo. Ambas se rieron mientras continuaban moviéndose.
Pagué la botella y regresé a casa. Eran las tres de la tarde. Entré a mi cuarto y me recosté un rato. Luego encendí el estéreo, puse un disco de doble V y subí el volumen. Por todos los rincones del cuarto resonaba «Vivir para contarlo». Eso era todo. No tenía la bastante imaginación pero sí la suficiente habilidad para enredarme en esas situaciones. De alguna forma me resultaba más fascinante la vida de las personas comunes que los más elaborados relatos fantasiosos. Dejé que el tiempo corriese.
Cuando dieron las cinco me incorporé, me desperecé un poco y cambié de calcetines. Luego cogí una mochila donde había guardado el pomo, me hice un emparedado que comí de camino a la avenida y cogí un camión rumbo a Zapata. Llegué al paradero veinte minutos antes de las seis. Me fui directo a un puesto de tacos junto al metro para retrasarme un poco y evitar el parecer ansioso. Terminé los tacos y caminé muy despacio.
Cuando llegué, Fátima estaba aguardando a un costado de la entrada. Había cambiado su uniforme por unos vaqueros azules muy ajustados y una blusa roja de algodón que le hacían ver más frágil y estrecha de lo que había contemplado.
― ¿Y bien? ―me preguntó con una sonrisa pronunciada.
― Si quieres podemos comprar otro ―le dije mientras le daba palmadas a la mochila.
―No hace falta ―respondió―, tengo de sobra en mi casa.
Se va a poner bueno, pensé.
Después me cogió del brazo y sugirió que caminásemos un poco. Dijo que aún no quería llegar a casa. Ambos dimos un recuento breve de nuestras vidas a lo largo del camino.
Fátima apenas tenía diecinueve años, pero aparentaba ser mayor. Había abortado un par de veces, se había liado con unos cuantos hombres mayores de cuarenta y no había pisado la escuela por más de un año. Vivía en un departamento modesto con otras dos chicas en la colonia del Valle, exactamente sobre la calle de Moras. Me confesó que venía de buena familia pero que la relación entre sus padres y hermanas siempre fue detestable. Me dijo que hasta el momento no pasaba por dificultades económicas puesto que su madre le depositaba billete cada mes. Mencionó que había elegido ese trabajo sencillamente para mantenerse ocupada y lejos de su familia, además de obtener dinero fácil. También me confesó que tenía una continua debilidad por hombres estrafalarios o inestables.
―Y seguro por eso me vas a llevar a tu casa ―le dije mientras me concentraba en el dulce aroma que despedía su pelo.
― No lo sé ―dijo―, para ser sincera aún no sé qué fue lo que me atrajo de ti.
Seguimos caminando.
Por mi parte, sólo le conté algunas anécdotas que le hicieron suponer que tuve una infancia de mierda y una adolescencia no menos ogete. Le hablé de algunas borracheras que tuve en la calle cuando tenía catorce años y de las ocasiones en las que llegaba tarde a casa por ver a mis amigos del barrio deshacerse a puños por un toque. También saqué a tema las veces que un par de amigos maricones pretendieron ultrajarme. Estaba absorta en todo cuanto le contaba. Le pareció demasiado fantasioso. Decidí guardar silencio un poco y después abrí la boca de nuevo.
Le conté de la vez que amanecí en Texcoco sin saber cómo y de cuando un amigo atiborrado de chochos iba gritando entre los edificios que quería que se lo cogiesen. Después continué contándole de las veces que dormía con los borrachines de la colonia en una vieja camioneta abandonada y sobre la noche en la que le agarré el culo por equivocación a un darketo en un bar del centro. También le mencioné de las veces que tuve sexo en los matorrales de la unidad plateros y otras tantas peripecias. Las últimas historias le hicieron reír bastante.
―Sí que te las has visto mal plan ―respondió sonriendo.
― Pues no es para tanto ―agregué―, de lo contrario no estaría aquí.
Habíamos caminado un buen tramo hasta llegar justo al hospital veinte de noviembre. Entonces mientras le contaba de lo que iba mi carrera, se prendó de mi cuello y me besó con dureza y desesperación.
―Lo siento ―dijo sin soltarme del cuello.
― No te apures ―fue la idiotez que se me ocurrió responder.
―Para un taxi.
―Pero si estamos relativamente cerca.
―No importa.
Hice algunas señas sobre la avenida y un bocho verde se aparcó enseguida. Subí primero.
Cuando llegamos a la entrada me dijo que esperara afuera un par de minutos. Estábamos frente a un edificio con una fachada relativamente lujosa. Encendí un tabaco y saqué mis discman. Puse de nuevo «Vivir para contarlo». Pasaron alrededor de veinte minutos y justo cuando me disponía a largarme Fátima salió en compañía de una de las chicas del gualtmart. Era la de mirada tristona.
―Sube ―dijo volviéndose en el pasillo y encaminándose hacia un elevador.
Subimos más o menos tres pisos. Cuando entré al departamento, un suave aroma a perfume y tinte de cabello me golpeó las narices. Los sitios donde viven puras mujeres siempre huelen estupendo, pensé. Gran parte de los muebles estaban hechos de madera y tapizados con tonos azules y blancos. Me senté en la sala mientras Fátima se dirigía a su cuarto. La otra chica se sentó a un lado.
―Fátima pensó que ya no vendrías ―dijo.
―Por un momento supuse que me había tomado el pelo ―respondí con sorna
―Yo también pensé eso.
―Bueno, eso es lo que sigo deseando.
― ¿Sí?
― A eso vine.
―! Ah, ya entiendo! Ja, já. Eres algo gracioso.
―Sólo para algunas personas.
― ¿Por qué lo dices?
―Espero que no te des cuenta.
―Me llamo Lorena.
―Alejandro.
Lorena cogió los discman que yo sujetaba y se colocó los audífonos. Balanceó su cabeza un poco.
―Esto suena padre ―dijo.
―Lo sé.
― ¿Es hip hop?
―Del bueno.
― ¿Hay malo?
― De ese que debería ser enterrado.
Fátima regresó apenas cubierta en unos cortos, tenis y una sudadera un poco holgada. Se sentó a mi lado en flor de loto.
― Empezamos o qué ―sugirió.
―Seguro ―dije―, ya tengo la boca seca.
Saqué la botella de la mochila, desprendí el precinto y se la di a Fátima. Ella se incorporó al instante y fue a la cocina para servir los tres vasos.
―Tienes una mirada intensa ―dijo Lorena.
―Yo también pienso eso ―gritó Fátima desde la cocina.
―Parece como si quisieras notar todo de alguien ―dijo Lorena.
―Supongo que ese siempre ha sido mi cometido.
.Fátima regresó a mi lado. Creo que hablamos alrededor de tres horas. Lorena contó que meses antes vivía con su chico. Llevaban tres años juntos. Cierto día llegó temprano a casa y lo encontró en cuatro patas. Su mejor amigo le estaba pegando tremendos caderazos.
―Es una pena ―dije.
― ¿Lo crees? ―preguntó Lorena complacida.
―Sí, no es justo que desperdicien a una mujer como tú.
―Yo te apoyo ―secundó Fátima.
―Por cada mujer linda hay mil estúpidos, cien inseguros, diez dementes y un hombre auténtico.
― ¿Tú eres ese hombre? ―me cuestiono Lorena mientras frotaba con la mano mi rodilla.
―Lo siento, yo no soy un hombre.
―No entiendo.
―Será mejor que no lo hagas.
Minutos más tarde, ambas se sorprendieron cuando conté que nunca había tenido una novia formal.
―Nos estás choreando ―peroró Fátima.
―No tengo porqué juguetear con eso ―respondí.
―No te pierdes de nada ―dijo Lorena.
―Tal vez no sea tan malo ―respondí.
―Sería bueno que andarás con alguien ―dijo Fátima mirándome sin parpadear.
―Lo he pensado ―dije mientras recordaba a una bribonzuela de ojos claros que recién había conocido.
La conversación fluyó entre varios temas. Hablamos de música, literatura, películas y otras estupideces. De pronto la conversación llegó a un punto candente. Las dos ya estaban algo pedas. Fátima quería saber las complacencias sexuales de cada uno.
―A mí me gusta que me jalen el cabello ―dijo Lorena.
―A mí me gusta que me coman abajo y mirar sus gestos ―dijo Fátima.
―A mí me gusta mucho que les guste mucho lo que les haga ―concluí.
Ambas se miraron con los ojos muy abiertos.
―Nunca había escuchado algo tan bueno ―dijo Fátima.
―Supongo que el placer no se reduce a uno mismo. No existe nada más placentero que provocar sensaciones en alguien. ESO ES MUY ELEMENTAL PERO SIGUE OLVIDÁNDOSE.
Entonces Fátima se me echó encima. Empezó a darme gentiles relamidas en el rostro y el cuello. Lorena miraba atenta a un costado. Le alcancé mi mano y la tomó con la suya. Le presioné la palma con dos dedos haciéndole entender que podía participar. Se lo pensó unos minutos y después ya la tenía al otro lado alzándose la blusa.
Fátima pasaba sus manos sobre mis huevos por encima del pantalón. Por sí sola se desabrochó los pantalones cortos y se quitó la sudadera. La delgada playera que llevaba encima reflejaba sus pezone endurecidos y las amplias y oscuras aureolas que los circundaban. Por supuesto no llevaba puesto sostén.
―Tienes unos ojos muy lindos ―me dijo Fátima con una voz entrecortada―. Me gustas aunque no seas tan guapo.
―Eso ya lo sé ―respondí mientras acariciaba con un par de dedos su pelvis por encima de los pantalones cortos. Sentí cómo su pepa se inflamó enseguida.
―Pero tiene una personalidad bastante llamativa ―añadió Lorena mientras me colocaba una mano en sus pechos.
―Eso también lo sé ―respondí.
Al principio todo marchó excelente. Sentir a dos mujeres palpándote por todos lados es muy relajante y placentero
de cierta forma. Prácticamente tienes la impresión de estar bien despachado.
Luego miré por el rabillo del ojo a Lorena; había perdido bastante el equilibrio. Intentaba hincarse frente a mí. Cuando lo consiguió, me desabrochó el pantalón sin precauciones y lo bajó sin dificultades. Fátima me acariciaba la entrepierna y los huevos sólo con sus uñas un poco largas. Un breve escalofrío me recorrió de la punta de los pies hasta el coxis. Experimenté un placer inusual. Las dos se alternaban para besuquearme por donde se les ocurría. Lorena tenía los labios tan húmedos y fríos que parecían la ventosa de un molusco. Fátima en cambio los tenía muy calientes y resecos. Ambas despedían un aliento agrio.
Momentos más tarde, las dos se despojaron de la ropa por sí solas. Lorena quedó en unos calzones medianos color naranja y Fátima sólo en tenis; tampoco llevaba calzones.
Después de un rato de arduo toqueteo escuché ruidos a la entrada del departamento. Una chica un poco corpulenta y de cabello castaño abrió la puerta y se quedó a la entrada mientras contemplaba un poco desconcertada la escena. Era una de esas gordibuenas que se ven de lujo en falda.
― ¿Tan temprano? ―dijo la chica regordeta.
―Es Amaranta, vive con nosotras, no te apures ―me dijo Fátima al oído.
A partir de entonces todo se volvió un poco extraño. La chica decidió encender el televisor y se quedó en el otro sillón cerca de nosotros. Pasaron alrededor de quince minutos sin que ella hiciese un gesto. Parecía que Fátima y Lorena no tenían problemas con su presencia. Seguramente ya estaban acostumbradas a ofrecerle ese espectáculo. Luego empecé a intuir que esas dos se disputaban el espacio. Comenzaron a tocarme con mayor agresividad y una intentaba interponerse sobre la otra a cada rato. A veces se concentraban sólo tocándose entre ellas. Parecía que lo hacían inconscientes. Eso me agradó. No mencioné palabra alguna.
Después de otro rato volví a mirar a la regordeta. La sorprendí mirándonos disimuladamente a ratos. Por una razón inusual sentí una profunda lástima. Supuse que las otras dos siempre eran las afortunadas. Tal vez esa gordita sólo era tomada en cuenta cuando las otras necesitaban hablar sobre sus relaciones fallidas con hombres estúpidos y atractivos. Recordé que mis amigos se burlaban de mi supuesto “albedrío” al elegir mujeres. Nunca he pensado que todas las mujeres me producen las mismas sensaciones, pero sí he pensado que todo el mundo merece ser mimado un poco de vez en cuando ante una vida de la chingada.
Cuando volví a percatarme de su mirada, le hice señas de inmediato para que se acercase. Al verme sonreír, ella también lo hizo mostrando un pequeño signo de tristeza en su rostro. No se movió ni un solo centímetro. Dejé de sobar la espalda desnuda de Lorena haciendo nuevamente señas para que se acercase. Esta vez por fin se animó y con una acentuada inseguridad se acercó poco a poco hasta sentarse junto a Fátima. Me había metido en un cochinero. Lorena seguía hincada y aún estaba jugando con mi miembro entre las manos, y además Fátima seguía montada sobre mí. De ese modo estaba dándole la espalda a Amaranta. Entonces cogí a Fátima por debajo de los muslos y la coloqué del otro lado para que Amaranta se acercase. Amaranta lo entendió perfectamente y se fue arrimando poco a poco hasta que sus muslos se repegaron con los míos. Le alcé la falda un buen tramo y metí mis dedos entre sus piernas. Palpé con ternura esa cantidad excesiva de carne. Noté que era una de esas obesas muy rígidas. Su piel era llana y tensa. Eso me encendió un poco.
Así continué bastante tiempo; envuelto entre tres mujeres demasiado lindas a su manera. Estaba complacido en la cuestión estética con Fátima y Lorena, y de alguna manera, me regodeaba en un aspecto más cualitativo con Amaranta. Sin embargo, poco después empecé a desvariar un poco. Una sensación de tristeza me invadió de pronto. Escuchaba las continuas succiones que Lorena le daba a mi pene, los chasqueos que mis dedos producían en la chocha bien lubricada de Amaranta y las esquilmadas que yo le daba en los pechos a Fátima. Mi verga se puso fláccida, mis manos se acalambraron y por si fuese poco, sentí como si un inmenso boquete creciese entre mis entrañas. Entendí que no podía dividir el placer por varios lados A pesar de mis esfuerzos, una vaga melancolía siguió aumentando dentro de mí. Ahí estábamos cuatro personas arrebujadas en una parte de un cómodo sillón. No nos reconocíamos entre sí. Nunca lo haríamos.
Comprendí por qué los hombres deseaban estar con varias mujeres a la vez. El placer seguía siendo un acertijo para tontos que buscaban la respuesta en el sitio equivocado.
Repentinamente Amaranta me rodeó el cuello con un brazo y me dijo:
― ¿Verdad que el cliché de que este es uno de los lugares más solitarios del mundo es cierto?
La miré atónito. Me había tomado desprevenido. Quizá las tres entendían lo mismo; pero Amaranta tenía las palabras precisas para evidenciarlo. Me entristecí enseguida.
―De todas formas no hay otra modo para saberlo ―le dije―, hay que vivir para contarlo.
― Sobrevivir diría yo ―dijo Fátima en un susurro plañidero.
― No digas ―dijo Lorena.
Eran las 11 las once de la noche. Sólo cerré mis ojos y dejé que las cosas siguiesen ese curso.
Desperté a las cuatro de la mañana. Me sentí bastante resacoso, pero no demasiado como para permanecer recostado. Una farola de luz blanca iluminaba a través de la ventana que estaba detrás del sillón donde estábamos. Filtraba una poderosa luz con la cual podía ver los alrededores a la perfección.
Lorena se había esfumado, Fátima se encontraba extendida bajo mis piernas y yo seguía sentado en el sillón junto a Amaranta, desnudos. Aún sentía una extraña sensación en el pecho y el estómago.
Me dirigí al baño sin hacer ruido y cuando regresé me senté una hora en silencio, pensando. Luego me vestí despacio y guardé un pomo en mi mochila.
Cuando me disponía a salir con sigilo, Amaranta me cogió del brazo y me dijo.
―De cualquier forma estuvo chido, Ale.
―Sí, no fue tan malo ―respondí quedo.
― ¿En serio?
―Sobre todo por ti ―dije con sinceridad. Amaranta era quien en realidad me había hecho un paro.
Cogí mi discman que estaba en el piso, subí el cierre de mi chamara y salí sin cerrar duro la puerta. Caminé un poco sobre Felix Cuevas hasta llegar al metro Mixcoac. En el semáforo de patriotismo un tipo se acercó y me pidió lumbre. Saqué un encendedor de mi bolsillo y le prendí el cigarro. Seguí caminando. Mi mala racha seguía. Ya no me importaba.
La madrugada estaba casi por terminar. Seguramente aún hay alguien en el barrio para acabarnos la botella, pensé. Finalmente cogí mi discman, presioné el botón de play, me puse los audífonos y dejé que el disco corriese una vez más. Escuché una parte muy especial de aquella pista:
«…Somos el tiempo que nos queda. La vieja búsqueda, la nueva prueba. Yo tampoco sé vivir, estoy improvisando, pues cada uno tiene que ir tirando a su manera, hay quien se desespera. Verás, el tiempo, amigo del hombre, todo lo deja atrás. La carrera, la fatiga es normal. Por eso hay que parar a respirar, mira: el final es para todos igual…»

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